EMOCIÓN, PALABRA Y SENTIMIENTO (alrededor del concepto de “inteligencia emocional” de Daniel Goleman)
<<Cuando puedas poner en
palabras lo que sientes, te apropiarás de ello.>>
Henry Roth
Henry Roth
También, por el contrario,
se puede tener un Coeficiente Intelectual bajo y ser muy habilidoso en lo
vincular y tener una gran pericia en la gestión de las propias emociones.
Esa es la idea inicial del
libro de Goleman.
Claro que “pelotudo” lo
dice de forma más académica.
Pero ya vamos a llegar a
mirar eso con más profundidad.
Empecemos por una
afirmación que va a “hacer olas”.
La cultura es el contexto en el que la
humanidad puede suceder.
Es importante resaltar el
“puede”, porque la medida de ese suceso será ampliamente variable de persona a
persona.
También, quizás, sea
importante explicitar su reverso:
Sin cultura, no hay humanidad posible.
Obviamente, la cultura,
como todo marco (o corset, o envase) puede ser formadora o deformadora. Pero,
aunque en distinto grado, siempre,
para bien o para mal, es eficaz.
La diferencia con otras
especies, es que el “proto-humano” (el proyecto de persona) no es totalmente
pasivo en relación a su contexto. Es relativamente activo: interactúa con
su “marco” y, a su vez, lo forma o deforma.
O sea, el humano, opera
sobre sí mismo operando sobre su contexto. Es una operación recursiva.
Dado que ese contexto
incluye especialmente (aunque no exclusivamente) a otras personas, un ejemplo
de esta recursividad podría ser que, cuando
le explicamos algo a alguien, también, simultáneamente, nos lo estamos
explicando a nosotros mismos.
Eso, explicármelo a mí
mismo, es lo que estoy intentando hacer ahora.
De más está decir, que
cualquier explicación puede ser más o menos acertada. Es un intento (más o
menos fallido) de aprehender, justamente, ese contexto del que formamos parte y
que, querámoslo o no, nos forma.
Cabe aclarar, también, aunque
es bastante obvio, que tal aprehensión (a la manera humana) sería
inconcebible sin el lenguaje.
También, por esta
característica activa de interacción con el contexto cultural, el ser humano
puede seleccionar (relativamente) a qué fuerzas o presiones sociales se somete
y de cuáles intenta soslayarse. Por supuesto, intentar no quiere decir lograr.
Pero, no obstante, ese “intento” es, en cierta medida, un logro en sí mismo.
Produce una dialéctica y un diálogo que, por su sola virtud, transforma. Pero
las “herramientas” de las que se dispone para entablar esa relación dialéctica
con la cultura son, ellas mismas, cultura. O sea, es imposible operar sobre la
cultura (y sobre uno mismo) “desde afuera” de la cultura.
Por lo tanto, esta
decisión o discernimiento no es tan “libre” como a algunos les gustaría creer.
Siempre está parcialmente determinada por la propia historia de interrelación
con este contexto matriz.
Ni la sumisión pasiva, ni la rebeldía
compulsiva e irreflexiva se pueden considerar “interacciones sanas”.
La expresión (conductual,
emocional o cognitiva) de los problemas o “heridas” resultantes de esta
interacción es lo que vulgarmente se denomina síntoma. Los síntomas
pueden ser llanamente corporales o también psicológicos (sin aparente marca
somática).
A veces, la expresión
compleja de algunos síntomas toma la forma de ideología.
Dicho al revés:
En algunas personas, su ideología es
un síntoma (la expresión de una herida).
Como tal vez se sabe, un
síntoma es en sí mismo un intento de sanación. La cuestión es que no siempre
cumple su cometido… a veces la empeora.
Esto, por supuesto, no
quiere decir que toda adhesión a una ideología sea un síntoma. Pero a eso voy a
llegar después.
Ahora sólo diré que una
ideología se puede vivenciar subjetivamente como una resignación (una sumisión
pasiva a mandatos atávicos) o como una rebeldía (un pataleo o capricho).
Desde su aspecto “sano”,
una vinculación con una ideología (o cosmovisión) implica, por lo general,
cierta identificación con algún colectivo (un “nosotros”). Por eso, pone en
juego una construcción de cierta identidad: lo que soy (o creo ser, o puedo
ser) para algún otro (etiquetado previamente como "amigo" o
“enemigo”). Y, por lo mismo, convoca
sentimientos relacionados con la lealtad, la esperanza, la solidaridad, la
hostilidad, la pertenencia, la confianza, etc. Todas estas cuestiones que, en
función de cómo nos relacionemos con las mismas, contribuyen a nuestra
“construcción” como persona humana.
Desde esta perspectiva, se
puede apreciar que el individualismo es una de las más disfuncionales
ideologías. Ya que pone al sujeto en entredicho de que, si quiere ser leal a su
ideología, debe, por lo mismo, ser desleal a todo “otro”: debe ser egoísta y
aislado. Lo cual es una forma bastante paradójica de “construir identidad”, ya
que toda identidad es una identidad social, es decir, vincular.
Valgan estas, ya largas,
divagaciones introductorias para entrar al tema en cuestión:
Emoción y sentimiento.
Si bien en la psicología
en casi nada hay consenso pleno (ni siquiera en la opinión de qué carajo es ser
humano) está bastante consensuado que la diferencia entre emoción y sentimiento
consiste en su duración. La emoción es más explosiva y fugaz, mientras que el
sentimiento es algo que se sostiene en el tiempo.
Basado en esto (y de
manera, por supuesto, completamente arbitraria)
me voy a tomar la atribución de introducir una definición sui generis:
El sentimiento es una emoción mediada
por la cultura.
Si aceptamos esta
definición (que más abajo voy a explicar mejor, no se impaciente) tendríamos
que aceptar también que, quien quiere abogar por el “regreso a la animalidad”
(ideal naturalista) estaría en ese acto renunciando a sus sentimientos en favor
de sus emociones.
Ya lo explico, no se
enfade… Postergue.
“¿Entonces los animales no
tienen sentimientos?”, preguntará, quizás, irónicamente indignado, más de uno.
Una respuesta posible es: depende de su grado de socialización.
Los llamados “animales
superiores”, aquellos con relaciones sociales (manada, jauría, etc.) tendrían,
quizás, un rudimento de los mismos dados por efecto de la misma “trama
vincular” de la que forman parte. Los animales domésticos, por otra parte, son
influidos por la cultura a través del proceso
de domesticación (algo muy parecido (aunque en distinto grado) a lo que “padecemos”
los humanos).
Pero los humano, a
diferencia del animal, “vivimos en el tiempo”. Es decir, tenemos historia narrada y
proyectos. Y esta es una diferencia fundamental.
Emoción, etimológicamente hablando, sería algo así como “lo
que nos mueve”. Sería como el impulso pasional que produce un acto… una
reacción.
Cuando no hay ningún
“mediador cultural” entre la emoción (lo “padecido”) y el acto, se suele decir
que el tipo actúa como un animal. No hay mediación alguna entre estímulo y
respuesta.
Así, por ejemplo, la ira
sería una emoción, el odio, un sentimiento; el amor sería un sentimiento, pero
el enamoramiento una emoción.
Hay “algo más” que sostiene el sentimiento en el
tiempo.
Algo específicamente humano.
Lo cultural, por lo tanto,
es lo que construye sentimiento.
Lo cultural aporta, a la emoción pura,
su dimensión ética y estética.
Le suma historicidad, narratividad, significado y sentido a la emoción
espontánea.
Le aporta, en síntesis, conciencia… entendimiento y, eventualmente
(pero no necesariamente), sabiduría.
