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PSICOLOGÍA DEL BIEN (o Terapia centrada en valores)




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«hacia los males nadie se dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree son males, en lugar de ir hacia los bienes»
Platón. Protágoras. 358d-e

“los conocerán por sus frutos”
Mateo 7:20


A Roberto Bescós (monse), in memoriam



Así como en muchos otros artículos supuse de antemano que iba a despertar indignaciones varias, preveo ahora que se me acusará de una gran ingenuidad al postular que hay algo que pueda ser considerado “objetivamente” como “bueno”.
Pido paciencia, no obstante, por el rodeo que voy a dar para llegar a eso.
....
Imagínese la siguiente escena:
Un chico jugando con su juguete preferido en un patio o jardín junto a una verja decorativa.
Es importante visualizar correctamente esa verja que, a pesar de estar en el medio del patio, no divide nada.
Está ahí sólo con fines estéticos.
Se puede pasar al otro lado de la misma dando un breve rodeo ya que no mide más de dos metros de ancho y el patio o jardín se extiende más allá en ambas direcciones.
Supongamos que ahora el chico, que está jugando contra esa verja, tira su amado juguete al otro lado de la misma. Y automáticamente empieza a reclamar porque no lo alcanza.
Supongamos que usted está en el mismo patio.
¿Qué haría?
...

Piénselo un minuto.
Pero, antes de responder, lea este interesante experimento de unos psicólogos de la Gestalt.

Se pone a un perro junto a un alambrado.
Al otro lado del mismo se coloca un apetitoso trozo de carne.
Luego de intentar infructuosamente por largo rato atravesar el alambrado, el perro se retira abatido y frustrado.
Luego de alejarse unos pasos, echa una mirada a la presa perdida y entonces advierte que el alambrado está abierto por un costado y regresa, dando un rodeo a buscar la carne.

La “enseñanza” que se extrae de este experimento es que, sólo al tomar distancia de los problemas, se tiene una adecuada perspectiva para solucionarlos.
....

Pero ahora la cuestión no sería qué va a hacer el pibe sino el adulto que lo acompaña.
Algunas de las actitudes podrían ser:

1) Alternativa “laissez faire”: dejar que llore y patalee hasta que lo resuelva solo... o se joda.
2) Alternativa “consentidora”: alcanzarle el juguete cada vez que lo tira al otro lado de la reja.
3) Alternativa “conductista”: tomarlo de la mano y llevarlo al otro lado de la reja para que “se aprenda el camino” (como una rata con su laberinto).
4) Alternativa “gestáltica”: alejarlo de la reja (como hizo por su cuenta el perro) para que por sus propios medios (pero con asistencia vicaria) comprenda la solución al problema.
5) Alternativa “kleiniana”: decirle que se está "cogiendo a su madre" (o recreando la “escena primaria”) cada vez que pasa el juguete a través de la reja (y si tiene pesadillas que de grande las resuelva con su psicoanalista).

Hay, por supuesto, otras alternativas. Como darle un palo para que alcance el juguete a través de la reja, o atarle el juguete a la muñeca con un hilo, para que pueda arrastrarlo de regreso (a la manera del juego freudiano del fort-da) . Hablando de palos, otra alternativa es dárselo por la cabeza cada vez que tira el juguete (refuerzo negativo, que le dicen). Pero si usted piensa que esta última es la mejor, quizás tenga más dificultades para comprender lo que sigue.
Y seguramente habrá infinidad de otras que se le ocurrirán al lector creativo.
Pero a los efectos del argumento me conformo con las citadas.

Salvo en la opción (1) del tipo “desinterés” (que el adulto podrá justificar diciendo que es para que el pibe aprenda a resolver sus problemas por sí mismo) y la opción (5), que ni merece ser tenida en cuenta por perversa, las otras tres, son intervenciones de “ayuda” que presuponen que el adulto tiene una percepción “superior” a la del niño, del problema y su solución.
Implícitamente, en cada actitud, también habría en juego una “concepción de persona” (o, a lo sumo, de “niño”), quizás inconciente, quizás no, pero que nos llevaría muy lejos del tema profundizar.
Presupone también otro montón de cosas. Como, por ejemplo, que el adulto considera que “es bueno” para el chico seguir haciendo lo que quiere hacer (jugar con su juguete).
Obviamente, también lo podría hacer para que el chico no lo moleste más. Pero dejemos esa posibilidad afuera por el momento. Ya que, en mi opinión (y ésta es una de las cuestiones centrales de este artículo), un adulto “sano” tendería a privilegiar las necesidades del chico por sobre la propia comodidad.
Pero todavía no llegamos a eso.
No nos olvidemos de que tenemos al pibe llorando junto a la verja.

En la opción (2) el “bien” percibido por el adulto se reduce a que el chico recobre el juguete.
Mientras que en las opciones (3) y (4) se atiende a un bien mayor que es que el chico aprenda a resolver el problema por sí mismo.
Es decir, que adquiera una nueva autonomía.
También me parece interesante resaltar que en las opciones (2) y (3) (tanto como en las “soluciones” del palo y del hilo) el pibe sigue pegado a la verja.
Creo que no hace falta insistir en que esta característica de “estar pegado a la verja” es una de las causas más frecuentes de nuestros problemas en la vida (tal como lo recalcaban los psicólogos gestálticos en su experimento).

Esto me recuerda también el conocido cuento del elefante adulto que permanece atado a una pequeña estaca (que fácilmente podría arrancar de un tirón si se lo propusiera) pero que no lo intenta porque de cachorro trató por todos sus medios de zafarse de la misma y un aciago día llegó a la conclusión definitiva de que era inamovible.

¿Pero qué tiene que ver todo esto con el título del artículo?
Tanto en la metáfora de la estaca para el elefante, como en la de la verja para el pibe, podemos ver “metáforas del mal” (concebido éste como “lo que limita nuestra libertad”).
Y la figura del adulto (en caso de la verja) representaría aquí a aquél que tiene un panorama más claro y objetivo del problema y es, por lo tanto, capaz de aportar una solución.
En la vida real, entre adultos, estos papeles pueden ser fácilmente intercambiables. Ya que, por lo general, afrontamos nuestros propios problemas como quien está “pegado a la verja” pero podemos ser capaces de ver los problemas de otros con una mejor perspectiva.
Pero la metáfora de la verja, en realidad, da para más, porque también todos, en mayor o menor medida, “llevamos puesta” una verja en nuestro aparato cognitivo. Con esa verja (o grilla o cuadrícula) interpretamos el mundo.

