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NEUROSIS Y PREJUICIO




Parece ser una opinión bastante razonable suponer que, cada vez que decimos “todos”, estamos expresando un prejuicio.
Es decir, al referirnos a personas, las generalizaciones universales (salvo la conocida “todos somos mortales”) tienden a omitir las particularidades o excepciones.
No obstante, y aún con esto en mente, me voy a permitir incurrir en el siguiente “prejuicio”:
Todos somos prejuiciosos.

Los prejuicios son tan relevantes en nuestra vida, que tendemos a agruparnos con aquéllos que comparten los nuestros y a considerar “enemigos” (o, al menos, “adversarios”)  a los que tienen otros distintos u opuestos.
Pero me estoy adelantando.
Tratemos de definir primero qué curiosa cosa es eso que llamamos prejuicio.
En su libro “La naturaleza del prejuicio” (que tomaré como principal referencia para lo que sigue), el psicólogo social Gordon Allport, intenta la siguiente definición:
“... pensar mal de otra persona sin motivo suficiente”.
Enseguida, por supuesto, se da cuenta que tan breve frase tiene varios defectos:

  1. Un prejuicio no sólo consiste en “pensar mal” (desfavorablemente). También puede consistir en “pensar bien” (o sea favorablemente).
  2. “Pensar” es demasiado “reductivo”. Ya que lo más característico del prejuicio son sus componentes emocionales asociados.
  3. Los prejuicios no son sólo sobre “personas”, pueden abarcar la totalidad de los aspectos de nuestra visión del mundo.
  4. De lo anterior se deduce que toda ideología es, en potencia, un caldo de cultivo de multitud de prejuicios.
  5. Y, por lo tanto, que un componente muy frecuente en los prejuicios es alguna definición de “nosotros” y “los otros”.


En resumen, podemos adelantar la hipótesis de que el propio narcisismo, juega un rol fundamental en la conformación de los prejuicios.
Pero a eso vamos a llegar más adelante.
Antes, quiero citar una mejor definición anotada por el mismo autor, que me parece más abarcadora y con cierto toque de humor:

“Tener un  prejuicio es estar seguro de algo que no se sabe”

Desde que Allport escribió su libro en 1953, pasó mucha agua bajo los puentes. Hoy hay dos cosas opuestas de las que uno podría asombrarse.
La primera es que una importante proporción de personas sigue sosteniendo las mismas “opiniones” que él denunció, pese a la fuerte presión ideológica ejercida por algunos sectores para desmontarlas. Éstos serían, por llamarlos de algún modo, los “prejuiciosos tradicionales”.
La segunda, es que quienes aceptaron que esas opiniones son prejuicios y desecharon sus “contenidos”, sólo fue para cambiarlos por otros de signo opuesto pero con las mismas características formales. Serían los “prejuiciosos posmodernos”.
Esta cuestión de la forma y el contenido, la vamos a profundizar también más adelante.
Sólo diré ahora que este segundo tipo de personas arroja una luz reveladora sobre algunas características de la “naturaleza del prejuicio” que quizás a Allport se le pasaron por alto.

Pero por ahora volvamos a lo básico.
Hay en el prejuicio (hablando muy esquemáticamente) dos tipos de causas (que en realidad sólo se pueden diferenciar para el análisis pero en toda persona están compenetradas mutuamente).

  1. Causas cognitivas.
  2. Causas emocionales.


En atención a esto, Allport utiliza dos palabras diferentes para referirse a los prejuicios meramente cognitivos (prejudgment) y a los sobrecargados emocionalmente (prejudice).
Como en español no existe esta diferenciación, el traductor optó por usar el término pre-juicio (con un guión intermedio) para designar el prejudgment, que se refiere sólo a tener una opinión sobre alguna cosa sin suficientes pruebas empíricas, pero sin agregarle a la misma opinión una “sobrecarga” emocional de adhesión o rechazo.
Si lo pensamos un poco, veremos que en esta categoría de pre-juicio entra la casi totalidad de nuestras opiniones.
La psicología cognitiva estudió estos pre-juicios bajo la denominación de heurísticos.

¿Que es un heurístico?

Como dice Daniel Kahneman en su libro “Pensar rápido, pensar despacio”, un heurístico es un “atajo mental”.
Es una característica normal y universal del pensamiento cuyo objetivo biológico es la llamada “economía cognitiva”.
Esta economía cognitiva es absolutamente necesaria para no “recalentar el cerebro” y poder tomar decisiones en tiempo real según lo van exigiendo las circunstancias.
Hay una larga lista de heurísticos identificados, pero desarrollarlos acá haría la nota demasiado extensa.
Para no distraernos ahora del tema principal voy a describir algunos en un apéndice al final para quien esté interesado. También se pueden encontrar otros con facilidad en la web.

Es importante, no obstante, tener claro que, si bien los heurísticos se refieren al funcionamiento del pensamiento, no existe tal cosa como la “razón pura” (independiente de componentes emocionales).
Según explica Antonio Damasio en su libro “El error de Descartes”, el primer “recorte”, previo a todo juicio racional, es de carácter emocional. Las emociones, en base al agrado y desagrado (y que, a su vez, están predeterminadas por las sensaciones), son las que ponen inicialmente el marco acotado (relativamente más manejable) sobre el que el pensamiento va a poder operar.
De lo contrario, la diversidad de opciones sería inabarcable para la razón.
Los heurísticos, además, no son las únicas causas de “errores de juicio” sobre la realidad. También están las falacias y las distorsiones cognitivas. Pero analizarlas nos llevaría demasiado lejos del tema actual.
Lo importante a rescatar de esto es que la idea de que el ser humano tiene la posibilidad de ser puramente racional es, en sí, un prejuicio. Es el prejuicio de la idealización de la computadora como modelo de humanidad.
No hay opinión humana libre de emociones y sensaciones.
Las opiniones suceden en un cuerpo (que, a su vez, está dentro de un mundo que lo estimula permanentemente).
Son un metafenómeno de una actividad global contextualizada.
Parafraseando a Ortega, se podría decir que toda opinión es la resultante de un yo-cuerpo y sus circunstancias.