Esto, creo yo, es lo que Goleman denomina “inteligencia
emocional”.
Desde este punto de vista,
la hoy tan festejada “espontaneidad”
sería algo así como un sacrificar el sentimiento en favor de la emoción. Un
desprecio de la capacidad de elaborarla con las herramientas culturales. Cosa,
por otro lado, completamente imposible.
Recalco, por las dudas,
que el concepto de “culturalizar la
emoción” es mucho más amplio y abarcativo que el de “racionalizar la emoción”.
Además del aporte del
pensamiento racional, el lenguaje incluye cuestiones éticas y estéticas que
exceden con creces la “función racional”.
La pura racionalización es
un recorte de tipo fóbico u obsesivo. Es una defensa, no una elaboración. Esta
es una diferencia fundamental para eludir la aproximación racionalista, que es
un reduccionismo del potencial humano.
Repito. La elaboración
humana de las emociones incluye un aspecto racional, sí, pero además un aspecto
ético y uno estético. Todo lo cual, sería imposible sin el lenguaje propiamente
humano que incluye posibilidades de abstracción del todo inéditas en el reino
animal.
La influencia de las
dimensiones éticas y estéticas sobre la emoción originaria (variables de un
individuo a otro) determina el abanico
de sentimientos de los que el sujeto concreto va a ser capaz.
La “calidad” de los
sentimientos de cada persona va a estar en relación directa, por lo tanto, con
el refinamiento
ético y estético de la misma.
Dejo afuera
deliberadamente la cuestión de los supuestos sentimientos inconcientes (como el
tan mentado por Freud “sentimiento inconciente de culpa”) ya que me parece que,
al menos, en caso de existir (cosa que no descarto) habría que inventarle otra
palabra para definirlos, puesto que decir que es “un sentimiento” algo que no
se puede sentir es, por lo menos, un oxímoron.
Pero la cuestión es ¿qué
pasa cuando esas elaboraciones culturales colapsan y el sentimiento sucumbe (se
retrotrae) a la emoción?
El secuestro emocional
No sé si esta luminosa
metáfora es autoría de Goleman. Pero sí que, al menos, fue su principal propagandista.
Este “secuestro” consiste,
básicamente, en una especie de “golpe de estado” de la amígdala, que deja
cesantes de facto a las funciones reflexivas (civilizadas) del lóbulo frontal.
(Aclaro nuevamente, que “reflexivo” es mucho más que “racional”).
La amígdala (esa partecita
minúscula del cerebro) tiene (tanto en los animales como en el ser humano) una
función fundamental de supervivencia.
Por esto mismo, tiene
“potestades” para tomar el control absoluto del individuo en situaciones
críticas.
Por esta misma causa, el miedo
(que activa los mecanismos automáticos de lucha
o huida) está en el núcleo mismo de la función amigdalina.
El miedo, pues, sería algo
así como la “emoción fundante” que tenemos los humanos de la misma exacta forma
básica que los animales. Cabría preguntar, entonces, a los naturalistas, si de
verdad quieren “volver” a una vida dominada por el miedo.
Por suerte para nosotros
los humanos, la cultura agregó a nuestras funciones cerebrales una capa
adicional (que por supuesto también tiene su sustrato biológico) que nos
permite emanciparnos parcialmente de esa “dictadura del miedo”. Esta “capa adicional” es como si fuera una
especie de “estado de derecho” en la
psiquis.
Este “estado de derecho”
psíquico (en el que la justicia reina por sobre el miedo) es, como sabemos a nivel social por infinidad
de lúgubres experiencias históricas, algo delicado y frágil, que necesita atención
permanente para no entrar en “regresión
animalística”.
En la psicología humana, ese “estado” en el que “reina la justicia” es lo que
habitualmente conocemos como salud mental.
Según Goleman (y en esto
también coinciden la mayoría de los investigadores), lo que impide este
equilibrio en cada uno de nosotros son las vivencias traumáticas que fueron
dejando heridas sin sanar en nuestra psiquis a lo largo de la vida.
Esas heridas parcialmente
abiertas son las que producen una especie de hipersensibilidad de la amígdala
que hace que percibamos como amenazantes situaciones que en verdad no lo son.
Ese estado de alerta
permanente, primariamente producido por la emoción del miedo, se convierte en
sentimiento al generar toda una serie de pensamientos desadaptativos y
distorsiones perceptivas que lo sostienen en el tiempo.
El hombre que proponía
Hobbes, es el hombre-lobo amigdalino. El hombre sano, sin embargo, es el que
percibe que no somos por completo el animal que, no obstante, llevamos dentro.
Somos mucho más que eso.
Somos capaces de amor y de justicia.
Y esa capacidad potencial,
depende, como ya dije, de la conciencia que, si bien es
característica humana, precisa de un cultivo dedicado y sostenido, en un
principio de nuestros formadores y luego de nosotros mismos.
De las herramientas para
conseguir esto, se hablará más adelante.
Pero primero hay que
sentar algunas bases.
Emociones básicas
Paul Ekman (el psicólogo
cuya teoría inspiró la serie de TV “lie to me”)
considera que se pueden identificar seis emociones básicas universales y
que, las mismas, además, se expresan en un lenguaje gestual común a todos los
humanos, independientes de cultura, género, raza, clase social, etc.
Estas emociones básicas
son el verdadero “límite” en donde el cuerpo “enlaza” con la psiquis (ese
concepto limítrofe donde Freud ubicó la pulsión).
Sospecho que quizás no
sean sólo seis esas emociones fundamentales, pero ahora me quiero circunscribir
a la teoría de Ekman que está validada empíricamente.
Según este autor, las
otras cinco emociones, además del miedo, serían: enojo, alegría,
tristeza,
sorpresa
y asco.
Otro teórico hoy muy
relevante, Antonio Damasio, puntualiza que, además, el origen de las mismas
debe buscarse en las sensaciones corporales, tales como el placer y el dolor
físicos.
Así, el proceso en todo humano sería:
sensación -> emoción -> sentimiento.
sensación -> emoción -> sentimiento.
Por ejemplo:
placer -> alegría -> felicidad
o
dolor -> tristeza -> desesperación.
placer -> alegría -> felicidad
o
dolor -> tristeza -> desesperación.
Si bien toda sensación
(agradable o desagradable) tiene una clara función en la supervivencia (si no
sintiéramos dolor corporal moriríamos muy rápidamente), al llegar al nivel del
sentimiento vemos que muchos se pueden convertir en desadaptativos.
Para que la emoción se estabilice en
el tiempo es necesaria la palabra.
O sea, si bien la tristeza
es necesaria cuando surge ante una situación de pérdida, la desesperación es
una magnificación de la misma que, al ser sostenida por los pensamientos
derrotistas, nos puede conducir al suicidio.
Sin llegar a la
desesperación, otra estabilidad
desadaptativa es la preocupación:
Al respecto dice Goleman:
<<En realidad, toda preocupación se asienta en el estado de alerta ante un
peligro potencial que, sin duda alguna, ha sido esencial para la supervivencia
en algún momento de nuestro proceso evolutivo.