Cabe desde ya aclarar además que mi opinión es que no todas las verjas son iguales. Hay alguna que tienen “más fierro que agujero”, por decirlo de algún modo. Es decir, casi prácticamente impiden ver lo que hay del otro lado. Al punto de que, quien la porta, cree que la realidad es la verja misma.
O sea (y aquí más de un relativista me abandonará) hay verjas mejores que otras.
Y, lo que me interesa en esta nota, es la “verja” ética o moral.
En otras palabras, nuestra escala de valores.

Quien esté irremediablemente convencido de que su escala de valores no tiene nada que ver con su libertad (e, incluso, con su felicidad) quizás ya pueda ir dejando de leer, porque probablemente nada de lo que diga a continuación le servirá.

Es más, para espantar a otros tantos voy a afirmar que los valores éticos de un individuo están en completa correlación con su salud mental.

Y que estos valores no son electivos subjetivamente, son absolutamente objetivos y los mismos para todo ser humano sobre la tierra.

Tomá, perdí con esto la mitad de la audiencia.
Pero bueno.
Quizás aún queda algún curioso por ver los disparates que estoy por afirmar.
Así que sigo.

Llegado a este punto se abren varias líneas argumentativas que, si bien sería esperable que en algún punto confluyeran, me pone la situación de no saber muy bien cómo ordenarlas.
Así que voy a empezar por enumerarlas para mayor claridad expositiva (y así el lector podrá decidir si está interesado en leer los argumentos acerca de dichas hipótesis) y, de paso, quizás sirvan para mi propio ordenamiento mental.

  1.  Todos buscamos el bien... según lo entendemos
  2.  Ese bien no es relativo. Es el mismo para todos los seres humanos.
  3.  “Normal” no significa “bueno”.
  4.  “Bueno” significa “sano”.
  5.  La terapia centrada en valores
  6.  El rol del terapeuta.
  7.  La dirección de la cura.



En fin. Empecemos...

1.a Todos buscamos el bien...

¿Qué significa que “todos buscamos el bien”?
El concepto socrático citado, puede parecer a algunos una petición de principio o una falacia de apelación a la autoridad (en este caso, Sócrates).
“Eso es mirar la realidad humana a través de la verja socrática”, se podrá argumentar.
La cuestión es que el que no lo ve así sólo lo está mirando a través de otra verja. Una, por ejemplo, muy difundida, es la verja hobbesiana. La que afirma que todo ser humano lo que principalmente busca es la satisfacción de su propio egoísmo.
Otra tercera posibilidad sería la verja rousseauniana “todos somos buenos por naturaleza y la sociedad nos pervierte”.
Como esta discusión ya lleva siglos sin lograr ningún acuerdo, no voy a ser tan pretencioso de querer resolverla acá.
Cabe aclarar, no obstante, que cualquier mirada descriptiva (fenomenológica) de una persona adulta en el presente (prescidiendo de toda teorización genética -onto y filo-) está obligada a reconocer que todos tenemos ambas mociones: “malas” y “buenas” (egoístas y altruístas, mezquinas y generosas) aunque en distintas proporciones.
Quien no vea esto, incluso en sí mismo, indicaría, en mi opinión, que está cegado por alguna verja (ya sea rousseauniana, hobbesiana, o cualquier otra).

El mismo Nietzsche en su afán de probar que “no existen hechos, existen interpretaciones” acaba (quizás sin querer) dando con una definición ontológica del ser humano como “animal que valora”.
Y valorar, en definitiva, no es otra cosa que buscar lo bueno.
Claro, no es raro que hoy, por el lavado de cerebro del mercantilismo, asociemos “valorar” con “poner un precio”.
Así quizás, en lo primero que pensemos cuando se nos habla de valorar o valuar, sea en un inmueble o en una joya. Es decir, en una cosa.
La distorsión cuantitativa operada en nuestra cognición por el mercantilismo hace que asociemos “valorar” con lo barato y lo caro.
Incluso hay personas que son incapaces de decir que algo es bueno o malo si no conocen su precio.
Por eso Morin se resiste a usar el término “valores” para referirse a lo ético.  Porque considera que “valor” es siempre un “bien de cambio”. Algo que se usa para negociar.
Así, por el hecho de relacionar inconcientemente todo valor con el “mercado de valores” tendemos a concebir todo acto bueno como un mero bien de intercambio.
Nunca mejor expresado en la frase “hoy por ti, mañana por mí”.
Es mi opinión que quien ve todo acto bondadoso desde esta “perspectiva mercantilista”  se volvió ciego a la “ganancia intrínseca” que reporta per se el acto desinteresado, en sentido de sanación psíquica.
Y esa misma “ceguera”, al esperar retribución proporcional del otro a los propios actos buenos, tiene, además, el efecto adverso de imposibilitar la sanación psíquica.
Sanación, dicho sea de paso, que además inmuniza contra los efectos lesivos que, de lo contrario, producen todas las actitudes desagradecidas de aquél al que (según nosotros) beneficiamos.

El imperativo de “no valorar” (expresado a veces como “no juzgar” los actos del prójimo) es en sí paradójico, porque supone la valoración previa (de un acto propio o ajeno) de que “valorar es malo”.
En mi opinión, de ninguna forma el ser humano puede eximirse de la valoración sin enfermarse.
Es bien sabido que uno de los signos más patognomónicos de la depresión es que todo le da igual (es decir “nada para él tiene valor”).
El depresivo, para sanarse, necesita recuperar justamente, su capacidad de valorar.
Es necesario acá hacer otra salvedad.
Platón razona que, si buscamos algo, es justamente porque nos falta.
Esto, con relación al bien, parecería estar validando la hipótesis de Hobbes: el hombre busca el bien justamente porque es “malo” (carece de él).
En mi opinión, el error es plantearlo en términos absolutos. Ya que tampoco nadie puede buscar algo que no sabe que existe. Y, para saber que existe, tiene que haberlo reconocido en alguna parte, incluso en sí mismo.
El hecho de poder reconocerlo, implica que, en parte, ya lo poseemos, aunque sea incompleto o defectuoso.

La inclinación hacia el bien es ya un bien en sí.


1.b ...según cada cual lo entiende.

Desde un punto de vista psicológico descriptivo podemos decir que todas las personas (salvo, quizás, algunos psicópatas y otras seriamente “enfermas”) tienen la necesidad de verse a sí mismas como buenas personas.