No obstante todo lo dicho hasta acá, me parece importante resaltar en este punto que, si los heurísticos existen, es porque tienen una función adaptativa de supervivencia.
Si yo veo que alguien corre hacia mí enarbolando un palo, automáticamente supongo que viene a pegarme.
Esto es, literalmente, un pre-juicio. Estoy juzgando sobre algo que todavía no pasó. Claro que hay otras características de lenguaje gestual del otro que pueden reforzar mi opinión. Por ejemplo, que además me esté mirando con odio. Pero, como toda predicción, también puede tener un margen de error.
Quizás me estaba haciendo una broma. Quizás su objetivo era pegarle a un animal que detrás de mí estaba a punto de saltarme encima.
Pero si me pongo a considerar todas estas posibilidades en el fragmento de tiempo que media entre mi percepción de la supuesta amenaza y su cumplimiento, posiblemente voy a terminar apaleado si ésa era realmente la intención del señor del palo.
Quizás menos inmediato, pero de similares características, pasa si voy caminando por una calle oscura y veo a varios metros una persona que viene hacia mí con “actitud sospechosa” y “decido” cruzar a la vereda de enfrente.  Si tuviéramos que definir con precisión de qué se trata esa supuesta “actitud sospechosa”  posiblemente nos encontraríamos en problemas. Es, sobre todo, una sensación. Es decir un pre-juicio.
No cabe duda de que en este tipo de situaciones quedarse (en una actitud racional y “científica”) a ver qué pasa puede resultar la opción menos inteligente de todas.
El miedo, se dice, es un gran formador de prejuicios.
Pero también, a veces, el miedo es la herramienta más adaptativa.


La “sobrecarga emocional” o sentimentalismo.

Como dije antes, las emociones y sensaciones están siempre presentes en nuestros procesos cognitivos.
Pero, pasado cierto umbral de intensidad (que, además, puede ser diferente en cada persona), tienden a nublar de manera crítica nuestra percepción de la realidad (de los sucesos, de las personas y de nosotros mismos).
Quizás convenga mencionar al pasar un primer axioma:

La persona sobre la que más prejuicios tenemos es nosotros mismos.

Ése es el conjunto de prejuicios fundante, del cual se derivan todos los demás.
Con relación a esto me viene a la mente una tira del humorista Quino, en la que Miguelito está tapando el sol con su dedo. Cuando Mafalda le pregunta porqué piensa que es eso posible (dado que el sol es infinitamente más grande que su dedo), Miguelito le contesta “porque el dedo es mío”.

Como también ya dije, nadie (o casi nadie) está exento de estas disrupciones emocionales en ciertos juicios. Pero, suponer que el ideal es una completa frialdad, también sería un error de interpretación. Sería, como ya dije, suponer que la perfección  humana consiste en parecerse a una computadora.
Me viene a la memoria un ejemplo de “imparcialidad” que, si uno lo mira de cerca, termina siendo un tanto sospechoso (aunque quizás sea un prejuicio mío).
Una vez, le preguntaron a Borges el porqué de su distanciamiento con Cortázar.
El viejo poeta lo minimizó (quizás “para la tribuna”)  diciendo:
<<Es una simple cuestión de opiniones. Es una pena. Porque nuestras opiniones son lo más superficial de nosotros mismos>>.
Si uno lo mira de cerca, es una forma de insulto muy sutil. Está poniendo toda la “responsabilidad” por el distanciamiento del lado de Cortázar que es, según Borges, el que no puede “separarse” de sus opiniones.
Está acusando al otro de creerse sus prejuicios y poniéndose a sí mismo por encima de la situación.
También podría leerse “estamos distanciados porque él es tan limitado que no es capaz de no identificarse afectivamente con sus opiniones”. Como si, en realidad, tal cosa fuera posible.
Hay que reconocerle al viejo genio que toda su vida trató de ser fiel a esta máxima de separarse de las propias opiniones.
Hay, sin embargo, según me parece, un riesgo de cinismo en esta posición. Ya que separar la adhesión emocional de toda opinión a la única postura que parece llevar es a la de no creer en nada. A ver toda disputa ideológica como un simple “juego de niños”.
Otra declaración parecida es cuando dijo:
<<Un día una periodista me preguntó: “Usted, como conservador, ¿qué opina de tal cosa?”.  Yo nunca me había visto a mí mismo como conservador. Pero como la chica era muy inteligente pensé que podría ser cierto. Así que fui y me afilié al partido conservador>>.
Borges elogió repetidas veces a alguien que podía argumentar desde un punto de vista contrario al propio. Hay en esto, sin embargo, cierto olorcito a retórica sofista que a Sócrates le hubiera revuelto las tripas.
No digo que como ejercicio no puede estar bueno. De hecho, lo hemos implementado más de una vez en ejercicios de debate. El riesgo, en mi opinión, es trasladar la propia identidad a tal perspectiva acomodaticia que puede terminar lesionando nuestra percepción de lo correcto y errado (éticamente hablando).

Cuando inteligencias superiores (como por ejemplo la de Hobbes o, en menor medida, la de Maquiavelo)  se vieron motivados a argumentar para legitimar el poder despótico de turno, en vistas a ganancias egoístas personales (un puesto como asesor del “príncipe”), hicieron estragos en la cultura.