Cuando
el miedo activa nuestro cerebro emocional, una parte de la ansiedad centra
nuestra atención en la amenaza, obligando a la mente a buscar obsesivamente una
salida y a ignorar todo lo demás. La preocupación constituye, pues, en cierto
modo, una especie de ensayo en el que consideramos las distintas alternativas
de respuesta posibles. En este sentido, la función de la preocupación consiste,
por consiguiente, en una anticipación de los peligros que pueda presentamos la
vida y en la búsqueda de soluciones positivas ante ellos.>>
<<El
problema surge cuando la preocupación se hace crónica y reiterativa, cuando se
repite continuamente sin procuramos nunca una solución positiva.>>[1]
En síntesis. Las emociones
básicas son automáticas, son reacciones al contexto (externo o interno). Pero
cuando lo cultural (aprendido) empieza a interactuar con ellas, las perpetúa en
el tiempo. A veces de manera positiva (o constructiva), a veces de manera
negativa (o destructiva).
Los 5 Pilares del Cultivo Emocional.
La siguiente lista no es
de Goleman sino que él la toma de un discípulo de Gardner (el creador del
concepto de inteligenticas múltiples).
Además debo aclara que yo
le hice algunos ajustes que me parece que explican con más claridad los
conceptos.
Así que si usted es
estudiante y la pensaba usar para dar algún examen, le recomiendo ir a buscar
en el original.
- Autoconocimiento Emocional.
- Autogestión Emocional.
- Automotivación.
- Reconocimiento de las emociones ajenas.
- Habilidad social o interrelacional.
1- Autoconocimiento Emocional
Como ya desarrollamos con
extensión en otra parte, el cultivo de lo que la psicología denomina “Yo
Observador” es el punto de partida de toda posibilidad de tomar el
timón de la propia vida. Algunos dicen que Freud, por su parte, aludió a esto
con el nombre de “atención flotante”,
aunque él, hasta donde yo sé, sólo la recomendaba para uso del terapeuta.
Al respecto dice Goleman:
<<A
primera vista tal vez pensemos que nuestros sentimientos son evidentes, pero
una reflexión más cuidadosa nos recordará las muchas ocasiones en las que
realmente no hemos reparado —o hemos reparado demasiado tarde— en lo que
sentíamos con respecto a algo.>>
<<Este
tipo de conciencia de uno mismo parece requerir una activación del neocórtex,
especialmente de las áreas del lenguaje destinadas a identificar
y nombrar las emociones. La conciencia de uno mismo no es un tipo de atención
que se vea fácilmente arrastrada por las emociones, que reaccione en demasía o
que amplifique lo que se perciba sino que, por el contrario, constituye una
actividad neutra que mantiene la atención sobre uno mismo aun en medio de la
más turbulenta agitación emocional.>> (resaltado
mío)
<<En
el mejor de los casos, la observación de uno mismo permite la toma de
conciencia ecuánime de los sentimientos apasionados o turbulentos. En el peor,
constituye una especie de paso atrás que permite distanciarse de la experiencia
y ubicarse en una corriente paralela de conciencia que es «meta»,
—que flota por encima, o que está junto— a la corriente principal y, en
consecuencia, impide sumergirse por completo en lo que está ocurriendo y
perderse en ello, y, en cambio, favorece la toma de conciencia. Esta, por
ejemplo, es la diferencia que existe entre estar violentamente enojado con
alguien y tener, aun en medio del enojo, la conciencia autorreflexiva de que
«estoy enojado». En términos de la mecánica neural de la conciencia, es muy
posible que este cambio sutil en la actividad mental constituya una señal
evidente de que el neocórtex está controlando activamente la emoción, un primer
paso en el camino hacia el control.>>[2]
Así, entonces, lo que se
denomina “Analfabetismo emocional” es, literalmente, la inhabilidad
para ponerle nombre a las propias emociones. O sea, en definitiva, una
cuestión de falta de entrenamiento lingüístico y de simbolización.
Goleman cita también, en
otra parte, estudios que demostraron que la causa principal de los trastornos
de alimentación tiene que ver con la incapacidad de la persona de diferenciar a
cada momento si lo que “siente” es
hambre, enojo, miedo, ansiedad o, incluso, excitación sexual. Al carecer de
este discernimiento intenta tramitar todo sentimiento comiendo.
Lo mismo sucedería con
cualquier otra compulsión.
Cuando esto es muy
extremo, se produce una alteración psíquica denominada alexitimia, que es la
incapacidad de poner en palabras cualquier sentimiento.
Algunos teóricos consideran
que la alexitimia es la principal causa del fenómeno de somatización (que los
sufrimientos psíquicos se expresen como dolencias corporales, incluso al punto
de producir verdaderas enfermedades físicas).
El entrenamiento de la
observación de sí, empieza con lo más grueso y obvio que son los estados
corporales. Es decir, sentir, momento a momento, el propio cuerpo. Observar las
propias tensiones y distensiones corporales (incluyendo las faciales) es el
primer paso para reconocer los propios estados emocionales. Por ejemplo, si
tengo lo puños apretados es muy probable que esté enojado.
Dice Goleman:
<< Damasio denomina «indicadores somáticos», sensaciones viscerales, a
un tipo de alarma automática que llama la atención sobre el posible peligro de
un determinado curso de acción. Estos indicadores suelen orientarnos en contra
de determinadas decisiones y también pueden alertarnos de la presencia de
alguna oportunidad interesante. En esos momentos no solemos recordar la
experiencia concreta que determina esa sensación negativa, aunque en realidad
lo único que nos interesa es la señal de que un determinado curso de acción
puede conducimos al desastre. De este modo, la presencia de esta sensación
visceral confiere una seguridad que nos permite renunciar o proseguir con un
determinado curso de acción, reduciendo así la gama de posibles alternativas a
una lista mucho más manejable. La llave que favorece la toma de decisiones
personales consiste, en suma, en permanecer en contacto con nuestras propias sensaciones.>>[3]
<< El correlato fisiológico de la emoción suele tener lugar antes de que
la persona sea consciente del sentimiento que le corresponde. Cuando, por
ejemplo, a las personas que temen a las serpientes se les muestra la imagen de
una serpiente, sensores convenientemente colocados en su piel detectan el sudor
—un signo de ansiedad— antes de que los sujetos afirmen experimentar miedo.>>[4]
Desarrollar, entonces, una
mayor conciencia de las sensaciones, es el primer (y más fácil) paso para tomar contacto con la emoción.
En síntesis:
Empiece por “escuchar” su cuerpo.
2 – Autogestión Emocional
Elijo cambiar la palabra “autocontrol” (que figura en el
original) por la de “autogestión”
para eludir así toda interpretación que pudiera asimilar incorrectamente esta
capacidad a la represión o al control de tipo obsesivo o fóbico.
Creo que cualquiera puede
apreciar (si no es siempre en sí mismo, probablemente sí en los demás) la gran
diferencia que hay, cuando nos sentimos atacados de alguna forma, entre
responder con un golpe o un grito y tratar de explicar tranquilamente que la
situación nos incomoda.
El uso idóneo de la
palabra es, nuevamente, lo que hace la diferencia.
Esta es la diferencia
fundamental entre reaccionar y actuar.
La reacción es una conducta animal.
La acción es una conducta humana.
La acción es una conducta humana.
Cuanto menos reacciones y
más acciones consigamos en nuestra vida, más humanos (y, por lo tanto más
plenos y felices) seremos.
Desde una perspectiva
psicoanalítica, sería la diferencia entre operar desde el principio del placer o
desde el principio de realidad.
O sea, la diferencia entre
alguien caprichoso e impulsivo y alguien equilibrado y sensato.
¿Que sería más lindo que
se cumplieran todos nuestros caprichos? Quizás, no lo sé (en realidad, sospecho
que no). Pero, en todo caso, la realidad está siempre ahí para frustrarlos.
Represión vs Impulsividad. Un falso
dilema.