Esta “moción” está fuera, en principio, de todo relativismo cultural o de cualquier otro tipo.
Cada vez que alguien está defendiendo determinada visión del mundo, está, implícitamente defendiendo “el bien” tal como él lo entiende.
Es importante comprender (justamente por esta misma “necesidad” –que analizaremos luego- de volvernos mejores personas) que todo aquél que defiende algo diferente de lo que nosotros defendemos está entendiendo que “eso” es el bien.
Por otro lado, cabe resaltar que entre la “verja socrática” y la “verja rouseauniana” hay una importante diferencia.

Es muy distinto decir que alguien es bueno a decir que alguien busca el bien.

Y más aún si agregamos que busca el bien “según él lo entiende”.
Implícito en esto está, pero por las dudas cabe aclararlo, que cualquier cosa se puede entender correcta o incorrectamente.
La definición de fobia es, por ejemplo, la perturbación de alguien que percibe como amenazante algo que intrínsecamente no lo es.
Todos nos podemos equivocar.

Lo que Beck bautizó como distorsiones cognitivas son, justamente, estas incapacidades para percibir con claridad lo que está sucediendo (afuera y en nosotros mismos).
Todos, por lo tanto, podemos aprender a discernir con mayor precisión la realidad.
Volviendo entonces  a la definición socrática, cabe afirmar que quien no hace el bien, no obra por maldad sino por ignorancia... o, agregamos desde la psicología, por “enfermedad”.

Hay una especie de “error de asimilación” muy frecuente, que hace que cuando nos identificamos demasiado con una “causa” que consideramos “buena”, saltemos arbitrariamente a la conclusión que, por eso, nosotros mismos “somos buenos”.
Y alguien que se considera a sí mismo bueno, frecuentemente, por confundir sus fines con su propia “identidad”, cae frecuentemente en el engaño de creer que “el fin justifica los medios”. Con este razonamiento, se habilita a sí mismo a “hacer el mal” en vista de ciertos “fines” (que no dejan de ser “imaginarios”). Fines que, a la larga, cree, van a “justificarlo”.
A partir de esto, se pueden decir un par de cosas bastante generales que son importantes para tener en cuenta.

  • Quien se cree bueno, se está engañando a sí mismo. Está haciendo, muy probablemente, una lectura selectiva de sus propios actos.
  • No por decirse a sí mismo repetidas veces “soy bueno” uno se vuelve bueno. Eso, a lo sumo, es una autohipnosis que sólo nos sugestiona, impidiendo que nos veamos a nosotros mismos.
  • No por convencer a los demás de que somos buenos, nos volvemos buenos. Es muy probable, además, que no engañemos verdaderamente a nadie, salvo a nosotros mismos.
  • Cuando realizamos actos buenos “para la tribuna” (es decir, con el propósito de convencer a otros de que somos buenos) lo más probable es que logremos frustración y resentimiento. Es muy posible que no consigamos ese “aplauso” o reconocimiento que estamos persiguiendo, ya que la gente no está orientada, por lo general, a valorar mucho los actos ajenos.
  • Esta actitud, por lo tanto, a la larga, está destinada (si fue con el fin de lograr reconocimiento o aprobación) a crear en nosotros una amargura difícil de superar, ya que la conclusión más frecuente que provoca es que los demás son unos desagradecidos.
  • Si construimos nuestra “autovaloración” alrededor de esa fantasía de “ser bueno” es muy factible que percibamos como “malo” a todo aquél que, ingenua o deliberadamente, tienda a “pincharnos el globo”.


2. El bien no es relativo.

No cabe duda de que dos personas pueden considerar, en una situación determinada, que lo bueno (para cada uno de ellos) es algo completamente diferente.
Esto no obstante, no significa que alguno de los dos (o ambos) no puedan estar equivocados. Como dije, el bien no es relativo. Aunque “pareciera” que acabo de decir lo contrario.

Veamos algunos ejemplos:
El deseo de venganza nunca es un bien. Obviamente no lo es para la “víctima” de esa venganza, pero tampoco lo es para el “vengador”.
Que la persona vengativa perciba esto como alguna forma de “restitución del equilibrio cósmico” o “justicia”, sólo es una racionalización de su resentimiento.
Esa persona objetivamente “sanará” (al menos en ese aspecto) cuando deje de percibir el resentimiento como un bien en lugar de como el veneno psíquico que en realidad es.

Otro ejemplo.
Hay una intención clara de ser “buena persona” al afirmar que todo bien es relativo. Lo que pretende decir acerca de sí mismo quien esto afirma es que él no tiene nigún derecho a juzgar la manera de vivir del prójimo y su propia percepción del bien.
Nótese, no obstante, la contradicción interna. Porque el mismo sujeto juzgará “mejor persona” a quien (junto con él) sostenga la posición de que todo bien es relativo (para no juzgar al prójimo) que a quien afirme que no existe tal relatividad.
Para hacer esta valoración, no tiene más remedio que “haber juzgado al prójimo”.
La salvedad que probablemente hará el que sostiene esta posición de que “cada uno elige su propio bien” es “mientras no le haga mal a otro”. Lo cual, hay que señalarlo, es algo objetivamente cierto y constante. Pero demuestra, por otra parte, que entonces no cualquier visión del bien es válida. La misma persona no aceptará, probablemente, que otro considere “un bien” la condición de ser un pedófilo, un violador o un asesino.

Otro ejemplo más claro:
Por más bueno y justificado que le parezca a un empresario pagar bajos sueldos para maximizar sus ganancias (como sugieren las leyes del neoliberalismo) eso es un mal objetivo (acá, en la china o en cualquier parte del planeta).

La máxima kantiana de que ningún ser humano puede ser tomado como un medio para otra cosa sino que todo ser humano es un fin en sí mismo es una verdad ética universal que de ninguna forma puede ser “relativizable”.

Soy conciente de que lo que acabo de describir es “sólo mi opinión” y que más de uno disentirá en uno u otro aspecto de la misma. No obstante, lo que no me parece discutible es la posición subjetiva de la que surja cualquier concepto de “lo bueno” que cada cual pueda tener. Si está genuinamente motivado por sentimientos altruistas o destinados a la promoción del otro, se impregnen de la ideología que se impregnen seguirán siendo buenos. Mientras que si están motivados por algún sentimiento tanto de superioridad personal, como de utilitarismo del otro, como de alguna forma de resentimiento o capricho egoísta, no lo serán, así se les de un barniz de justicia, equidad, libertad, o como quiera llamársele.