Valga toda esta digresión para aclarar mi posición de que la racionalidad pura, no acompañada por un sentimiento empático de “lo bueno” y “lo malo” puede ser bastante perniciosa. Pero pasarse de rosca (por así decirlo) con el sentimentalismo, produce también efectos bastante nefastos.
También, que no me parece muy humano esto de “no tener una ideología” (en sentido de un posicionamiento frente al mundo).

La ideología asumida es, también, un reconocimiento de la propia dignidad de poder decir que es, para uno, lo mejor y lo peor en relación a la manera de organizar las cosas para el bien común.

Pero, como dije al principio que toda ideología es también un caldo de cultivo de prejuicios, creo necesario explicitar que el problema no es en sí tener una ideología sino la manera neurótica de relacionarse con la misma.
El tristemente célebre deseo de prender fuego al enemigo en nombre del bien.

Quizás en este punto sea necesario explicitar que un prejuicio es una manera particular de relacionarse con determinada opinión. Una manera que implica una cierta sobreinvestidura emocional.

Decir que cierta opinión es en alguna persona, un prejuicio, no intenta (o no debería) decir nada acerca la veracidad o falsedad de dicha opinión.
Si no somos capaces de hacer esta sutil distinción, posiblemente tenderemos a considerar “prejuicio” a toda opinión que se contraponga a los nuestros.

Lo que importa (en la determinación de si algo es prejuicio) no es la opinión en sí sino la manera en que una persona particular la “encarne” (por decirlo de algún modo).
Después habrá que juzgar si la opinión es cierta o falsa, conveniente o no. Pero eso ya es otro tema.

La mayoría de las personas adherimos a alguna ideología a partir de un fuerte sistema de prejuicios. Pero, el que se mantiene al margen de toda ideología, suele caer en el cinismo o convertirse en una “ameba” (una especie de ”cosa” blanduzca e informe). 

Así como el heurístico que se activa cuando alguien viene corriendo hacia nosotros con un palo, la ideología también se activa como defensa de ciertas amenazas.
Tanto en un caso como en el otro, la amenaza bien puede resultar siendo una pura fantasía. Va a depender de la neurosis paranoide de cada persona la frecuencia e intensidad en la que se caiga en estas ilusiones fantasiosas.

Para que esta desvirtuación sea posible, es necesario que opere en la propia psicología un fenómeno conocido como disociación neurótica.

La disociación neurótica.

Es mi opinión que el prejuicio implica cierta disociación psíquica.
Dicho en freudianés, instaura una especie de cortocircuito entre el principio de realidad y el principio del placer, dándole preponderancia al segundo.
Dicho en criollo, la expresión del prejuicio me produce placer y por eso me niego a compararlo con los hechos concretos de la realidad.
El tipo de placer que me causa el prejuicio es, la mayoría de las veces, un placer narcisista.
Para sostenerlo, “racionalizo” (me invento excusas) para explicar convenientemente todo lo que lo contradiga.

Por ejemplo, si yo tengo el prejuicio de que soy un buen futbolista sin serlo, voy a explicar el hecho de nunca meter un gol por la mala fe de mis compañeros o adversarios (o del árbitro) por características adversas de la cancha o, incluso, porque el arco del oponente es más chico que el propio. Atribuiré a “la suerte” los aciertos de los otros y a la “mala suerte” los desaciertos propios.

Esto que parece bastante ingenuo en el ejemplo, funciona exactamente igual en las ideologías cuando saltamos a la conclusión de que “nosotros” (los que compartimos tal o cual visión del mundo) somos lo buenos y “los otros”, los malos (o los idiotas, o los despreciables).

La disociación ideológica neurótica opera de manera tal que se borra toda disonancia cognitiva entre mis creencias y los hechos que la contradigan:

Puedo decir, por ejemplo, que “todos los negros son ladrones” y negar simultáneamente que mi comentario sea racista, argumentando que me refiero “a los negros de alma” (cosa frecuentemente escuchada por más inverosímil que parezca). Puedo inclusive, argumentar a mi favor que “tengo amigos negros” con los que me junto frecuentemente y, sin embargo, seguir como si nada con mi aseveración discriminatoria, cuyo evidente propósito psicológico es hacerme sentir “superior” a esos supuestos negros imaginarios.

Esto de presentar pruebas puntuales para no hacerme cargo de tener un prejuicio, es lo que Allport denomina “reclausura”:


<<Cuando un hecho no encaja dentro de la zona mental, se reconoce la excepción pero la zona vuelve a clausurarse apresuradamente impidiendo que quede peligrosamente abierta>> (p. 39)

La cuestión parece ser siempre no dejar que la realidad venga a arruinar mis fantasías de superioridad (ya sea ésta moral, intelectual o de otro tipo).
Conozco a cierto narcisista extremo que opina que todo el mundo menos él es idiota. Pero como necesita estar diciéndolo constantemente, cada vez que se lo dice a alguien, clausura momentáneamente su juicio sobre ese interlocutor particular (integrándolo a su narcisismo) implicando que los idiotas son todos menos ellos dos. Esto, por supuesto, mientras el otro le de la razón. De lo contrario entra inmediatamente en la categoría de todos los demás. Por supuesto que cuando cambia de interlocutor, el anterior se pierde en la nube de los idiotas y el otro único no-idiota pasa a ser temporalmente su nuevo oyente.
Si bien es un ejemplo extremo, creo que arroja alguna luz sobre el mecanismo subjetivo de formación del nosotros los mejores que subyace a la adhesión neurótica a cualquier ideología.

Creo que la cuestión central de esta disociación está en la conceptualización de “los otros”.
Los negros, los judíos, los católicos, los hippies, los policías, los ricos, los pobres, los extranjeros, los machistas, etc, etc... siempre es una “totalización” que define lo no-familiar.
El no-nosotros sutilmente deshumanizado.