Es, sin duda, gracias a
Freud que últimamente nos dimos cuenta de esta importante cuestión:
<<Lo que reprimimos, se pudre
adentro.>>
Pero es también sin duda causa
de la estupidez de no pocos psicoanalistas que se haya establecido la falsa
creencia de que la impulsividad es algo cercano a la salud mental.
“Haz lo que sientas” parece ser la moda más popular de nuestros tiempos. Y
esto sin mediar ninguna consideración acerca de si es apropiado o no lo que
“estoy sintiendo”, si perjudica o beneficia, a mí, a los demás o a las
circunstancias o a los propósitos que yo
mismo tenga.
Entre la dicotomía
represión/impulsividad existe una tercera posición (que no es, por supuesto,
una mezcla de ambas) que consiste en la tramitación de las emociones. Su
elaboración conciente.
Como ya dijimos, en el
hombre, a diferencia de los animales, entre la emoción y la acción existe la
posibilidad de meter la cuña de la conciencia.
La represión es un
movimiento inconciente. Es una negación, un no querer saber lo que estoy
sintiendo.
La tramitación es lo contrario. Es una plena toma de conciencia.
Dice Goleman:
<< Como apuntaba Aristóteles, el objetivo consiste en albergar la emoción
apropiada, un tipo de sentimiento que se halle en consonancia con las
circunstancias. El intento de acallar las emociones conduce al embotamiento y
la apatía, mientras que su expresión desenfrenada, por el contrario, puede
terminar abocando, en situaciones extremas, al campo de lo patológico (como
ocurre, por ejemplo, en los casos de depresión postrante, ansiedad aguda,
cólera desmesurada o actuación maniaca).>>[5]
Hay, dentro de estas
habilidades, tres características que la psicología cognitivo-conductual viene
estudiando hace ya bastante tiempo.
- Tolerancia a la frustración.
- Postergación de la gratificación.
- Control de reacciones automáticas.
La frustración es parte
constitutiva de la vida.
Es el límite permanente que la realidad pone a
nuestros deseos. Lo que está del lado de nuestra libertad es qué hacemos con
ella. Cómo la tramitamos. Si nos ponemos a patalear y a maldecir nuestro
destino cada vez que algo no sale como esperábamos, entraremos entonces en la
categoría de “frustrados” (además de
la de caprichosos).
La capacidad de tolerancia
a la frustración de un sujeto habla de su madurez emocional. No es un
aguantar resignado y endurecido, sino que está basado en la virtud emocional de
la esperanza,
que es el sentimiento optimista de que ya la tormenta pasará (“siempre que
llovió paró”, dice el refrán) y mañana será mejor que hoy.
<<Lo que no me mata me
fortalece>>
Aunque tal vez esta frase
nietzscheana no sea del todo verdadera, he visto que las personas que tienden a
tener esta actitud ante las contrariedades de la vida, son mucho más resilientes
que las que se desmoronan a patalear ante la menor eventualidad.
La actitud de estar atento a sacar
aprendizaje y fortalecimiento de las situaciones adversas es una de las
herramientas emocionales más poderosas.
Ninguna situación puede
hundirnos en la desesperación si, en algún rincón de la conciencia, conservamos
el dato de que, en el futuro, de alguna forma, eso lo vamos a poder capitalizar
para nuestro bien.
La humildad de reconocer que la
realidad no tiene porqué inclinarse ante nuestros deseos es otro dato vital
para esta construcción.
Cuando la realidad misma
nos produce frustración, el hecho de postergar la gratificación es vivido como
algo impuesto desde afuera.
Sin embargo, el
desarrollar esta capacidad de postergar la gratificación inmediata
en pos de mejores logros en el futuro, es una habilidad que podemos proponernos
desarrollar.
De acuerdo a la
personalidad de cada uno, la frustración puede producir tristeza o enojo.
La
tristeza será más frecuente en las personas que tienden a atribuirse a sí mismas
toda la responsabilidad de los fracasos, mientras que el enojo será más
frecuente en quienes tienden a atribuir todas las causas al “afuera” (las
circunstancias y los otros).
No es necesario ser muy
perspicaz para advertir que ninguno de ambos extremos puede ser completamente y
siempre verdadero.
Desarrollar en nosotros
una mirada
realista, que tienda a atribuir correctamente las causas de nuestras
frustraciones, es uno de los primeros pasos para lograr la estabilidad
emocional.
La fórmula de la tres “P”.
Parar – Procesar – Postergar.
Cuando percibimos que
alguna situación nos está alterando (o nos está por alterar) lo más
recomendable es lo que popularmente se conoce como “contar hasta diez”. Quizás
tomar aire, respirar más calmadamente.
Acostumbrarnos a meter pequeños
compases de espera en nuestro ritmo automático cotidiano, es el primer
paso para dejar de ser meros animales
reactivos.
Procesar, consiste, en
principio, en decirnos a nosotros mismos lo que estamos experimentando.
Narrarnos nuestro estado, como si fuéramos los personajes de una película.
Ayuda también a esto tener
modelos de referencia: personas que admiramos en relación a cómo se comportan
en sus vidas. Si tenemos claros estos modelos es más fácil evaluar las
situaciones conflictivas preguntándonos “¿qué haría Fulano en esta situación?”.
La postergación (inhibición
de la reacción) consiste principalmente en acostumbrarse a decir (o
decirse a sí mismo internamente si no hay otra posibilidad) “déjamelo
pensar”. No dar respuestas inmediatas a las agresiones o en situaciones
estresantes, sino tomarse un tiempo para elaborar tranquilo la respuesta más
apropiada.
Al respecto dice Goleman:
<< (…) tratar de aplacar la excitación fisiológica ligada a la descarga
adrenalínica en un entorno en el que no haya peligro de que se produzcan más
situaciones irritantes. Eso supone, por ejemplo, que, en el caso de una
discusión, la persona agraviada debería alejarse durante un tiempo de la
persona causante del enojo y frenar la escalada de pensamientos hostiles
tratando de distraerse. Como ha descubierto Zillmann, las distracciones son
un recurso sumamente eficaz para modificar nuestro estado de ánimo por la
sencilla razón de que es difícil seguir enfadado cuando uno se lo está pasando
bien. El truco, pues, consiste en darnos permiso para que el enfado vaya
enfriándose mientras tratamos de disfrutar de un rato agradable.>>[6]
Si incorporamos este
hábito de “parar-procesar-postergar” verificaremos rápidamente que
tendremos muchas menos cosas de las que arrepentirnos en nuestra vida.
Dice Goleman:
<< El arte de calmarse a uno mismo constituye una habilidad vital
fundamental, y algunos intérpretes del pensamiento psicoanalítico, como, por
ejemplo, John Bowlby y D.W. Winnicott consideran que se trata del más
fundamental de los recursos psicológicos. En teoría, los niños emocionalmente sanos aprenden a calmarse tratándose a sí
mismos del modo en que han sido tratados por los demás, y es así como se vuelven
menos vulnerables a las erupciones del cerebro emocional.>>
<<
Como ya hemos visto, el diseño del cerebro pone de manifiesto que tenemos
escaso o ningún control con respecto al momento en que nos veremos arrastrados
por una emoción y que tampoco disponemos de mucho margen de maniobra sobre el
tipo de emoción que nos aquejará. Lo que tal vez si se halla en nuestra mano es el
tiempo que permanecerá una determinada emoción. El problema no estriba
tanto en la diversidad emocional que reflejan, por ejemplo, la tristeza, la
preocupación o el enfado (ya que normalmente estos estados de ánimo desaparecen
con el tiempo y paciencia), como en el hecho de que su desmesura y su
inadecuación conlleva los más sombríos matices: la ansiedad crónica, la furia
desbocada y la depresión. Tanto es así que, en sus manifestaciones más graves y
persistentes, su erradicación puede llegar a requerir medicación, psicoterapia
o ambas cosas a la vez.>>[7] (resaltado mío)
Es
necesario tomar conciencia de que lo que sostiene las emociones en el tiempo
son los pensamientos. Y esto es cierto tanto en el caso de las
emociones negativas como en el de las positivas.