De lo anterior se desprende que una persona deviene “más buena” cuando deja de querer utilizar a otros para sus propios fines (ya sean estos comerciales, de poder, de placer, etc.). Cuando internaliza realmente el principio de “no le hagas a otro lo que no te gustaría que te hagan”.  Y ese “devenir más buena” va impactar inevitablemente en su sanidad psíquica, aunque en algún momento no pueda comprender porqué.
El argumento de que el otro “quiera” ser tratado como objeto (es decir, consienta el juego) no aporta nada a la cuestión. Porque tal “consentimiento” no evita la degradación psíquica de ninguna de las dos partes.

El ser humano nació para ser sujeto. Volverse “objeto” (por más metafórico que esto sea) está en la dirección opuesta de su desarrollo, su libertad, su felicidad y, por lo tanto, su salud psíquica.
Ser sujeto (para sí mismo y para los demás) es objetivamente mejor que ser el objeto de nadie.

Como hablé de una “verja”, alguno podría saltar a la conclusión de que el bien (o lo bueno) sería prescindir de toda verja. Me apresuro a decir que nada está más lejos de mi intención que aseverar eso.
Primero y principal, porque tal cosa es imposible. Todos tenemos verjas mentales de referencia. Sin ellas no podríamos comprender la realidad. De ser posible despojarse de toda “verja” eso sería muy cercano a cierto tipo de psicosis. Un estado de desorientación total con respecto a la realidad.
Si ponemos una junto a otra las ideologías disponibles (que tampoco en realidad son tantas) incluidas las religiones, quizás descubramos que su diferencia fundamental tiene que ver con su definición del bien.
De lo mismo se desprende que, aunque no haya consenso acerca de cuál sería ese “bien”, sí lo hay, en un nivel más profundo (motivacional, podría decirse) con respecto a que el bien es algo que debe ser “buscado” o “realizado”, de alguna manera, tanto para uno mismo individualmente como para la sociedad.
No obstante esto, cabe destacar que es muy diferente el impacto que hará en cualquier persona, si su adhesión está motivada por una búsqueda honesta de mejoramiento (personal y social) o por algún tipo de resentimiento o “deseo de revancha”, así como por la “ganancia personal” egoísta, usualmente expresada como búsqueda de fama, riqueza o poder.
Hay infinidad de ideologías hoy en boga que son utilizadas, por quien adhiere a ellas, para reforzar sus resentimientos. Es necesario, en vista a nuestra salud psíquica, reconocer en nosotros mismos si ésa no es nuestra motivación básica de adhesión a la misma.

Paralelamente a esta concepción de que hay actitudes y sentimientos que son “objetivamente buenos” (o sanadores) para cualquier persona, también, por lo tanto, se podrían citar otros que son “objetivamente malos” (o enfermantes) para cualquiera:
La queja constante, el descontento con la propia condición, el sentimiento de injusticia con respecto a las actitudes de otros referidas a uno, el sentimiento de “merecer” más de lo que se recibe o “no ser adecuadamente valorado”, la tendencia a resaltar lo negativo de cualquier situación (síndrome de “el vaso medio vacío”), la atribución de intencionalidad negativa o dañina adrede en las conductas de los demás (“me lo hizo a propósito”), la denuncia constante de los errores o “pecados” de los otros, el “espíritu competitivo” hasta en la situación más insignificante (querer “ganar” todas las discusiones, por ejemplo), la tendencia a atribuir a las acciones generosas de los otros fines mezquinos ocultos, etc.

Éstas y otras, parecería que están, como dice Watzlawick, destinadas a cultivar “el arte de amargarse la vida”.

Por las dudas aclaro que me estoy refiriendo a interpretaciones imaginarias de los hechos y no a “relativizar” los hechos malos en sí, como la explotación, el abuso, el maltrato, etc. Hechos, dicho sea de paso, que la mayoría de las personas relativamente sanas reconocerán sin dudas como malos.
La capacidad de discernir lo bueno, lleva implícita también la posibilidad de reconocer lo malo objetivo y ser capaz de salir corriendo de una situación que nos daña.

Por otro lado, en una encuesta realizada en Facebook recientemente  fue asombroso comprobar que, ante la pregunta de “¿cómo es una buena persona?” la gran mayoría coincidió en las características esenciales (salvo, claro está,  las excepociones siempre presentes de intelectualoides que contestaron a la pregunta con la capciosa contrapregunta de “¿y qué es lo bueno?” al mejor estilo Poncio Pilatos).

Algunas de las características más citadas (copiado textual) son[1]:
Quien suma el bien común a la necesidad del bien propio, persona empática con el prójimo, que da sin esperar nada a cambio, no demandan, no joden al prójimo, no hablan de más, no critican, que trata de no hacer sufrir a nadie, solidaria con los demás sin intereses personales de por medio, tolerante, con paciencia frente adversidades o contratiempos, el que hace a otros lo que le gustaría que le hagan a él, el que no trata de perjudicar a otros, honesta, el que para ser tiene en consideración al otro con el afán de construir, no usa a los demás, no los manipula, no es “ventajera”, se alegra con la alegría ajena, no es envidiosa, no descarga ira o rencor, está dispuesto a ayudar, aquel que siempre hace lo correcto así no le convenga a sus intereses particulares, respetuosa de las opiniones de los demás, el que promociona el desarrollo ajeno, capaz de ponerse en el lugar del otro, las que nos sanan, la que puede dejar de lado su egoísmo, compasiva, comprensiva, confiable...

Lo anterior es una apretada síntesis de las respuestas de unas 135 personas.
Por supuesto que no agota la cuestión. Pero me parece prueba suficiente de que la cuestión no es tan "relativa" u "opinable" como algunos pretenden.

Es la intención de esta nota resaltar, en la medida de lo posible, que es más creativa, más libre y más feliz (en resumen, psicológicamente más sana) la persona que posee estas últimas características en mayor medida que las primeras.