Esto demuestra también, como profundizaremos después, que el contenido (quiénes son “los otros”) no tiene en realidad demasiada importancia (pueden ser de lo más variados). El mecanismo es exactamente el mismo tanto si “los otros” son los fachistas o los comunistas, los conservadores o los progresistas.

Siempre que opere la disociación neurótica, los otros serán un poco menos humanos que nosotros.

Repito.
El desprecio (u odio) a “los otros” tiene como sustrato el supuesto “nosotros los mejores” (los más humanos).

En su libro “El efecto Lucifer”, dice el psicólogo social Philip Zimbardo:

<< Una de las peores cosas que podemos hacer a otro ser humano es privarle de su humanidad, despojarlo de todo valor mediante el proceso psicológico de la deshumanización. Esto sucede cuando pensamos que los «otros» no tienen los mismos sentimientos, pensamientos, valores y metas que nosotros. Rebajamos o borramos de nuestra conciencia toda cualidad humana que esos «otros» puedan tener en común con nosotros. Lo hacemos mediante los mecanismos psicológicos de la intelectualización, la negación y el aislamiento de las emociones.>> (cap 10). (resaltado mío).

Allport dice categóricamente:

<<[En el individuo prejuicioso] es su yo el que está lisiado (...) Esto se expresa comportamentalmente en una tendencia general a sentirse amenazado>>. (resaltado mío)


En síntesis, la disociación es un estado (de variable persistencia) en el que la persona no se da cuenta de sus propias motivaciones.
En consecuencia, inventa excusas arbitrarias para justificar sus acciones.
Es decir, racionaliza.

  • Puede decir (convencidamente) que está obrando por el bien común cuando en realidad su motivación es la búsqueda de aprobación o afecto.
  • Puede decir(se) que está actuando cooperativamente cuando en realidad obra por motivaciones competitivas.
  • Puede decir que busca justicia cuando en realidad busca venganza o poder.
  • Puede llamarle “amor” al deseo de dominio o posesión.
  • Puede llamarle “odio” al miedo, o “justicia” al odio.
  • Puede llamarle “libertad” al capricho o a la propia compulsión.


Todas estas cuestiones pueden estar presentes en la adhesión neurótica a cualquier ideología y su consecuente cristalización de prejuicios.
Este estado, podría decirse, es uno de los componentes esenciales de la llamada “existencia inauténtica”
El individuo no es exactamente un hipócrita porque, en realidad, él mismo no percibe esa duplicidad.
Sus “razones” no le permiten percibir sus auténticos motivos.
Por tal causa, tampoco podrá hacer nada para modificarlas si no son del todo “sanas”.
Una motivación subyacente (que creo bastante común) es el deseo de percibirse a sí mismo como “buena persona”. Deseo, dicho sea de paso al que todos “cedemos” pasivamente en mayor o menor medida. Es casi insoportable aceptar que no lo somos.
Es claro que mientras esta disociación permanezca (esta confusión que me lleva a creer que soy lo que quiero ser) uno se está impidiendo a sí mismo la posibilidad de serlo verdaderamente.
Al suponer que ya soy lo que deseo ser, me libro del esfuerzo real que me implicaría intentar serlo.
¿Para qué esforzarme en alcanzar algo que ya creo que poseo?

Forma y contenido.

Es opinión hoy bastante difundida que “siempre” es más importante el contenido que la forma.
Ya en otra nota traté de argumentar en contra de esta idea pero creo que, especialmente en el caso de los prejuicios, esto es fundamentalmente un prejuicio.
Lo que parece suceder es que tendemos a asociar “forma” con lo superficial y “contenido” con lo profundo.

Pero rellenar un cadáver con estopa para que no se pudra no lo hace menos muerto aunque le cambiemos el contenido.

Otro arbitrario axioma:

En el prejuicio, lo más relevante es la forma, no el contenido.

Ya algo dije anteriormente al respecto pero, como sé que es una opinión controversial, trataré de explicarla lo mejor que pueda con algunos ejemplos.
Es importante para esto comprender que no es el contenido, sino la forma psicológica de relacionarse con un concepto lo que determina que tal sea un prejuicio.
Uno puede perfectamente saltar de una opinión a su opuesta creyendo que de esta manera se liberó de un prejuicio y, en realidad, no haber hecho ningún cambio psicológico relevante.

Primero voy a dar unos ejemplos gramaticales simples que, si bien posiblemente no convenzan a nadie, me servirán como aproximación más o menos superficial a la idea.
Tomemos, como ejemplo, dos prejuicios simétricos y complementarios escuchados ambos, al menos por mi, varias veces:

1) “Todos los homosexuales son depravados”
2) “Todos los homosexuales son buena gente”

El contenido es claramente diferente (opuesto) pero lo que lo hace un prejuicio (además de las emociones que puedan cada uno tener asociadas) es la generalización de poner a todos los miembros de determinado colectivo un calificativo general.

Otro ejemplo:

1) “Todos los pobres son ladrones”
2) ”Todos los ricos son ladrones”

Acá el prejuicio es claramente el mismo, pero aplicado a distintos grupos de personas (de los que presuntamente no participará el que emite el prejuicio).
En un caso el “contenido” será “los pobres” y en otro “los ricos” pero el prejuicio (justamente por su forma) es exactamente el mismo.

Pero éstos, como dije, son ejemplos muy superficiales.
Lo importante de la cuestión es que, una persona disociada, puede creer que con cambiar el contenido de su prejuicio (o de algo que le dijeron que lo es) por el contenido contrario ya se liberó del prejuicio. En realidad, nada más lejos de la realidad.

  • Hay personas que creen que la única causa del prejuicio es el miedo. Y en vista a esto desarrollaron infinidad de prejuicios contra el miedo.
  • Hay otros que piensan que los prejuicios tienen que ver con alguna culpa. Y en vista a esto desarrollaron prejuicios contra todo concepto de culpa.
  • Un obsesivo, puede creer que superó su obsesión por librarse de “opiniones absolutistas” cuando en realidad se convirtió en alguien “obsesivamente relativista”.