Así
que si usted quiere librarse de sus sentimientos negativos empiece a prestar
atención a los pensamientos que los acompañan e intente no quedarse atrapado en
el ciclo sin fin de la negatividad mental.
<< Las personas aprensivas también deben afrontar más activamente los
pensamientos perturbadores porque, de lo contrario, la espiral de la
preocupación volverá a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en
adoptar una postura crítica ante las creencias que sustentan la
preocupación.>>[8]
En síntesis:
“atienda” sus pensamientos automáticos.
3 – Automotivación
Antes que nada, en
relación a este tema, me parece importante puntualizar que “automotivarse” no es
lo mismo que “autoestimularse”. Lo
segundo sería una receta para convertirse en un pajero (o sea, un narcisista).
Como ya explicamos
extensamente en otro artículo, la motivación personal no es un especie de
autohipnosis en la que el sujeto se para frente al espejo para decirse lo
fantástico que es.
Tampoco consiste en
pegarse cartelitos de “tú puedes” por
toda la casa.
Tiene más bien que ver con
encontrar algo externo que verdaderamente nos entusiasme. Algo que aporte
significado y sentido a nuestra vida.
Tiene que ver también con
ser capaz de apostar por los propios ideales sin tener pánico a la frustración
o al sufrimiento.
Es desplazar la atención
desde el propio ombligo a un proyecto realista y realizable.
Es no quedarse estancado
en el sentimiento estéril de que “la vida
me engañó”.
La motivación realista
empieza con la concreción de pequeños logros. No es un tipo más o menos
elaborado de paja mental.
Dice Goleman:
<< Según Tice, una aproximación más constructiva para elevar el estado de
ánimo consiste en proyectar una actividad que pueda proporcionarnos un
pequeño triunfo o un éxito fácil como, por ejemplo, acometer alguna
tarea doméstica que hayamos pospuesto (como cercar el jardín, por ejemplo) o
concluir alguna actividad pendiente que hayamos estado evitando. Por el mismo
motivo, los cambios de imagen, aunque sólo sea en la forma de vestirnos o de
arreglarnos, también pueden resultar beneficiosos.>>[9] (resaltado mío)
O sea.
Receta:
Agarre algo que le guste
hacer y que sea fácil de hacer y no deje de hacerlo hasta que le salga bien.
Una vez concretado este objetivo, pase a algo quizás más difícil, pero que
tenga una utilidad para alguien más. Constate sus logros con otras personas. La
motivación se sostiene mejor, si por medio de su acción logra también una
comunicación positiva y generosa con los demás. Es decir, es mucho más fácil sentirse
motivado cuando se comparte la motivación con otros.
Además, es bueno tener
presente que toda motivación es una motivación social. Es decir, precisa de los
vínculos.
Entonces, la “segunda
posición” sería mirar hacia el costado:
<< Otro eficaz elevador del estado de ánimo consiste en ayudar a quienes lo
necesitan. Puesto que la depresión se alimenta de obsesiones y
preocupaciones que giran en torno a uno mismo, el hecho de ayudar a
quien se halla afligido puede contribuir a que nos desembaracemos de este tipo
de preocupaciones. De este modo, entregarse a una actividad de voluntariado
—hacerse entrenador de la liga infantil, convertirse en una especie de hermano
mayor o ayudar a los indigentes— constituye, según Tice, uno de las estrategias
más adecuadas, pero también menos frecuentes, para elevar el estado de ánimo.>>[10]
Y la “tercera posición”
sería mirar hacia arriba (o hacia adelante):
<< Debemos señalar, por último, que existen también personas que pueden
encontrar cierto alivio a su tristeza orientándose hacia un poder trascendente.
Según me dijo Tice: «la oración constituye una actividad especialmente indicada para elevar
el estado de ánimo de las personas con una orientación religiosa».>>[11] (resaltado mío)
Aún sin tener ninguna
orientación religiosa, es altamente efectiva para lograr cierta parsimonia
emocional, la recitación mental de poemas o letras de canciones que nos gusten.
Preferentemente, con textos que convoquen imágenes mentales que inciten a la
calma.
Victor Frankl ha demostrado que un motivador fundamental para afrontar
tiempos duros es tener un ideal en el futuro. Algún factor
determinante de la esperanza de que mañana va a ser mejor que hoy.
O, como dice Nietzsche:
<<Cuando hay un para qué, uno
soporta casi cualquier cómo.>>
Las ideologías nihilistas
y derrotistas no constituyen una buena fuerte de motivación para cuando el
sujeto que la profesa entra en una crisis emocional de sinsentido.
Es decir, esas ideologías
son las más contraindicadas en caso de tendencia a la depresión.
El criterio derrotista que
está implícito en todas las cosmovisiones deterministas del ser humano
(determinación genética, inconciente, de clase, racial, etc.) tampoco ayuda en
esos casos.
En síntesis. Lo que quiero
expresar acá es que la ideología o cosmovisión de una persona está en relación
directa con su capacidad de “automotivarse”. Las cosmovisiones derrotistas, no
pueden aportar “material” a los argumentos “motivadores” que el sujeto necesita
encontrar.
O sea.
Es bastante importante tener una
cosmovisión optimista de la vida.
Dice Goleman:
<<Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, la esperanza significa
que uno no se rinde a la ansiedad, el derrotismo o la depresión cuando tropieza
con dificultades y contratiempos. De hecho, las personas esperanzadas se
deprimen menos en su navegación a través de la vida en búsqueda de sus objetivos
y también se muestran menos ansiosas en general y experimentan menos tensiones emocionales.>>[12]
Esto, por supuesto, no
significa andar divagando con imposibles.
Además de optimista, la cosmovisión
deberá ser realista.
Y para saber lo que es
realista para uno es necesario conocerse a uno mismo. Conocer las propias
fortalezas y debilidades. Es ridículo que mi motivación sea ser cantante si soy
mudo.
Por ejemplo, la ideología
del tristemente célebre “sueño americano”,
que dice que cualquier “emprendedor” con la suficiente perseverancia se puede
convertir en millonario, no es una cosmovisión realista. Es una zanahoria para
desorientados.
También hay una engañosa
“motivación por la productividad” que lo que más produce es adictos al trabajo
y al dinero. Y que puede producir, como sugiere Byun Chul Han, una patología
de “autoexplotación”. Una especie de cosificación (y autoesclavización)
de uno mismo al servicio de un logro absurdo y una competencia feroz. Ese tipo
de “motivaciones” son las principales causadoras del famoso “estrés del hombre moderno”.
Así que, como se ve, no toda
motivación tiene el mismo nivel de “sanidad”. También hay motivaciones que son
enfermantes.
La mezquindad, la
avaricia, la ambición desmedida, son motivaciones que suelen ser bastante
movilizadoras, pero su efecto a largo plazo es degradación psíquica por medio
del estrés.
Por eso al principio decía
que se precisa cierto juicio ético y estético para adherir a una sana
cosmovisión del mundo.
No hay ser humano sin una
cosmovisión, aunque sea muy primitiva. Así que para cualquiera es bueno
preguntarse si la propia cosmovisión contribuye o interfiere con su salud
emocional.