3. Normal no significa bueno ni sano.

Parecería que hoy, en ciertos ámbitos, hay como una especie de “fobia a lo normal”.
En mi opinión, dado el estado de nuestra sociedad, esto resulta a fin de cuentas bastante “sano” (aunque la posición final frente al “problema” no siempre lo sea tanto).
Lo “normal” es un concepto estadístico y se refiere sólo a cantidades (mayorías).
Mientras que lo “sano” es un concepto no cuantitativo sino cualitativo (al igual que lo “bueno”) independiente de lo que le pase a la mayoría (o incluso de lo que opine).
Maslow, por ejemplo, opina que la “gente sana” es aproximadamente el 2% de la población. Es decir algo muy fuera de “lo normal”.
Rudolf Allers explica esto de la siguiente manera:
En una colonia de tuberculosos, lo normal es tener los pulmones enfermos (es lo que le pasa a la mayoría). Alguien que no tuviera tuberculosis sería anormal en esa población. Pero eso no significa que no es el único que tiene los pulmones sanos.
Que en nuestra sociedad sea “normal” el egoísmo (gracias al virus expandido por Hobbes y sus innumerables sucesores avalados por la intención de predominio de la burguesía neoliberal) no habilita de ningún modo para argumentar que esa pueda ser la condición sana del ser humano.
La posición de esta nota es que no lo es.
Así como no puede haber cantidad suficiente de tuberculosos para afirmar que eso es el funcionamiento sano de los pulmones, tampoco puede haber cantidad suficiente de egoístas para afirmar que eso puede ser el funcionamiento sano de la psiquis.

4. Bueno significa sano.

Para todo ser humano “el bien” consiste en volverse cada vez  “mejor persona”. En eso, además, consiste la esencia de la “salud psíquica”. Como dice Maslow, “sano” y “buena persona” son sinónimos. O sea, la sanación psíquica es, a la vez, una sanación ética.
La gente yerra en su búsqueda del bien por errores cognitivos y asunción de ideologías engañosas que lo desorientan.
Además de las distorsiones cognitivas, hay otras mociones internas que conspiran contra nosotros mismos para lograr ese “bien” como, por ejemplo, el egoísmo.
Definir si tales mociones son innatas o adquiridas es completamente irrelevante para el propósito final.
Que uno haya “nacido enfermo” no es en absoluto un buen argumento para no intentar “curarse”.

Hablamos antes de las “verjas” (cosmovisiones) socrática, rouseauniana y hobbesiana...
Pero como esto no es un artículo de filosofía sino de psicología, la pregunta pertinente no será cuál de éstas es “la verdad” sino cuál es la posición más sana. O, mejor dicho, la que más propicia la salud.
Claro que todavía puede salir un relativista extremo a afirmar que no existe tal cosa como la salud psíquica. Que eso estará siempre determinado por el contexto (histórico, cultural o teórico) en el que se analice el concepto. Lo que yo me pregunto es cuál será la causa de que alguien con tal opinión se dedique a la psicología.
Si su respuesta es “para hacer que la gente se sienta bien” mejor podría a dedicarse a vender drogas... o coca cola.

Es algo bastante característico de lo que se dio en llamar perspectiva humanista en la psicología (representada entre otros por Allers, Maslow, Roger, May, Frankl, etc.) que la expresión de la sanidad psíquica está directamente asociada al “ser buena persona”.
Allers incluso llega al extremo de afirmar que “la única salida de la neurosis es la santidad”.
Afirmar que lo sano no está en la misma dirección para las diferentes personas es totalmente cierto, pero no niega que haya un “ideal de salud”.
Así, que para una persona excesivamente obesa lo sano sea bajar de peso, mientras que para otra excesivamente delgada lo sano sea aumentar de peso, no niega para nada que haya un espectro de peso, según la altura y otras variables, que sea más beneficioso que otros para la salud de cualquiera.
De la misma manera que para alguien excesivamente pulcro y ordenado (tendiente al TOC) lo sano sea desordenarse un poco y para alguien excesivamente desordenado, lo sano sea ordenarse, hay un “orden mínimo” (no obsesivo) que en todos los casos resulta saludable.

5. Terapia centrada en valores.

Salvo raras excepciones, necesitamos ayuda externa para percibir con claridad esas distorsiones cognitivas y mociones patógenas en nosotros mismos y comprender cómo “mejorarnos”.
Elegí este título de “terapia centrada en valores” en alusión directa a la perspectiva rogeriana de “terapia centrada en el cliente” porque si bien la misma, en mi opinión, tiene conceptos valiosísimos, una interpretación individualista y puramente subjetivista puede dar como resultado una concepción equivocada de lo que el ser humano es, ahogando en definitiva su potencial de crecimiento al concebir el propio capricho como ley.
He notado cierta tendencia excesivamente subjetivista en algunos rogerianos a invisibilizar en parte que “el cliente” puede perfectamente no tener ni la menor idea de lo que le conviene, cuando Rogers mismo destaca que los mecanismos de defensa pueden hacer estragos en la percepción de la realidad. No basta, en ese caso, liberar su “impulso natural de actualización”. Porque la supuesta “actualización” sin guía bien puede ser una deformación monstruosa.
Si bien comparto en gran medida el concepto de “salud” de Rogers, disiento con algunas lecturas netamente “rousseaunianas” que creen que el hombre es “naturalmente” bueno y es la socialización la que lo “pervierte”. Esta dicotomía natura/nurtura no me parece apropiada para definir al ser humano, como ya expliqué en otro artículo[2]:
Lo “natural” para el ser humano es la cultura.

Lo que estoy intentando señalar es que el concepto de “terapia no directiva” es una ilusión inalcanzable. Ya que todo terapeuta tiene asumido un concepto de salud y su objetivo (conciente o inconcientemente) va a ser guiar al “cliente” hacia ese estado.

La terapia tiene (inherentemente) una “función pedagógica” en cuanto a los valores éticos (lo acepte el terapeuta o no, incluso ante sí mismo).
Alguno podría suponer que sugerir que la terapia debe estar cimentada en un claro sistema de valores implica que hay que “imponerle” al paciente cierta especie de “mandamientos” a la manera de la religión.
No es esto lo que estoy planteando.

Mentirle a alguien, por ejemplo, no es algo que esté necesariamente “mal” si la intención del “mentiroso” es no dañar innecesariamente a la persona o no suministrarle una información que considera que no está en condiciones de tramitar en determinado momento.
La “verdad a toda costa” puede muy bien estar encubriendo egoísmos o perversiones varias.
La bestialidad (en mi opinión) de Melanie Klein de hacerle saber a un chico que sus padres tienen sexo (por más “verdad” que sea) no puedo entenderla de otra forma que como una total falta de criterio.
Si usted no cree que alguien “en nombre de una supuesta cura” pueda cometer tal desatino, busque el “Caso Richard” de esta autora.
Si la mentira, por el contrario, está destinada a alguna ganancia personal (ya sea por “estafa” directa o para ahorrarse a sí mismo algún tipo de incomodidad) entonces sí se puede decir que la intención no será “sanadora” sino todo lo contrario.
Obviamente, está implícito en lo anterior que el “mentiroso” sea realmente conciente de sus motivaciones.

