<<De los laberintos se sale por
arriba>>
Leopoldo Marechal
Leopoldo Marechal
¿Qué carajo es una
terapia?
¿Qué elemento humano no puede faltar en un terapeuta para que
acontezca un “hecho terapéutico”?
En mi opinión, lo que de ningún
modo puede quedar afuera es la intención de sanar (sea lo que sea,
al menos en principio, lo que cada cual entienda con esto).
Es decir, si no hay
intención de “cura” no se puede decir que sea terapia.
Esto no niega que hay
multitud de cosas que pueden ser terapéuticas sin intención de serlo, como
salir a caminar, ir a una fiesta, mirar una película, viajar, tener una buena
charla, etc… Lo que quiero resaltar acá es que ningún terapeuta puede decir, a
la vez, que hace terapia y que no tiene intención de sanar… y, sin embargo, algunos
lo dicen.
Si bien es posible postular
la existencia de autoterapia, autoayuda y un montón de otras acciones autorreferenciales
que están hoy muy de moda, en lo que me quiero enfocar en esta nota es en el fenómeno vincular llamado terapia. No en
las acciones individuales, aisladas de un otro. Es decir cuando en la acción
terapéutica interactúan dos o más personas.
Considerando esto, se
puede decir que, para el particular fenómeno terapéutico que vamos a mirar, se
necesitan dos roles: terapeuta(s) y consultante(s) (o paciente(s)).
Si bien es discutible
(según la perspectiva terapéutica a la que se adhiera) quién de los dos ejerce
el rol más activo en este intercambio, lo que no se puede discutir es que sólo
uno de los dos está en esta relación buscando un cambio en su subjetividad: el
consultante o paciente.
Claro que el terapeuta
también puede cambiar. Si no está muy estropeado, cómo mínimo se puede decir
que, en cada terapia, algo va a aprender. Pero la esencia del cambio
terapéutico está centrado en el paciente o consultante. Y, si bien creo que,
cada vez que alguien de buena fe, trata de aliviar el sufrimiento ajeno, está a
la vez haciendo algo por sí mismo, que el terapeuta cambie o no, no es parte de
la intención explícita del contrato terapéutico.
Dicho de otra manera, el
hecho terapéutico es aquél en el que el “foco de atención” es la subjetividad
del paciente, no la del terapeuta.
El terapeuta usará su
propia subjetividad como herramienta (por esta cuestión de la contratransferencia,
resonancias, etc.) pero sólo como un medio para otro fin, que es comprender la
subjetividad del consultante. No, en
este acto, para sanarse a sí mismo (aunque esto pueda suceder, como ya dije, como
efecto colateral, en muchos casos).
“El que se sana es el paciente mismo”, es una opinión bastante generalizada y no del todo
errada. Pero, si no necesitara del catalizador que aporta el terapeuta, sería
una estupidez que estuviera allí, en terapia.
Así que, para no ser
hipócrita, es necesario “blanquear”
la relativa verticalidad de la cuestión. El paciente es el lugar psíquico donde
se busca producir un cambio. El agente (o terapeuta) es el que se supone que
puede propiciar o facilitar tal cambio. El “sujeto
del supuesto saber” lacaniano (SSS), sólo funciona mientras se sostenga ese
supuesto.
Vertical, aclaro, no
significa que el terapeuta “está arriba”. Sólo significa que sabe (o cree
saber) dónde está el arriba, es decir la cura.
Hay quienes cuestionan
incluso el concepto de “cambio” terapéutico en sentido de “mejoría”… al
horizontalizar tanto la cuestión por razones dudosamente ideológicas, terminan
minando la noción misma de salud.
Pero un terapeuta
psicológico que crea que no existe la salud mental, y que la cuestión sólo pasa
por “sentirse bien”, quizás debería dedicarse a otra cosa.
Vale recalcar también que,
en cualquier fenómeno de comunicación social de tipo vertical en el que hay un
emisor y un receptor, se supone que el emisor tiene cierta intención de actuar
sobre el receptor en determinada dirección. Que el emisor pretenda ser “neutral”
no es más que una estrategia para que el receptor “baje la guardia” al tipo de
influencia que el emisor está intentando propiciar. A partir del hecho de que
está siendo dicho por alguien, ningún dato transmitido es neutro. Porque ese “alguien”
siempre tiene una intención, aunque la oculte o disfrace o, inclusive, cuando
el mismo emisor no sea conciente de la misma.
Activo y pasivo no se
refieren, en el hecho terapéutico, a quién habla y quién escucha. Sino a quién
dirige el proceso y quién se deja dirigir. Nuevamente, la impostura de que el
paciente es quien dirige su propio proceso terapéutico está en franca
contradicción con el hecho de que haya ido al terapeuta en busca de “ayuda”. Si
tuviera las herramientas para dirigirlo, lo habría hecho por su cuenta.