Está asociado al concepto de prejuicio el de “opiniones fijas”. De esto se genera el prejuicio que impulsa a no fijar ninguna opinión.
En resumen, este rebotar de un extremo al otro no lleva en realidad a ninguna parte sana.

Dijimos, por ejemplo, que un prejuicio es estar seguro de lo que no se sabe.
Pero ante tal afirmación (que por supuesto comparto), me veo obligado a citar también el prejuicio opuesto:
Sentirse obligado a no estar seguro de nada.
Traducido, sería estar seguro de que de nada se puede estar seguro.
Hay en la actualidad, también, un prejuicio acerca del prejuicio.
¿Cómo funciona esto?
El miedo a ser “tachado de prejuicioso” opera en la persona de forma negativa obligándole a permanecer en la indeterminación. Es decir, no se atreve a formular ninguna opinión personal acerca de nada ni nadie. O cree que lo más inteligente que puede decir acerca de cualquier afirmación de otro es “depende” o “es relativo”. Pero si uno le pregunta “de qué depende” o “relativo a qué”, no tiene la menor idea. Sólo lo usa de muletilla para librarse de la responsabilidad de tomar posición.
Si su motivación es “ser aceptado” tenderá a mimetizarse con las opiniones del grupo en el que eventualmente participe. Llegando a veces al extremo de expresar opiniones diferentes alternativamente, si participa de varios grupos.
Si, por el contrario, su motivación es diferenciarse, hará lo opuesto. Argumentará sistemáticamente en contra de las opiniones mayoritarias del grupo en el cual se encuentre. Posiblemente también luego se queje amargamente de que ningún grupo lo acepte y lo atribuirá a que son todos “estúpidos y prejuiciosos”.
Ni uno ni otro reconocerá que lo que lo motiva es un meta-prejuicio (un prejuicio acerca de los prejuicios).

Para no extenderme mucho sobre el tema, remito al lector a otras notas relacionadas:


Creo que en la dialéctica entre estos dos extremos (pero sin tirarse a descansar en ninguno de ambos) es que sucede, en verdad, el pensamiento.
De esta dialéctica (sus beneficios y sus riesgos) es de lo que voy a intentar hablar en lo que sigue.
Entre estos “pares de extremos” hay algunos bastante significativos sobre los que me gustaría pensar (algunos pares se oponen por la forma y otros por el contenido):

  1.  Prejuicio de amor y Prejuicio de odio.
  2.  Prejuicio de exclusión y Prejuicio de inclusión.
  3.  Prejuicio de conservación y Prejuicio de cambio.
  4.  Prejuicio de solidez y Prejuicio de liquidez.
  5.  Prejuicio dicotómico y Prejuicio antidicotómico.


Prejuicio de amor y Prejuicio de odio.

Dice Allport que dice Spinoza:

<<El prejuicio de amor consiste en sentir por alguien, a causa del amor, más de lo que es justo sentir>>.<<El prejuicio de odio consiste en sentir por alguien, a causa del odio, menos de lo que es justo sentir>>.
En su libro, cita infinidad de ejemplos que demuestran cómo, ante un mismo hecho observado, tendemos a atribuir “buenas intenciones” a alguien de nuestro grupo y “malas intenciones” a alguien de “los otros”.
Algunos podrían pensar que entonces el prejuicio de amor es preferible al de odio.

La cuestión es que justamente por el prejuicio de amor es que siempre nos terminan cojiendo.

Estamos tan paranoicamente atentos a “las mentiras del enemigo” que terminamos comprando buzones a los supuestos amigos.

El prejuicio de odio suele caer en el heurístico de creer que, toda opinión contraria a la nuestra, es un prejuicio.
Un síntoma interesante de observar es que, cuando discutimos desde opiniones sobreinvestidas emocionalmente como prejuicio, nuestra respuesta, en lugar de argumentar sobre la idea, tenderá a resbalar al llamado “argumento ad hominem” (tratar de descalificar a la persona). Y, aunque no lo hagamos, tendremos ese sentimiento interno.
Mientras que si la persona coincide en sus opiniones con nuestro prejuicio, nos parecerá inteligente sensata y hasta sabia.
Esto apunta también a que lo que el prejuicio sostiene, entre otras cosas, es un sentimiento de identidad por pertenencia.
Yo “soy” (bueno, inteligente, despierto, etc) porque “soy parte” de este “nosotros” que me legitima como persona (imaginariamente, claro).

Prejuicio de exclusión y Prejuicio de inclusión.

En líneas generales se podría decir que los prejuicios de exclusión son socialmente más graves que los de inclusión.
Los prejuicios de exclusión suelen negar la igualdad de dignidad de todos los seres humanos. Pretenden catalogar dignidades en función de cualquier variable elegida arbitrariamente.
Pero los prejuicios de inclusión tienden a desconocer las características idiosincráticas individuales en función de una supuesta aceptación del mismo colectivo que antes se discriminaba.
Si los prejuicios de exclusión consisten en una demonización de las diferencias, los de inclusión consisten en una negación de las mismas. O, a veces, una idealización.

Volviendo a tomar un ejemplo ya dado, un “prejuicio de exclusión” sería:
“Todos los homosexuales son depravados”
Y un prejuicio de inclusión:
“Todos los homosexuales son buena gente”

Está claro que, dado un individuo que sólo puede pensar por totalidades, el segundo es menos trágico que el primero (al menos no va a estar queriendo echar personas de la sociedad), pero esto no niega que lo segundo siga siendo un prejuicio.