Y ése es el verdadero punto crítico de la conducta ética: la autoconciencia de la propia intencionalidad. La evasión del autoengaño.

Alejarse de la verja, sería imagen acá de alejarse convenientemente de sí mismo como para discernir con claridad las propias intenciones de nuestros actos y ver cuáles son los verdaderos sentimientos que las motivan.
Esto, cabe aclarar, no es algo que se logra de un día para otro. Necesita de un largo entrenamiento “en la cancha”, es decir con situaciones y motivaciones que el mismo paciente traiga... es decir, que de algún modo “le duelan”, o convoquen suficientemente su atención.
Por eso, también, someterse (aunque sea temporal y experimentalmente) a ”imperativos éticos” venidos “de afuera” y ajenos en principio a nuestra motivación más “espontánea”, suele ser un buen método para mirarse a sí mismo en situación de fricción y advertir, entre otras cosas, lo deshonesta que puede ser la propia mente a la hora de autojustificarse.

Me viene a la cabeza un refrán oriental:
“Cuando la lucha entre el sí y el no comienza dentro de un hombre, recién ese hombre vale algo”.

No estoy intentando decir que “somos una tabla rasa”, como quería Skinner, completamente “programable”. Tampoco creo que sea cierto que lo que un ser humano es, es la suma de sus actos, Pero sí tengo que consensuar parcialmente con los conductistas acerca de que nuestras acciones repetidas impactan a la larga sobre nuestra esencia. Y si las acciones son buenas, los hábitos positivos adquiridos devienen virtudes.

Dice Maslow:

<<¿Cómo se aprende a ser sabio, maduro, amable, a tener buen gusto, a ser creativo, a tener buen carácter, a poder adaptarse a situaciones nuevas, a detectar el bien, a buscar la verdad, a reconocer lo hermoso, lo genuino, es decir, a desarrollar un aprendizaje intrínseco más que extrínseco?
<<Se aprende a partir de experiencias únicas, tragedias, matrimonios, hijos, éxitos, triunfos, enamoramiento, enfermedad, muerte y similares.
<<Se aprende a partir del dolor, la depresión, la desgracia, el fracaso, la vejez y la muerte.>>[3]

Eso y no otra cosa, sus experiencias idiosincráticas y únicas, es lo que “trae” el paciente a la terapia como materia prima.
De ambos (terapeuta y paciente) depende que todo eso sea motivo de edificación personal y no de degradación psíquica.
De encontrar el “para qué” (en el sentido de “lo bueno” que de cada experiencia puedo cosechar) más que de quedarse atrancado en los “por qué”.
De encontrar el sentido.
Que no es una explicación de las causas sino la utilización fértil de las consecuencias.
Se aprende, cabe agregar también, tomando responsabilidad de la parte que nos toca en nuestras propias “desgracias”. Haciéndose cargo de los destrozos que provocó, por ejemplo, nuestro propio egoísmo o desinterés

6. El rol del terapeuta

A más de uno quizás no se le habrá escapado que la historia del adulto y el niño contra la verja quiso ser imagen de la situación terapéutica.
Volviendo a la metáfora del principio, imponer normas fijas de conducta sería como acompañar de la mano al pibe alrededor de la verja. Una solución conductista que le servirá para esta verja pero no para otras.
Las condiciones de la vida son en extremo variables.
En cambio si le enseñamos a alejarse y mirar, le habremos enseñado un tipo de conducta que, una vez internalizada, le servirá para cualquier circunstancia futura que se le presente.
No es fácil, por ejemplo, percibir (de la misma manera que el elefante no percibe que en realidad la estaca no lo está reteniendo “objetivamente”) que el egoísmo (no importa que sea “aprendido” o “innato”) es sólo una estaca artificial que sólo suponemos que ayuda de alguna forma a nuestra supervivencia.
La abstinencia ética del terapeuta es una impostura, lo acepte éste o no. Pretender que no se influye en la ética del paciente es hacerse el boludo (conciente o inconcientemente).
No es imprescindible que el terapeuta esté completamente “sanado” para ejercer su rol. Pero sí que tenga claros y concientes los valores éticos que sanan a la persona y los “antivalores” que la enferman.
Un terapeuta que “recomienda” el egoísmo como actitud “correcta” (explícita o implícitamente) es como un médico que receta veneno.

Dice Rollo May:

<< Los problemas de la libertad y la responsabilidad son, por muchos motivos, fundamentales en el asesoramiento y la psicoterapia. (...)
<< Una solución inadecuada fue la suposición, hace una o dos décadas, de que nuestra tarea de asesoramiento y terapia consistía sólo en “liberar” a la persona; de este modo, los valores sostenidos por el terapeuta y la sociedad no tenían participación en el proceso. Esta suposición fue luego reforzada y racionalizada por la definición popular de la salud mental como “carencia de ansiedad”. Los terapeutas, bajo la influencia de esta suposición, convirtieron en dogma la idea de no hacer jamás un “Juicio moral”, y supusieron que la culpa siempre era neurótica y que por eso era un “sentimiento” del que había que librarse en el asesoramiento y la terapia. (...)
<< Uno de los efectos perjudiciales fue la deducción de que la sexualidad era, como decía Kinsey, un asunto de “liberación” sobre un “objeto sexual”. El acento en la promiscuidad sexual (que paradójicamente se convirtió en un nuevo dogma: para ser saludable había que ser por completo permisivo en lo sexual) llevó a un nuevo sentimiento de ansiedad e inseguridad en todo el campo de la conducta sexual entre nuestros contemporáneos. (...)
<< Porque la suposición de “plena libertad” que estamos describiendo, en realidad, separa y enajena a las personas con respecto a su mundo, elimina cualquier estructura en la que ellos deban desenvolverse, ya sea para defenderla o atacarla, y los deja sin puntos de referencia, en una existencia solitaria y sin mundo. >> [4] (el resaltado es mío).