O sea, el emisor es
siempre el terapeuta y el receptor es siempre el paciente aunque el paciente
sea el que se la pasa hablando y el terapeuta no diga a veces casi ninguna
palabra. Y, lo que concretamente “emite”
el terapeuta es el rumbo: la dirección de la cura.
Es decir, que un terapeuta
sea mejor o peor, tiene que ver con la calidad
de su conceptualización de lo que significa “la sanación” para cada paciente
individual que le toque en suerte. Quien diga que no tiene ningún concepto de
cura, ni siquiera se puede llamar terapeuta.
Pasivo, entonces, significa
que es pasible de cambio. Donde se espera que algo suceda. Y activo es el que
está atento a que eso suceda o no, no en sí mismo, sino en el otro.
En la relaciones
horizontales (aquellas no explícitamente terapéuticas, como la amistad o la
pareja) esto también puede suceder
(cuando son relativamente sanas) pero de forma espontánea y alterna. Todos
somos agentes y pacientes de cambio en nuestros vínculos más íntimos. Estas
influencias mutuas, en estos casos, pueden ser tanto alternativas como
simultáneas.
Con esto no estoy
queriendo negar la noción de paciente activo, implicado en su propio proceso.
Tampoco le sirve al que va a terapia como quien va a recibir un masaje. Pero sí me
opongo a la idea de que es el paciente el que en realidad sabe cuál es su cura
aunque no se dé cuenta. El paciente no es un experto en sí mismo,
por la sencilla razón de que está como perdido adentro de sí mismo. Lo que no
sabe es para qué lado queda la salida de su laberinto. De lo que carece
cuando consulta, es justamente, de una mirada externa. Y eso (un yo observador)
es lo que tiene que lograr para dejar de ser paciente y convertirse en su
propio terapeuta. Ésa es la “cura”: ser capaz de ver los propios procesos
internos y motivaciones para que no accionen “desde la sombra”. En palabras de Freud: “hacer conciente lo inconciente”.
Pero no termina ahí,
porque de nada sirve ver algo y no ser capaz de hacer nada al respecto. Allí es
donde entra el desarrollo de la intencionalidad. Pero si sigo por
ahí me voy a ir muy lejos del tema, así que lo dejaré para una nota aparte.
Aunque quería mencionar,
al menos al pasar, la cuestión de la intencionalidad, porque un terapeuta que
diga que “no tiene ninguna intención”,
no tiene justamente lo que más necesita aportar al consultante: propósito.
Y un propósito no es (o no
debería ser), por lo general, el cese del síntoma. Sino que el síntoma cesará (o
dejará de ser lo central) cuando se subordine toda la subjetividad a ese
propósito mayor, o ideal de vida.
Sólo resta aclarar que
todo propósito, para que sea sano, también debe ser ético. El propósito de
autodestrucción, por ejemplo, no es un aceptable propósito terapéutico.
No dudo que esta toma de
posición antropológica de mi parte producirá el pataleo de unos cuantos. Pero
bueno, eso es justamente mi propósito. Forzar una toma de posición. Peor es que
ni siquiera sepan en dónde están parados. Saber a dónde voy, empieza por saber
a dónde no voy.
Entonces, recapitulando.
Todo terapeuta pretende
ser agente de cambio de su paciente.
Eso está implícito en todo
“contrato terapéutico”. Al terapeuta que negare esto, se le podría preguntar
legítimamente con qué derecho está cobrando... para hacer qué.
Y al paciente que
comenzara la terapia explicitando que no tiene ninguna intención de cambio se
le podría preguntar entonces para qué viene.
El automatismo produce
degradación psíquica. Quien defiende su automatismo, defiende su propia
disolución.
Pero si el terapeuta
acepta, como debiera, que intenta producir algo, implícitamente está aceptando
que tiene una idea propia de “lo bueno” y “lo malo” (que bien puede llamarle
salud y enfermedad o de cualquier otra manera más o menos eufemística).
Si lo niega, sólo hay dos
opciones. O que es inconciente de sí mismo y sus motivaciones, (lo cual, en teoría, lo
inhabilitaría como terapeuta) o que es un hipócrita y está usando su “presunta
inocencia” para manipular de forma deshonesta. Lo cual no lo inhabilita pero lo
hace peligroso.
Y para eso, además, tiene
que adherir a una concreta definición antropológica (una idea clara de lo que
es el ser humano como especie) que, por supuesto, no la habrá inventado él sino que la habrá optado de entre las
disponibles, conciente o inconcientemente, intencionalmente o no.