Un ejemplo claro (creo) de los “prejuicios de inclusión” es el de la llamada “discriminación positiva”.
Darle a cualquier miembro de una minoría (incluso a un discapacitado) más oportunidades que a otros (en el caso de los discapacitados en áreas que nada tengan que ver con su discapacidad) o incluso consentirle caprichos o malos tratos sigue siendo una forma de prejuicio activo.
Esto denota que no se está mirando a la persona particular sino que se está obrando desde el prejuicio, pero sobrecompensando en la propia conducta de una manera reactiva.

Otra vez, dado un idiota que no puede discernir, es preferible que integre (indiscriminadamente) a que excluya (discriminatoriamente). 
Lo importante de ver es que esa conducta no lo hace menos idiota.

Prejuicio de conservación y Prejuicio de cambio.

Existen tanto prejuicios conservadores como prejuicios progresistas. Quien no vea alguno de los dos tipos quizás tenga un prejuicio acerca de qué cosa es un prejuicio.

Los prejuicios conservadores están, por lo general, construidos sobre algunos de los siguientes axiomas:
  • ·         Todo tiempo pasado fue mejor.
  • ·         Más vale malo conocido que bueno por conocer.
  • ·         Todo cambio implica un riesgo inaceptable.
  • ·         Siempre se hizo así (como prueba de eficacia).
  • ·         Más vale prevenir que curar.
  • ·         Si está “instituido” es prueba de que es bueno.
  • ·         Idealización extremista del orden.


Los prejuicios progresistas se sostienen en los axiomas simétricamente opuestos:

  • ·         Todo tiempo pasado fue peor.
  • ·         La historia “avanza” (mejora) inexorablemente.
  • ·         Lo nuevo es siempre mejor que lo viejo.
  • ·         Todo cambio es bueno por el sólo hecho de ser cambio.
  • ·         Si está “instituido” es prueba de que es malo.
  • ·         Idealización extremista del caos.


Tengo que decir en este punto que la caracterización de Allport del pensamiento de una persona prejuiciosa es, en mi opinión, un tanto prejuiciosa. Tiende a tachar de “prejuicio” a una cantidad de opiniones sólo por ser contrarias a las propias.
Por más que considero muy loable su intención de diluir algunos contenidos prejuiciosos muy graves en su tiempo, como los prejuicios de discriminación (sobre todo racial), pierde en ese trámite, a mi entender, algunas características esenciales de la dinámica psicológica del prejuicio que no tienen nada que ver con el contenido al que se suscriba.
Confunde, en este punto, el contenido con la forma.
Su toma de posición “progresista” sólo le permite identificar como prejuicio los prejuicios conservadores (que de hecho son totalmente ciertos) pero parece volverse ciego ante la posibilidad de que haya también prejuicios progresistas.

Hay tanto prejuicio hoy contra “lo conservador” como en otra época lo hubo contra “el cambio”. Así, si alguien se atreve a decir tímidamente que hay algunos aspectos de la cultura que sería conveniente “conservar”, se lo tacha inmediatamente de fachista, autoritario, retrógrado, etc.

Cuando la emoción prejuiciosa se apodera de cierta opinión de una persona, no importa lo sensata o racional que sea en otros aspectos de su vida.
Por lo general verá a cualquiera que intente poner “peros” a esa opinión como malvado o necio o estupido o ignorante.
Quizás, si su prejuicio es de sesgo conservador, agregará epítetos del tipo “anarquista”, “desestabilizador”, “libertino”, “perverso”... Mientras que si su prejuicio es de sesgo progresista agregará otros tales como “retrógrado”, “fachista”, “autoritario”, “represor”...



Prejuicio de solidez y Prejuicio de liquidez.

Ante todo es importante recalcar que las siguiente consideraciones son posibles después de casi 70 años de que Allport realizara su teoría, a la luz de hechos psicológicos sociales que era imposible que él se pudiera siquiera imaginar. Los tiempos de Allport son relativamente sólidos en comparación con los nuestros.

Características tradicionales
(según Allport – p. 431)
de las personas prejuiciosas.
Supuestas causas de
Prejuicios “sólidos”.
Características posmodernas
(según mi opinión)
de la nueva “prejuiciosidad”.
Supuestas causas de
Prejuicios “líquidos”.


Ambivalencia hacia los padres
Ausencia de “rol paterno”
Rigorismo moral
Relativismo ético
Dicotomización
Indeterminación / irresponsabilidad
Necesidad de definición
Fobia a lo normativo
Externalización del conflicto
(error de atribución externa)
Omnipotencia narcisista
(error de atribución interna)
Institucionalismo
Fobia a “lo instituido”
Autoritarismo
Anarquismo (fobia a lo jerárquico)

No voy a extenderme sobre los "prejuicios sólidos" porque son ampliamente conocidos.

Desde una perspectiva psicoanalítica, se podría decir que, si en los “tiempos sólidos” la formación de prejuicios estaba posibilitada sobre todo por demanda del “superyó” (en el sentido en que Freud lo pensó), los tiempos líquidos parecen privilegiar la formación de prejuicios a partir de demandas del “ello”.
Paradójicamente es como si se hubiera elevado al ello (y su “principio del placer”) a la categoría de Ideal del yo (categoría, supuestamente, representada por el superyó).
Supuestamente, un “mandato superyoico” es algo “impuesto por la cultura” como un bien a alcanzar. Los mandatos de la cultura consumista son por lo general del tipo “hacé lo que sientas”, “viví el momento”, “sólo hazlo” (just do it), “hacele caso a tu sed”, “sé fiel a tu deseo”, “no te arrepientas de nada”, en definitiva “sé irresponsable” (comprá hoy, mañana verás cómo pagarlo).
Es decir, el “mandato consumista” consiste en hipotecar el futuro para disfrutar del presente.
De esta manera, multitud de persona comenzaron a “sentirse culpables por no disfrutar lo suficiente”. O a arrepentirse de haber hecho lo correcto.
Evidentemente, la capacidad humana para arruinarse la vida no tiene límites previsibles.
Si los prejuicios sólidos tienen un sustrato de “fobia a lo indeterminado”, los prejuicios líquidos, por el contrario, parecen encarnar la opuesta “fobia a lo determinado”.
¿Pero qué pasa en el psiquismo cuando la norma imperante es que “es malo tener normas”?
El resultado es que las personas comienzan a percibir como “intolerancia” todo lo normativo de la cultura. Con lo cual su supuesta tolerancia no es más que una expresión del prejuicio de intolerancia a lo normativo.
Como espero que se vea, la característica fundamental del prejuicio de “pensar en absolutos” sigue presente en el prejuicioso líquido al experimentar una reacción cognitiva de “saltar al otro extremo” de lo que alguien le dijo alguna vez que “era causa de prejuicio”. Hay en esta actitud, la misma negación fóbica que se detectó originalmente en los prejuicios sólidos.