También todo ser humano
tiene un repertorio limitado de emociones positivas y negativas. Allí donde se
asiente principalmente la personalidad va a determinar la calidad de la
motivación de la que el sujeto pueda echar mano más fácilmente.
En suma.
No son igual de sanas las motivaciones
que surgen desde el odio que las motivaciones que surgen desde el amor.
4 – Reconocimiento de las emociones ajenas.
Dice Goleman:
<<
No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus
emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios.
La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los demás radica en
la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de voz, los
gestos, la expresión facial, etcétera).>>[13]
Esta capacidad no es de
tipo “racional”, sino que es una habilidad emocional que en la actualidad se
conoce con el nombre de empatía.
Hay una buena cantidad de
gente, con cierto grado de pensamiento mágico, que se imagina que la empatía es
una especie de “fluído energético”
que se transmite desde las emociones de otro hasta las emociones de uno.
No existe tal fluido. La
empatía se basa lisa y llanamente en la capacidad de mímesis (o imitación
corporal) del ser humano (como la de muchos otros animales).
<<Esta imitación motriz, como se la denomina, constituye, en realidad, el
auténtico significado técnico del término etopaha , tal como lo definió por vez
primera el psicólogo norteamericano E.B. Titehener en la década de los veinte,
una acepción ligeramente diferente del significado original del término griego
empatheia, «sentir dentro», la expresión utilizada por los teóricos de la
estética para referirse a la capacidad de percibir la experiencia subjetiva de
otra persona. Titchener sostenía que la empatía se deriva de una suerte de
imitación física del sufrimiento ajeno con el fin de evocar idénticas
sensaciones en uno mismo y es por ello por lo que se ocupó de buscar una
palabra distinta a simpatía, ya que podemos sentir simpatía por la situación
general en que se halla una persona sin necesidad, en cambio, de compartir sus sentimientos.>>[14]
Cabe
señalar que éste es también el significado tradicional de la palabra “compasión”
(sentir con). No es “sentir lástima por” como hoy muchos suponen.
Pero la empatía (que es,
básicamente, una especie de “contagio emocional”) tiene también su lado
peligroso.
Desde este punto de vista,
entre dos personas, una con una personalidad firme y expresiva y otra con una
personalidad más introvertida, siempre la más “empática” va a ser la segunda.
Porque la empatía comienza con la imitación inconciente (por medio de las
famosas “neuronas espejo”) de los estados corporales del otro, lo cual, produce
en el imitador sentimientos similares a los del imitado.
Incluso el tono de voz del
que más hable va a producir en las cuerdas vocales del que escucha las
vibraciones que produzcan la misma emoción que tiene el hablante.
Eso, repito, en lo más
elemental, es la empatía: un contagio emocional por imitación motriz
(frecuentemente inconciente).
Si no hubiera empatía, no
habría posibilidad de comunión emocional entre las personas y, por
consiguiente, todo vínculo sería mucho más superficial.
Hoy se suele recomendar la
empatía como la gran virtud emocional a adquirir. Y en gran medida es cierto.
Pero sin un yo observador que regule el proceso, tal individuo estaría a
merced de toda corriente emocional más poderosa que él.
Así también, por medio de
la empatía nos volvemos víctimas de los fenómenos de masificación que pueden
conducir hasta acciones criminales como el linchamiento, el bullying, etc.
Entonces, cuanto más
capaces seamos de reconocer emocionalmente las emociones del otro, más
posibilidades vinculares tendremos. Pero si eso se convierte en dejarse
arrastrar afectivamente, entonces se convierte en un problema.
Si uno cree que no es muy
empático, se puede entrenar para reconocer las emociones del otro. Sólo se
trata de prestar atención a la gestualidad total.
Pero el yo observador es
lo que nos protegerá de quedar enredados en emociones en las que no queríamos
estar. O, a lo sumo, poder navegar las mismas con más pericia.
Dice Goleman:
<<La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía,
puesto que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones,
mayor será nuestra destreza en la comprensión de los sentimientos de los demás.>>[15]
Por lo tanto, a diferencia de
la “empatía” meramente animal (que consiste en una replicación inconciente de
las emociones percibidas en el otro), la empatía humana está impregnada por una
“capa adicional”, de origen cultural, con fuertes componentes éticos y morales.
Ya vimos cómo una empatía sin un sólido concepto del bien y el mal puede
incluso precipitar en actos criminales, como el linchamiento (uno imita los
sentimientos de la mayoría y no los de la víctima).
Por el contrario, según
Goleman, la empatía ética, es el fundamento del altruismo.
Las objeciones morales que
impiden que nos pleguemos automáticamente al sentir mayoritario en un caso de
abuso o bullying, residen en una especie de guardián ético, residente
en la conciencia, que posibilita que evaluemos el bien mayor en lugar de
dejarnos arrastrar por la emoción predominante de las mayorías eufóricas.
El darwinismo social
(núcleo ideológico del neoliberalismo) que sostiene implícitamente que “el más
débil debe morir”, no parecería ser un contexto en el que la empatía ética
pudiera prosperar. No es casual que sus defensores proclamen el egoísmo como la
central de las emociones humanas.
Desde la perspectiva
humanista, consideramos, por el contrario, que toda sanación psicológica
consiste, especialmente, en una sanación del egoísmo, que es la
tendencia más deshumanizante de estos tiempos.
Desarrollar una auténtica
compasión por el sufrimiento de los más débiles está en la base misma de la
sanación psíquica. Por lo tanto, la sanación psicológica precisa de una sanación
ética.
Dice Goleman:
<<La frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están
doblando por ti» es una de las más célebres de la literatura inglesa. Las
palabras de John Donne se dirigen al núcleo del vínculo existente entre la empatía
y el afecto, ya que el dolor ajeno es nuestro propio dolor. Sentir con otro
es cuidar de él y. en este sentido, lo contrario de la empatía sería la
antipatía. La actitud empática está inextricablemente ligada a los juicios
morales porque éstos tienen que ver con víctimas potenciales.
¿Mentiremos
para no herir los sentimientos de un amigo? ¿Visitaremos a un conocido enfermo
o, por el contrario, aceptaremos una inesperada invitación a cenar? ¿Durante
cuánto tiempo deberíamos seguir utilizando un sistema de reanimación para
mantener con vida a una persona que, de otro modo, moriría?>>
<<Estos
dilemas éticos han sido planteados por Martin Hoffman, un investigador de la
empatía que sostiene que en ella se asientan las raíces de la moral. En opinión
de Hoffman, «es la empatía hacia las posibles víctimas, el hecho de
compartir la angustia de quienes sufren, de quienes están en peligro o de quienes
se hallan desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas». Y, más allá de esta
relación evidente entre empatía y altruismo en los encuentros interpersonales,
Hoffman propone que la empatía —la capacidad de ponernos en el lugar del otro—
es, en última instancia, el fundamento de la comunicación.>>[16]
Y más adelante:
<<Sea como fuere, lo cierto es que la empatía es una habilidad que subyace a
muchas facetas del juicio y de la acción ética. Una de estas facetas es la «indignación
empática» que John Stuart Mill describiera como «el sentimiento natural
de venganza alimentado por la razón, la simpatía y el daño que nos causan los
agravios de que otras personas son objeto» y que calificara como «el
custodio de la justicia». Otro ejemplo en el que resulta evidente que la
empatía puede sustentar la acción ética es el caso del testigo que se ve
obligado a intervenir para defender a una posible víctima. Según ha demostrado
la investigación, cuanta más empatía sienta el testigo por la víctima, más
posibilidades habrá de que se comprometa en su favor. Existe cierta evidencia
de que el grado de empatía experimentado por la gente condiciona sus juicios morales.