Creo que, en este punto,
no suele haber un planteo claro en la formación. Y la mayoría de los alumnos
universitarios sólo se limitan a asimilar la visión antropológica que transmite
mayoritariamente la institución en la que son formados. Tráfico deshonesto de ideología,
se podría llamar a esto. O, también, adoctrinamiento encubierto. También a esto
se aplica la cuestión de la impostura de la neutralidad: formar ideológicamente, pero pretendiendo que sólo se están transmitiendo "datos neutros".
Adoctrinar a una persona para que crea que puede ser neutral (es decir, sin absolutamente ningún concepto del bien o el mal) lo que produce es que la misma se vuelva ciega a sus propias motivaciones y adhesiones éticas.
Y cuando “salen a la
cancha” como terapeutas, salen con una idea de lo que es ser humano y, por lo
tanto, con una posición acerca de qué cosas le convienen y cuáles lo
perjudican.
O, como decía antes, una
idea de “lo bueno” que deben propiciar y “lo malo” que deben combatir,
trasformar o extirpar en todo paciente. Y, muchas veces, ni siquiera se lo
plantean, simplemente lo ejecutan. Ése es el efecto frecuente del
adoctrinamiento subliminal: la ejecución inconciente. Mientras ellos creen que son neutrales.
Veamos algún ejemplo
concreto.
Un terapeuta cognitivo
parte de la premisa de que las distorsiones cognitivas son “un mal” que
perjudica al paciente. Por lo tanto, su intención, más o menos explícita, será
ayudarlo a identificar estas distorsiones (como, por ejemplo, la magnificación
o minimización de sus problemas) porque considera que “lo bueno” es que el
paciente se maneje con una percepción más realista de sus circunstancias y de
sí mismo.
Un psicoanalista, quizás
estaría más atento, entre otras cosas, a detectar (y orientar al paciente a que
detecte) las manifestaciones de un superyó hostil, porque considera que ése es “el
mal” del que debe ayudar a liberarlo.
Un logoterapeuta va a
partir de la base de que la sanación consiste en encontrar sentido y sus
esfuerzos estarán orientados a persuadir sutilmente al paciente para que lo
encuentre. “Lo malo”, para éste será la falta de sentido vital. A partir de la
aceptación de este supuesto habrá luego una distinción entre los que crean que “el
sentido” puede ser cualquier cosa que a la subjetividad del paciente le parezca
y los que opinen que hay sentidos más
sanos y otros más patológicos para la vida de cualquier persona. O también,
sentidos más realistas y sentidos más fantasiosos.
Protesten como protesten,
nadie puede eximirse de esa dicotomía de “lo bueno” y “lo malo”. Incluso si
pretenden que “lo malo” es caer en algún tipo de dicotomía. O que “lo bueno” es
negar que existe algo que pueda ser considerado “lo bueno”.
Aun cuando el terapeuta
opine que lo único que necesita el paciente es “sentirse amado” o “validado” en
cualquier dirección que opere su particular subjetividad, su acción estará
orientada a producir en el paciente los cambios que le permitan “sentir eso”.
En esta última línea están
los que consideran que todo paciente lo único que necesita es ser escuchado,
validado y “amado”, y después él mismo decidirá si quiere o no quiere “cambiar
algo”. Encuentro cierta similitud en
esto de “pagar para ser amado” y la prostitución. No digo que esta práctica no tenga en sí “derecho
de existir”, pero quizás no se le debería llamar “terapia”.
Ni vale la pena resaltar
el hecho de que, si el paciente no consigue ser amado por nadie y sí lo
consigue con el terapeuta (o cree conseguirlo) porque le paga, tenderá a crear un vínculo dependiente (e incluso
adictivo) del que le será muy difícil luego despegar. Eso, por otra parte,
tampoco me parece que aporte demasiado a la “reconstrucción de la autoestima” que quizás se supone se está intentando realizar.
Si el suceso terapéutico
consiste en “sentirse amado” el paciente correrá el riesgo de quedarse para
siempre pegado al terapeuta y no lograr ningún tipo de autonomía. Así que, como
mínimo, el terapeuta deberá preguntarse en este caso, si la autonomía está o no
entre sus intenciones terapéuticas.
Ojo, no estoy diciendo que
como metodología de abordaje no sea beneficiosa en vista a lograr una fecunda
transferencia. Digo que, si eso es todo lo que se busca, se busca algo muy
limitado.
Lo que quiero decir con lo
anterior es que, por más que se repita hasta el cansancio que “todo individuo
es único e irrepetible” (lo cual es cierto) en todo posicionamiento terapéutico
hay una cierta universalidad en relación a “lo bueno” y “lo malo”, se reconozca
esto explícitamente o no. Hay un concepto de salud o de cura aunque esto implique
intenciones diametralmente opuestas para distintas personas.