Prejuicio dicotómico y Prejuicio antidicotómico.

Se podría caracterizar al prejuicio dicotómico como el que posee aquel que afirma que sólo hay blanco y negro. No existen los grises. Los matices son algo que le es imposible soportar porque no pueden poner las cosas en un casillero absoluto e inamovible.
Mientras que el prejuicio antidicotómico lo encarna aquél que, habiendo escuchado que lo anterior es un prejuicio, salta al extremo contrario (dicotómicamente) de afirmar que no existe tal cosa como el blanco y el negro, sólo existen los grises (perdiendo de vista, por supuesto, el detalle de que para hacer gris se necesitan inevitablemente el blanco y el negro, aunque nunca se encuentren puros en la realidad).
Cae en definitiva en algo que se podría llamar “antidicotomización dicotómica”.
Recalco, por las dudas, que no estoy diciendo que no exista tal cosa como el “pensamiento binario” (o dicotómico). En realidad, todo lo contrario. Es una de las características fundamentales formadoras de prejuicio. Es lo que hace que agrupemos el mundo en “nosotros los buenos” y “ellos los malos”.
Pero cuando uno asume este “mandato antibinario” de una manera superficial (y, por lo tanto, prejuciosa) lo único que logra es caer en una especie de vacuidad mental.
El prejuicio relativista (“todo es no-absoluto”) es una totalización contradictoria tan absurda, que supone tal capitulación del pensamiento, que no puede más que sumir al que lo lleva al extremo en la depresión o la desesperación.
Que no produzca este efecto, lo que indica es que la disociación del que lo dice le permite afirmar que todo es relativo pero conducirse en la vida como si no lo fuera.

El prejuicio "antidicotómico" reacciona viceralmente ante palabras como "bueno", "malo", "verdadero", "falso" (o cualquier otro par de opuestos) acusando a quien las usa de dicotómico sin pararse a mirar lo que está diciendo.

Inconclusiones.

Hay, entre el prejuicio y la neurosis, una relación recursiva.
La neurosis produce prejuicios y los prejuicios la alimentan.

Allport señala (p. 531):

<<En realidad puede esperarse que, siempre que el prejuicio, de cualquier índole que sea, se intercepta con una neurosis, la cura de la neurosis habrá de redundar en una reducción del prejuicio.>>

Yo no sé si vino primero el huevo o la gallina. Quizás sea una cuestión de gustos el hecho de que lo genético no convoque tanto mi interés como lo descriptivo. O quizás porque tiendo a suponer que los “por qué” solucionan menos las cosas que los “cómo” y los “para qué”. Pero, a los efectos prácticos, prefiero decir que trabajar sobre los propios prejuicios (y sus emociones asociadas) es un método beneficioso para tratar la propia neurosis.

Pero “trabajar sobre los propios prejuicios” no significa trabajar sobre los contenidos racionales de los mismos, sino sobre las emociones asociadas.

Allport, desde una perspectiva psicoanalítica, adjudica la causa de la escisión neurótica a la represión.
Es mi opinión, como ya vengo diciendo en otros artículos, que dadas las evidencias de la cultura actual (que pasó del victorianismo al hedonismo, de la solidez a la liquidez) no se puede seguir sosteniendo que la represión (sobre todo la represión sexual) sea la causa de la disociación.
Hoy parecería que (al contrario de la época victoriana) hay una especie de invasión masiva del principio del placer en la conciencia (desplazando de la misma al principio de realidad).
Y eso no parece haber disminuido en nada los procesos de racionalización y negación que (en la teoría original freudiana) se atribuían causalmente a la represión.
Este subjetivismo radical no parece haber hecho nada en favor de la integración psíquica de las personas.
Lo que aparentemente produce es un tipo de personalidad que parece pretender negar la realidad en favor de elevar a ley el propio capricho, pero sin disminuir en nada la racionalización disociativa sino con la preservación de una total inconciencia de las propias motivaciones profundas.
Como, por más que me esfuerce, mis caprichos suelen no tener la fuerza de legislar sobre la realidad, lo que se produce es un estado de insatisfacción permanente que viene a ser el núcleo de mi adhesión a determinada ideología.
Y, como el capricho frustrado atribuye sistemáticamente la causa de su frustración a algún otro, el otro imaginario deviene el enemigo malvado que no me permite “ser feliz”.
Por las dudas aclaro que este razonamiento no significa ninguna vindicación de la represión sexual. Sólo una indicación descriptiva de que, de nuevo, rebotar de un extremo al otro en las “posiciones subjetivas”, no parece reportar ningún beneficio apreciable en función de la autoconciencia.

La mayoría de nuestras opiniones acerca del mundo (por no decir todas) está determinada por cuestiones de gusto y disgusto, placer y displacer, deseo, amor, odio y miedo.