Por ejemplo, estudios realizados en Alemania y Estados Unidos demuestran que
cuanto más empática es la persona, más a favor se halla del principio moral que
afirma que los recursos deben distribuirse en función de las necesidades.>>[17]
En síntesis.
Tenemos dos extremos:
a) ser arrastrados
involuntariamente por la emoción predominante de una situación (masificación,
identificación).
b) la indiferencia
inhibitoria, implementada por el sujeto de manera defensiva incapaz, por otra
parte, de tramitar eficazmente cualquier clima emocional y recurriendo, por lo
tanto, al embotamiento afectivo (aislamiento, individualismo).
Además de estas dos
posiciones, hay una tercera posición que no es una mezcla (ni una alternancia) de
las dos.
Esta tercera posición consiste
en ser capaz de vivenciar las emociones del otro sin inhibiciones pero no
dejándose arrastrar por ellas. La misma se hace posible por el desarrollo de un
yo
observador, el elemento de la conciencia capaz de efectuar esta
operación psíquica.
Esta “habilidad” sería
análoga a lo que Freud dio en llamar “disociación instrumental”, aunque él
la recomendara sólo para el terapeuta en situación analítica.
5 – Habilidades Sociales.
William James, uno de los
padres de la psicología moderna, decía allá por el siglo XIX algo así como que no
hay nada más desesperante para el hombre que sentirse invisible para los que lo
rodean.
En la base misma de
nuestra estructura psíquica está el impulso a vincularnos con nuestros
semejantes. Quien por mucho tiempo no lo satisface pone en riesgo su equilibrio
emocional.
Se considera incluso que
las personas que sienten una profunda repulsión al trato humano sufren de una
patología llamada Trastorno Esquizoide de la Personalidad.
Incluso lo que
experimentamos como “pensar en soledad” no es más ni menos que una conversación
imaginaria con algún otro, nos demos cuenta o no.
Ya Aristóteles,
refiriéndose a esto mismo, decía que la más precisa definición de ser humano es
la de animal social.
Basados en lo anterior,
podemos entonces deducir que más sana, plena y feliz será una persona
cuanto más y mejor se relacione con quienes lo rodean. Y más frustrada
se sentirá cuando esas interacciones fracasen.
Allí radica el núcleo de
la importancia de las habilidades sociales.
Teniendo esto presente,
podemos conceptualizar al egoísmo como una especie de tara
social.
El egoísta es aquel que
pierde de vista la importancia de cultivar los vínculos (que son los que lo
hacen humano) por esta excesiva atención a sus propios deseos y caprichos.
Por eso se puede decir
que, en definitiva, un egoísta es un tarado. Sufre de una ceguera de su totalidad
psíquica. Una totalidad que incluye necesariamente a los demás.
El egoísmo extremo es lo
que produce los trastornos asociales y antisociales de la personalidad. Un
psicópata sería el egoísta por antonomasia.
El antídoto a esa tara es el altruismo.
Por nuestra misma
estructura psicológica no hay nada que produzca más satisfacción en una persona
que sentirse útil a otros. El altruismo es, por eso, el verdadero camino a la
felicidad.
¿Pero cómo se logra el
altruismo?
Dice Goleman:
<<Es precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía
sobre la que se desarrollan las «habilidades interpersonales». Estas
son las aptitudes sociales que garantizan la eficacia en el trato con los demás
y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal
reiterado. Y también es precisamente la carencia de estas habilidades la
causante de que hasta las personas intelectualmente más brillantes fracasen en
sus relaciones y resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas
habilidades sociales son las que nos permiten relacionarnos con los demás,
movilizarles, inspirarles, persuadirles, influirles y tranquilizarles. Profundizar, en suma, en el mundo de las
relaciones.>>[18]
La falsa dicotomía entre autenticidad
e hipocresía
Todos necesitamos ser
amados.
Como dijimos antes, nuestra
autoestima está condicionada por la estima percibida de los demás. No
es algo que se pueda construir sanamente en soledad. Una “autoestima” forjada
en soledad corre el riesgo de ser una autosugestión narcisista, una fantasía.
Las habilidades sociales,
por lo tanto, cumplen un papel fundamental para la adquisición de una sana
autoestima.
Pero cuando se interpreta
esto como una “compulsión a agradar” a cualquier precio (incluso renunciando a
la propia identidad), se cae en el territorio de la inautenticidad y la
hipocresía.
Algunos encaran esta
cuestión con la indiferencia total a lo que causan en los otros. “Yo soy
auténtico”, dicen, pretendiendo que los demás se tienen que adaptar a cualquier
capricho propio.
Es decir, en un extremo
están los trastornos por dependencia, en los que el individuo sacrifica toda
individuación por agradar a otro y en el otro los trastornos antisociales en
los que el individuo, explícita o implícitamente, se caga en todo otro.
Otra línea dicotómica es
la que va desde la timidez a la impulsividad, como métodos desadaptativos de
validar la propia identidad.
En este caso, unos usan su identidad como escudo
(los tímidos) y otros la usan como un arma (los impulsivos). Está claro, creo,
que la solución no está en un punto intermedio en el que se mixturen la timidez
y la impulsividad. Hay que salir de la línea en búsqueda de una tercera
posición superadora de ambas.
La hipocresía es, por otra
parte, un “término medio” que no resuelve nada. El individuo conserva, por
ejemplo, su propio sentimiento de desprecio o aversión al otro, pero le
devuelve una reacción “amistosa” que nada tiene que ver con lo que está
sintiendo.
El desafío es aceptar las
emociones y demás motivaciones y reacciones del otro hacia mí, e integrarlas
con las propias de manera armónica, de manera tal que ninguna de las dos (o
más) individualidades queden menospreciadas sino que se potencien mutuamente.
Lograr que mi libertad y
la del otro no se limiten mutuamente sino que se potencien de manera tal que dé
como resultado una nueva libertad más plena y fértil que la de los individuos
aislados.
Para todo esto es
necesaria la capacidad de poner los propios sentimientos en palabras. La
palabra, entonces, es la herramienta de mediación entre la emoción y la
reacción impulsiva.
Creo que todo el mundo
estará de acuerdo en que es preferible decirle a alguien “tengo ganas de
revolearte este plato por la cabeza” que efectivamente hacerlo.
Terapia de la amistad
Algunos interpretan
también como una dicotomía irresoluble la cuestión del egoísmo y del altruismo.
Suelen pensar que siempre hay que elegir una de ambas. “Si privilegio al otro
me estoy perjudicando a mí mismo”, parece ser el razonamiento más frecuente.
Nuevamente, la tercera
posición no sería una mezcla de un rato de cada actitud, sino la afirmación
simultánea de las necesidades y deseos de ambos (o más) integrantes de la
relación.
El ámbito privilegiado
para practicarla es la amistad.
Es una especie de “lugar
seguro” en el que podemos animarnos a dar sin tanto miedo a sentirnos
defraudados.
Dice Goleman:
<<(…) los niños que tienen pocos amigos terminan convirtiéndose en solitarios
crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer determinadas
enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.
Como
afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones tempranas que
sostenemos con nuestros mejores amigos del mismo sexo nos ensenan a navegar en
el mundo de las relaciones íntimas (a dirimir las diferencias y a compartir
nuestros sentimientos más profundos). Pero los niños rechazados disponen de
muchas menos ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad
íntima en los años de la escuela primaria perdiendo así una oportunidad crucial
para su desarrollo emocional. En este sentido, tener un amigo —aunque sólo sea
uno e incluso aunque esa amistad no sea muy sólida— puede suponer, a la larga,
una extraordinaria diferencia.>>[19]
Pero
que hayamos sufrido de esta falta de amistad en la infancia (por las razones
que fuera) no es un determinante para que no podamos aprender a hacer amigos en
cualquier otro momento de nuestra vida.