Si alguien no descubre en esto la descripción de la posición de algunos psicoanalistas actuales, es porque no miró detenidamente.
Asociar “el mal” a toda estructura o normativa es muy propio del sesgo de algunos psicoanalistas que tienden a asimilar todo concepto moral a su descabellada idea del “superyó hostil”.  “Descabellada”, aclaro, cuando se absolutiza, no porque no pueda existir nunca tal cosa
No deja de ser curiosa la posición freudiana de que, a pesar de adherir preferentemente a una visión de tipo “hobbessiana” (que implica que las mociones “naturales” tienden al egoísmo y es lo social lo que “impone” las restricciones al mismo) aboga sin embargo por la idea de que “la cura” consiste en liberarse justamente de esas “trabas sociales” internalizadas (supuestamente) en el superyó.

Pero, como dice Frankl:

<<... la conciencia no puede ser el superyó, por la simple razón de que ella, de ser necesario, está dispuesta a oponerse a las convenciones y los estándares, las tradiciones y los valores transmitidos por el superyó. Es decir, si la conciencia puede tener, en un caso determinado, la función de contradecir al superyó, ciertamente no puede ser el mismo superyó. Reducir la conciencia al superyó y deducir el amor del ello necesariamente terminan en fracaso.>>[5] (resaltado mío)

Partiendo de estos extraños supuestos no debería resultar sorprendente que muchos psicoanalistas afirmen lisa y llanamente que “curarse significa volverse más egoísta”.
Por eso digo que es una impostura el hecho de declarar que no se trasmite al paciente ninguna escala de valores. El psicoanalista que se permite sugerir (aunque sea veladamente), cosa que por lo general hace (puesto que lo cree), que toda culpa es neurótica y que toda “moción superyoica” es sádica, está moralizando en una dirección “amoral” (en realidad “antimoral”) muy definida.

Cito de nuevo a May sólo para resaltar que no soy el único “demente” que está viendo esto:

<< Los errores de la suposición de la “plena libertad” no sólo consistieron en un incremento de la ansiedad entre los aconsejados y pacientes, sino también en una sutil deshonestidad. Porque no importaba cuánto protestara el terapeuta o consejero argumentando que él no presuponía valores en su práctica terapéutica, el paciente o aconsejado sabía, aunque no se atreviera a decirlo, que tal protesta no era sincera y que el terapeuta estaba “contrabandeando” en sus propios valores aquellos que podían resultar más perniciosos, por el solo hecho de no admitirlos.>> (el resaltado es mío).

Si vamos todavía un poco más allá, podemos decir que la tendencia cada vez más generalizada de interpretar la máxima freudiana (de que la salud mental consiste en la capacidad de amar y trabajar) tergiversada en que la salud consiste en “coger y conseguir plata para gastar”, podemos ver que esto se parece alarmantemente al método romano de control de “pan y circo”. Ya que “conseguir plata para gastar” nunca es interpretado como producción creativa y desarrollo interior sino como el mero trabajar para asegurar la subsistencia (pan). Y “coger” (disociado de todo compromiso emocional) es claramente una mera “diversión” (circo).

Desde esta extraña lógica, el consumo de prostitución sería el exponente máximo de “salud” ya que un solo acto sintetiza el hecho de coger y comprar. O, desde el punto de vista de quien ofrece el servicio, coger y trabajar.

El sistema de consumo considera justamente “normal” (y, en realidad, también “sano”, porque al que se “manda a terapia” es al que tiene problemas con esto) a aquél que conserva su “capacidad de comprar” (o sea “trabaja” o es rico) y descarga sus tensiones (evasivamente) a través del sexo casual, para no advertir que su vida no tiene sentido.
Incluso, si esta descarga se realiza a través de la masturbación, mucho mejor. 
No sea cosa que por decirle a otro “me gusta esto o aquello” descubra la conversación.

Es importante no confundir “directivo” con “autoritario” o “coercitivo”, confusión que parece frecuente entre algunos terapeutas.
Así algunos, por miedo al “autoritarismo” suelen caer en actitudes terapéuticas cercanas a la alternativa (1) de nuestro ejemplo, de tipo “laissez fair”.

Por otro lado, la “empatía acrítica” del terapeuta (frecuentemente hoy preconizada) puede llevarlo, por inadvertida “contratransferencia” (o “resonancia”, como dicen los sistémicos) a reforzar en lugar de sanar, por ejemplo, los resentimientos del paciente.
Distinto es lograr una genuina compasión ( etimológicamente “padecer con”, compartir el dolor) anclada en un claro sistema de valores que puede llevarlo a empatizar con la parte de sufrimiento del paciente causada por el daño sufrido (real o imaginario) pero desestimando toda moción que tienda a envilecer sus propósitos (como haría el deseo de venganza).

Muchos de los “problemas” que lleva el paciente a terapia entran en la categoría de “dilemas éticos”.
<<¿Le puedo robar a mi jefe porque me explota?>>, <<¿Puedo, estando en pareja desde hace varios años, salir “de cacería” para levantar mi autoestima o, por la misma causa ceder a la seducción de quien me “está cazando”?>> <<¿Es correcto, para acceder al puesto que tanto ansío, calumniar a mis competidores?>>
O la pregunta posterior al hecho: <<¿Por qué, si me contesté que sí a estas preguntas y conseguí el dinero, el amante o el puesto, después de la adrenalina inicial, sigo angustiado y descontento?>>

Evidentemente, porque ninguna de estas preguntas se solucionan favorablemente con la aparente respuesta universal psicoanalítica de “seguí tu deseo”.
Porque la realización humana está siempre más allá del consentimiento de los propios caprichos eventuales.
Y el terapeuta que, bajo el pretexto de “ser neutral” habilite tácitamente estas conductas autodestructivas, no está haciendo ningún bien al paciente por más que lo racionalice como se le antoje.
El rol del terapeuta no puede dejar de ser un rol activo en el sentido de que tiene la obligación ética de iluminar la conciencia del paciente (de la misma manera que el adulto hace lo posible por que el chico reconozca la verja).
De más está decir, que nadie puede iluminar con una linterna que no tiene pilas.


7. La dirección de la cura.

Las estructuras psicopatológicas clásicas (delineadas originalmente por Freud y sus seguidores) a saber: psicosis y neurosis más un estado borroso intermedio denominado por algunos a-estructura o estructura límite o border y por otros (a mi entender de una manera excesivamente generalizadora) “perversión”, son altamente condenatorios. No sólo porque hay una rígida ordenación jerárquica de los mismos (validada con la teoría de los “puntos de fijación”), sino que, por esta “causa evolutiva o genética” parece apuntar a que la “sanidad” sería la neurosis.