Sentir es prerrequisito para opinar.

Por eso, es el trabajo con nuestras emociones lo que nos humaniza progresivamente y nos puede aportar una relativa “sabiduría” a la hora de opinar... e incluso (más importante) de actuar.
Consentir (e incluso alimentar) emociones negativas (resentimiento, odio, etc.) es lo que nos condiciona para desarrollar opiniones prejuiciosas.
También, el optimismo no realista puede ser causa de lo mismo.

Concluye Allport (p. 531):

<<Teóricamente , quizás el mejor de todos los métodos para cambiar actitudes consista en la psicoterapia individual porque, como hemos visto, el prejuicio suele estar insertado en el funcionamiento de la personalidad entera>>.
<<Casi cualquier tipo de entrevista prolongada con una persona, tendiendo a sus problemas personales, tiende a descubrir todas las hostilidades de importancia . Al hablar de ellas, el paciente suele adquirir una, nueva perspectiva. Y si en el curso del tratamiento descubre una forma de vida en general mas saludable y constructiva, su prejuicio puede desaparecer>>. 

La salvedad que yo haría es que, considerando a la estructura prejuiciosa tan relevante en el sostenimiento de la neurosis, la terapia de grupo aporta muchas más ventajas que la individual en este aspecto.
Entre otras cosas, porque pone al consultante en contacto con más variedad de puntos de vista (y más facilidad de ver el funcionamiento de los prejuicios en los otros para poder luego reflexionar sobre los propios) como porque esta misma dinámica lo previene también  de caer presa de los “prejuicios del terapeuta” por el mecanismo de sugestión por transferencia.
También, por los efectos que opera sobre la tolerancia de los participantes la norma de toda terapia de grupo de tratar de comprender los motivos por los que los otros opinan aunque uno no acuerde (ni tenga porqué acordar) con la opinión en sí.

La vida (incluso la vida psíquica) es una organización dinámica. Un fenómeno en el cual tanto el cambio como la estabilidad colaboran sinérgicamente.
Por esta razón, tanto la estructuración estática como la disolución caótica son percibidas (en un nivel instintivo inconciente) como agresiones.
La disociación extremista, ante esta doble amenaza, no ve otro camino que demonizar a una e identificarse fanáticamente con la otra.
Mientras nos agrupemos sólo con “los similares” (los que idealizan y demonizan lo mismo que nosotros) lo único que haremos será agravar el síntoma.
Por eso los prejuicios no se disuelven en soledad sino a través de los vínculos.
Hoy a veces pareciera que preferimos conservar nuestros prejuicios que nuestras relaciones.
Por eso me parece que la dirección de la cura estaría por el lado de empatizar (o intentar sentir algún afecto) por aquéllos en los que percibimos prejuicios contrarios a los propios.

 “Amar al enemigo” dijo cierto individuo hace ya casi dos mil años.
Es cierto. Sus enemigos lo mataron.
Pero ¿por qué será que, pasado tanto tiempo, no aprendimos nada?

En fin.
Espero que toda esta parrafada sea de ayuda para alguien.
No dudo que el lector atento habrá detectado, también, los prejuicios míos que, como tales, son invisibles para mí.
Agradeceré, por lo tanto, a quien tenga la paciencia de comunicármelos.



Apéndice

Algunos heurísticos interesantes:
  • ·         Sobregeneralización: sacar conclusiones universales a partir de pocos ejemplos conocidos. “Todos los pobres son vagos”. “Todos los ricos son estafadores”. “Todos los políticos son corruptos”.
  • ·         Sesgo de confirmación: sólo prestamos atención a las evidencias que prueben nuestra opinión previa.
  • ·         Efecto Halo: de una característica sobresaliente (positiva o negativa) de una persona, deducir la totalidad de la valoración de la misma. Si es “linda”, debe ser buena. Si está bien vestida debe ser confiable. Y viceversa.
  • ·         Sesgo de confiabilidad: cuanto más asertivamente nos dicen algo más cierto nos parece. “Si lo dice tan seguro debe tener pruebas”.  O, si tiene signos exteriores de “autoridad” debe tenerla. “Si lleva un guardapolvo blanco y un estetoscopio colgado del cuello debe saber medicina”.
  • ·         Efecto de arrastre (o ilusión mayoritaria): Consiste en creer que, cuantas más personas opinan de un modo, más cierto eso debe ser. “Es verdad. Cualquiera te lo puede decir”.
  • ·         Sesgo de proyección: suponer que “lo normal” es ver las cosas de la misma forma que nosotros las vemos, si alguien opina distinto tiene algún problema mental o psicológico... o es una mala persona.
  • ·         Efecto Keinshorm (juzgar el mensaje por el mensajero): estar en desacuerdo con todo lo que opine aquél que “nos cae mal” y en acuerdo con lo que diga el que “nos cae bien”. También, “si lo dice el del partido opositor al nuestro, seguro que está equivocado o tiene malas intenciones”.
  • ·         Ilusión de frecuencia: suponer que las cosas a las que estamos más sensibilizados pasan más veces y las que no nos interesan no pasan casi nunca. Cuando una mujer está embarazada ve por la calle más embarazadas que cuando no lo está. Cuando uno se compró zapatos nuevos mira más los zapatos de los otros.
  • ·         Error fundamental de atribución (externa o interna): consiste en atribuir sesgadamente intencionalidad (a los demás o a uno mismo) para justificar o condenar determinadas acciones. Tiene mucho que ver también con el siguiente:
  • ·         Error de locus de control: suponer tener un control personal sobre cosas completamente ajenas a nosotros (el estado del clima, por ejemplo)  o suponer que están fuera de nuestro control cosas que verdaderamente podrían estarlo (nuestros impulsos o emociones, por ejemplo). 


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