Goleman
cita varias experiencias de psicólogos norteamericanos que se dedicaron a
identificar a los niños rechazados por sus compañeros o con dificultades para
relacionarse y que les suministraron un entrenamiento en habilidades sociales para
que se pudieran reintegrar.
<< Entre el 50 y el 60% de los niños rechazados que han participado en este
tipo de programas han logrado mejorar su grado de aceptación. En la actualidad,
estos programas parecen funcionar mejor con alumnos de tercer y cuarto curso
que con niños de grados superiores, y parecen también más adecuados para los niños socialmente ineptos
que para los niños agresivos pero, en mi opinión, todo es cuestión de puesta a
punto. En cualquier caso, el hecho de que casi todos los niños rechazados
puedan volver a formar parte del círculo de la amistad con un mínimo
adiestramiento emocional constituye un claro signo de esperanza.>>[20]
Si a usted le cuesta
formar un grupo de amigos, la terapia grupal es el dispositivo
privilegiado para desarrollar las habilidades sociales necesarias para
conseguirlo.
La terapia grupal cumple
la función de una especie de laboratorio de amistad. Eso, con el desafío
agregado de que no es uno mismo quien eligió a los otros participantes del
grupo sino el puro azar. Lo cual agrega dificultades, pero también desarrolla
habilidades mayores.
Es mucho más beneficioso
si logro establecer una buena relación con alguien al que jamás me hubiera
acercado espontáneamente (por “afinidad”, como se dice) pero con el que me veo
en cierta forma “obligado” a interactuar armoniosamente por causa del “marco
terapéutico”.
Dice Yalom:
<<En el escenario de
grupo se proporciona a los pacientes una selección más variada de relaciones;
deben interactuar entre sí, con los líderes del grupo, con gente de diferente
extracción social, con miembros del mismo sexo, así como con miembros del sexo
opuesto. Los miembros deben aprender a ocuparse de sus gustos, aversiones,
similitudes, diferencias, envidias, timidez, agresión, miedo, atracción y competitividad.
Todo ello tiene lugar bajo la mirada del grupo, donde, bajo un cuidadoso
liderazgo terapéutico, los miembros dan y reciben feedback sobre el significado
y el efecto de las diversas interacciones que tienen lugar entre ellos. De este
modo, el mismo escenario grupal deviene una herramienta terapéutica enormemente
específica.>> [21]
Como sea, lo deseable es
que seamos capaces de percibirnos, no como seres aislados, sino como parte de
una red vincular.
Es bueno comprender que
nuestra salud psicológica depende e incide en la salud global del sistema de
vínculos del que formamos parte.
Si sanamos los vínculos,
nos sanamos a nosotros mismos y, si nos sanamos a nosotros mismos, sanamos
también nuestros vínculos y, por consecuencia, ayudamos a sanar a quienes nos
rodean.
Como dice Ortega y Gasset:
<<Yo soy yo y mis circunstancias.
Si salvo mis circunstancias me salvo a mí>>…
Es importante considerar
además que, si desprecio mis circunstancias me desprecio a mí mismo.
Si desatiendo mis vínculos
me desatiendo a mí.
Si daño a quienes me
rodean, estoy dañando, en el mismo acto, mi propia psiquis.
No hay otra forma auténtica y sana de
amarse a sí mismo que no sea circulando por el amor a los demás.
APÉNDICE
Aquí una lista de algunas de las habilidades que
Goleman considera parte de la inteligencia emocional y que pueden ser
desarrolladas.
AUTOCONCIENCIA
EMOCIONAL
•Mejor
reconocimiento y designación de las emociones.
•Mayor
comprensión de las causas de los sentimientos.
•Reconocimiento
de las diferencias existentes entre los sentimientos y las acciones.
CONTROL
DE LAS EMOCIONES
•Mayor
tolerancia a la frustración y mejor manejo de la ira.
•Disminución
de las agresiones verbales, y peleas banales.
•Mayor
capacidad de expresar el enfado de una manera adecuada, sin necesidad de llegar
a la agresión.
•Conducta
menos agresiva y menos autodestructiva.
•Sentimientos
más positivos con respecto a uno mismo y los demás.
•Mejor
control del estrés.
•Menor
sensación de aislamiento y de ansiedad social.
APROVECHAMIENTO
PRODUCTIVO DE LAS EMOCIONES
•Mayor
responsabilidad.
•Capacidad
de concentración y de prestar atención a la tarea que se lleve a cabo.
•Menor
impulsividad y mayor autocontrol.
EMPATÍA:
LA COMPRENSIÓN DE LAS EMOCIONES
•Capacidad
de asumir el punto de vista de otra persona.
•Mayor
empatía y sensibilidad hacia los sentimientos de los demás.
•Mayor
capacidad de escuchar al otro.
DIRIGIR
LAS RELACIONES
•Mayor
capacidad de analizar y comprender las relaciones.
•Mejora
en la capacidad de resolver conflictos y negociar desacuerdos.
•Mejora
en la solución de los problemas de relación.
•Mayor
asertividad y destreza en la comunicación.
•Mayor
popularidad y sociabilidad. Amistad y compromiso con los compañeros.
•Mayor
atractivo social.
•Más
preocupación y consideración hacia los demás.
•Más
sociables y armoniosos en los grupos.
•Más
participativos, cooperadores y solidarios.
•Más
democráticos en el trato con los demás.
HABILIDADES
EMOCIONALES
•Identificar
y etiquetar sentimientos.
•Expresar
los sentimientos.
•Evaluar
la intensidad de los sentimientos.
•Controlar
los sentimientos.
•Demorar
la gratificación.
•Controlar
los impulsos.
•Reducir
el estrés.
HABILIDADES
COGNITIVAS
•Hablar
con uno mismo: mantener un «diálogo interno» como forma de afrontar un tema, u
oponerse o reforzar la propia conducta.
•Saber
leer e interpretar indicadores sociales: reconocer, por ejemplo, las
influencias sociales sobre la conducta y verse a uno mismo bajo la perspectiva
más amplia de la comunidad.
•Dividir
en pasos el proceso de toma de decisiones y de resolución de problemas: por
ejemplo, dominar los impulsos, establecer objetivos, determinar acciones alternativas,
anticipar consecuencias, etcétera.
•Comprender
el punto de vista de los demás.
•Comprender
las normas de conducta (lo que es y lo que no es una conducta aceptable).
•Mantener
una actitud positiva ante la vida.
•Conciencia
de uno mismo: por ejemplo, desarrollar esperanzas realistas sobre uno mismo.
HABILIDADES
DE CONDUCTA
•No
verbales: comunicarse a través del contacto visual, la expresión facial, el
tono de voz, los gestos, etcétera.
•Verbales:
enviar mensajes claros, responder eficazmente a la crítica, resistir las influencias
negativas, escuchar a los demás, participar en grupos de compañeros positivos.
[1] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
46
[2] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
34
[3] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
38
[4] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
39
[5] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
40
[6] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
44
[7] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
41
[8] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
48
[9] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
51
[10] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
52
[11] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
52
[12] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
59
[13] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
65
[14] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
66
[15] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
65
[16] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
70
[17] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
71
[18] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
75
[19] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
158
[20] Goleman, Inteligencia Emocional. P.
158
[21] Yalom, Guía breve de psicoterapia
de grupo. P. 23
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