Esto último (el neurótico es el sano), a mi entender, está causado por la confusión antes citada entre normalidad y salud sumada al hecho estadístico de que los neuróticos son la amplia mayoría.
También por la incapacidad del neurótico de ser realmente crítico con la realidad (ya que preferentemente ve la verja y no lo que está detrás confundiendo sistemáticamente “el mapa con el territorio”), condición que hace que se someta acríticamente a las demandas sociales dando la sensación de “estar adaptado” (“ama y trabaja”) cuando en realidad sólo está alienado o sometido, profundamente “desconectado de sí mismo”. Es decir, es una especie de “autómata”.

Pero, incluso si adherimos a la explicación genética de las estructuras y su génesis en los “puntos de fijación” el resultado será un ordenamiento transversal, digamos (gráficamente) de izquierda a derecha.
Concebida esta línea, podría decirse que la sanación no tiene nada que ver con moverse horizontalmente por esa línea imaginaria que, por otra parte, es imposible.
Ésta es una ilusión similar a la que puede tener un individuo de que va a llegar más rápido a la luna, moviéndose transversalmente por los vagones de un tren que va a cualquier destino sobre la faz de la tierra.

¿Y entonces?
¿Por qué razón querría algún tarado “ir a a la luna”?

Como decía Marechal “de todo laberinto se sale por arriba”.

La sanación, en esta analogía, no estaría entonces en moverse horizontalmente por la línea, sino, desde cualquier punto de la misma, en un “movimiento hacia arriba” (hacia el bien: el altruismo, el bien común, la solidaridad, etc.).

Complementariamente la “degradación” consistiría en “moverse hacia a bajo”, (hacia el mal: el egoísmo, la mezquindad, el capricho, el daño al prójimo, etc.).

Así, como argumenta al psicólogo William James[6], no es la “etiología” (sus causas pasadas o la “afección orgánica”) lo que permite hablar de “sanidad” en un caso particular, sino sus efectos concretos en el mundo y hacia dónde está orientada (su “ideal”, su proyecto a futuro, su intencionalidad ética).
Poniendo un caso extremo, no sería el principal problema, desde esta perspectiva, que un psicótico “escuche voces” sino a qué lo impulsan las mismas. Muy distinto es, empíricamente hablando, si lo impulsan a lastimar gente que (como en el caso de Juana de Arco) a liberar a Francia de la opresión.
No se me escapa que esto último escandalizará a quien sea de la opinión de que a todo el que escuche voces hay que doparlo y encerrarlo.
Tampoco estoy diciendo que esto no sea necesario en algunos casos. Pero el que se pegue a etiquetas globales no va a poder discernir bien el “caso a caso”.

Volviendo al epígrafe, no es que no haya que trabajar en la raíz. Pero la salud de la misma no se puede juzgar por las deformaciones del tronco (la estructura) sino por la calidad de sus frutos.
Nadie puede “enderezar un tronco”, una vez que ya el árbol es adulto, pero sí puede trabajar, alimentando adecuadamente la raíz, en mejorar sus frutos.

Bonus

En fin, creo que me quedaron docenas de cosas sin aclarar, pero la computadora me está acusando de que ya llevo tipiadas más de 20 páginas y me atormenta la idea de que nadie va a leer un artículo tan largo.
Quiero cerrar no obstante con una anécdota.
La misma servirá también para contar quién fue este tal Roberto Bescós, a quien dedico la nota.
Antes que nada tengo que aclarar que el tipo era un cura que, cuando lo conocí, tenía alrededor de unos 85 años.
A quien uno veía deambular por los pasillos casi como un espectro, era  un viejito esmirriado, tembloroso débil y hasta algo tímido que, cuando lo llevaban medio a la fuerza a algún evento social, se sentaba callado en un rincón tratando de llamar lo menos posible la atención. Pero si uno se le acercaba a conversar, él lo escuchaba atentamente, con una sonrisa y con unos ojitos penetrantes y no te dejaba ir sin darte algún consejo... como diré después, frecuentemente el mismo consejo.
Para la época de su muerte, dio la casualidad de que mi esposa estaba organizando una biblioteca pública en el pueblo, y así fue como nos encontramos con los centenares de libros de su biblioteca personal.
Fue curioseando estos libros que tuve el privilegio de asomarme borrosamente a su actividad intelectual. La cantidad de libros de filosofía y teología de este hombre que pude curiosear, estaban todos profusamente subrayados y repletos de notas marginales algunas de una agudeza y penetración sorprendentes.
Sospecho que quizás, para cuando lo conocí, ya no leería demasiado. Ya habría elaborado su síntesis final.
Algunos hechos concretos daban a entender a los que lo conocimos en qué consistía esa “síntesis”.
Uno era que, casi hasta el último día de su vida, esa personita débil y achacada, se levantaba cada mañana y sin falta, lo primero que hacía era ir caminando hasta la clínica del pueblo a visitar y consolar enfermos.
Otro, que aun viviendo de una jubilación mínima, jamás dejaba de darle algo a quien se lo pedía, quedándose, a menudo, sin nada para sí mismo.
Pero quizás  lo más asombroso para muchos era cuando lo obligaban a dar un sermón.
Uno bien podría pensar que tenía todo el derecho de negarse, dada su condición de salud, pero parecería que para él no estaba entre sus posibilidades el hecho de decirle a alguien que no.
Por la sencillez de sus palabras, quizás pocos hubieran podido adivinar los complejos sistemas filosóficos que operaban en su mente. Nadie, quizás por escucharlo. podría adivinar los volúmenes de Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Kierkegaard, Kant, etc que habían operado en él para que terminara diciendo lo que decía.
Sorprendía a todos, por no poder comprender de dónde sacaba esa energía cuando se ponía golpear la mesa con el puño repitiendo casi a los gritos e insistentemente, las cuatro palabras que eran el corolario de todos sus sermones: “hay que ser bueno”.
Ésa era su síntesis filosófica.
Ésa era, para él, la única clave de la felicidad.
Cuando faltaban pocas semanas para que cumpliera sus noventa años, la gente que lo rodeaba y admiraba comenzó a armar una gran fiesta en su honor.

Pero él no llegó a asistir.
Tenía una cita en otra parte.





[3] Abraham Maslow – Motivación y personalidad
[4] Rollo May – El dilema del hombre
[5] Viktor Frankl – Fundamentos y aplicaciones de la logoterapia
[6] William James – Las variedades de la experiencia religiosa.

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