Esto último quizás se
entenderá mejor con una analogía. Existe un rango de peso sano para todas las
personas. Eso significará que el médico le recomendará adelgazar a algunas
personas y engordar a otras. El “ideal” que se busca es el mismo, aunque las
prescripciones sean opuestas.
Lo curioso es que, por lo
general, son los que opinan que todas las personas son absolutamente diferentes
los que más tienden a recomendar lo mismo a todas, por ejemplo “seguí tu deseo”
o “sé tú mismo”, o “sé libre”. Entelequias que dejan al paciente en la misma
confusión en la que estaba antes de consultar.
Esto suele estar en
consonancia con la impostura de pretender que toda ética es completamente subjetiva
y tiene el mismo valor que cualquier otra (relativismo ético). Impostura porque
pretende no estar “colonizando” al paciente con su propio relativismo, cuando
en realidad lo está haciendo de manera subrepticia dejándolo atrapado en una
especie de indeterminación sin bordes.
Si, en la ética del terapeuta se confunden los conceptos de "libertad" y "capricho", es muy probable que el terapeuta tienda a validar todos los caprichos del paciente como una "conquista de libertad".
Es decir, un supuesto que
pretende “ser ético” (respetar la “libertad” del paciente) termina produciendo
una subjetividad determinada, altamente esclava de sus propios impulsos, que es funcional al consumismo
deshumanizador. “Ser libre” inmerso en este esquema, es justo lo contrario a “ser
autónomo”, ser verdaderamente dueño de sí mismo.
Y esto es porque la “ética”
del terapeuta es, aún sin que él mismo lo advierta, una “ética de mercado”, es una ética de producción y consumo, es la ética del laissez faire liberal.
Y con respecto a la metodología
de la terapia, se suele caer en las mismas imposturas. Algunos creen que “está
mal dar consejos” y entonces recurren a herramientas como el “descubrimiento
guiado” o el “método socrático”: como si Sócrates no hubiera sabido a dónde quería
llevar a su “paciente” cada vez que le preguntaba.
De nuevo, no digo que las
metodologías estén mal. Lo que digo es que el terapeuta no tiene que engañarse
a sí mismo y, por consiguiente, engañar al paciente, haciéndole creer que él no
tiene ideas previas acerca de las conclusiones a las que el paciente le
convendría llegar.
Con la opinión directa y
franca del terapeuta, se le da al paciente la opción de oponerse a ese
criterio, disentir. Con el artificio del descubrimiento guiado se le hace creer
que llegó por sí mismo a una conclusión
que el terapeuta ya había decidido de antemano. Pero se le hace creer que la descubrió
él.
Tampoco es tan inocente
como se pretende el método de asociación libre, en el que se deja hablar al
paciente “para que se escuche a sí mismo”. Toda intervención del terapeuta, por mínima que sea, ya sea simplemente preguntando, va a deslizar, sutilmente, una intención con sustrato ideológico. Porque las cosas que le van a llamar la atención, no van a ser justamente las "neutrales", sino las que se desvían hacia algo que el terapeuta considera "bueno" o "malo". Aunque, si tiene pretensión de neutralidad, quizás sólo le llame "significativo" o "un observable".
Repito, por las dudas, que
todas estas metodologías me parecen buenas y productivas. Siempre y cuando no
se usen para encubrir la intención del terapeuta, o para disfrazarse detrás de
una falsa neutralidad.
En la práctica no se puede hablar de "técnicas neutrales", porque siempre deberán ser aplicadas por un determinado sujeto con su propia definición del bien y del mal.
La neutralidad no existe.
Toda persona, por el simple hecho de serlo, tiene un posicionamiento ético/ideológico, así
sea el de estar en contra de toda ética.
Es importante que ella
misma lo sepa. Sobre todo si su intención es actuar sobre alguien más.
Actuar es actuar en alguna dirección. "Actuar en ninguna dirección" es prácticamente la definición de "no-actuar".
Y, en el terreno de lo humano, toda acción sobre un otro es una acción ética.
Entonces…
Lo que no puede faltar en
un terapeuta es claridad de intención. Y que esta intención sea conciente de su propia ética.
Es decir que sin un
posicionamiento ético claro y explícito es muy difícil que cualquier terapia
funcione.
Porque la sanación no
puede ser otra cosa que una sanación ética.
Por lo tanto:
“De los laberintos se sale
por arriba”.
Si el terapeuta no tiene
muy claro qué cosa es el “arriba” para él, no será un buen terapeuta…
Peor aún, si cree que no existe
ningún “arriba”.
En ese caso, la supuesta “terapia”
sólo será turismo de laberintos.
La terapia debería ser como un diálogo entre amigos ..Si fuera diagnosticada iría a un médico. ..Gracias Sr.Pablo
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