.
«hacia los males nadie se
dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la
naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree son males,
en lugar de ir hacia los bienes»
Platón. Protágoras. 358d-e
“los conocerán por sus
frutos”
Mateo 7:20
A Roberto Bescós (monse), in memoriam
Mateo 7:20
A Roberto Bescós (monse), in memoriam
Así como en muchos otros artículos supuse de antemano que iba a despertar indignaciones varias, preveo ahora que se me acusará de una gran ingenuidad al postular que hay algo que pueda ser considerado “objetivamente” como “bueno”.
Pido paciencia, no
obstante, por el rodeo que voy a dar para llegar a eso.
....
Imagínese la siguiente
escena:
Un chico jugando con su
juguete preferido en un patio o jardín junto a una verja decorativa.
Es importante visualizar
correctamente esa verja que, a pesar de estar en el medio del patio, no divide
nada.
Está ahí sólo con fines
estéticos.
Se puede pasar al otro
lado de la misma dando un breve rodeo ya que no mide más de dos metros de ancho
y el patio o jardín se extiende más allá en ambas direcciones.
Supongamos que ahora el
chico, que está jugando contra esa verja, tira su amado juguete al otro lado de
la misma. Y automáticamente empieza a reclamar porque no lo alcanza.
Supongamos que usted está
en el mismo patio.
¿Qué haría?
...
Piénselo un minuto.
Pero, antes de responder,
lea este interesante experimento de unos psicólogos de la Gestalt.
Se pone a un perro junto a
un alambrado.
Al otro lado del mismo se
coloca un apetitoso trozo de carne.
Luego de intentar
infructuosamente por largo rato atravesar el alambrado, el perro se retira
abatido y frustrado.
Luego de alejarse unos
pasos, echa una mirada a la presa perdida y entonces advierte que el alambrado
está abierto por un costado y regresa, dando un rodeo a buscar la carne.
La “enseñanza” que se
extrae de este experimento es que, sólo al tomar distancia de los problemas, se
tiene una adecuada perspectiva para solucionarlos.
....
Pero ahora la cuestión no
sería qué va a hacer el pibe sino el adulto que lo acompaña.
Algunas de las actitudes
podrían ser:
1) Alternativa “laissez
faire”: dejar que llore y patalee hasta que lo resuelva solo... o se
joda.
2) Alternativa “consentidora”:
alcanzarle el juguete cada vez que lo tira al otro lado de la reja.
3) Alternativa “conductista”:
tomarlo de la mano y llevarlo al otro lado de la reja para que “se aprenda el
camino” (como una rata con su laberinto).
4) Alternativa “gestáltica”:
alejarlo de la reja (como hizo por su cuenta el perro) para que por sus propios
medios (pero con asistencia vicaria) comprenda la solución al problema.
5) Alternativa “kleiniana”:
decirle que se está "cogiendo a su madre" (o recreando la “escena primaria”) cada
vez que pasa el juguete a través de la reja (y si tiene pesadillas que de
grande las resuelva con su psicoanalista).
Hay, por supuesto, otras
alternativas. Como darle un palo para que alcance el juguete a través de la
reja, o atarle el juguete a la muñeca con un hilo, para que pueda arrastrarlo
de regreso (a la manera del juego freudiano del fort-da) . Hablando de palos,
otra alternativa es dárselo por la cabeza cada vez que tira el juguete
(refuerzo negativo, que le dicen). Pero si usted piensa que esta última es la
mejor, quizás tenga más dificultades para comprender lo que sigue.
Y seguramente habrá
infinidad de otras que se le ocurrirán al lector creativo.
Pero a los efectos del
argumento me conformo con las citadas.
Salvo en la opción (1) del
tipo “desinterés” (que el adulto podrá justificar diciendo que es para que el
pibe aprenda a resolver sus problemas por sí mismo) y la opción (5), que ni
merece ser tenida en cuenta por perversa, las otras tres, son intervenciones de
“ayuda” que presuponen que el adulto tiene una percepción “superior” a la del niño,
del problema y su solución.
Implícitamente, en cada
actitud, también habría en juego una “concepción de persona” (o, a lo sumo, de
“niño”), quizás inconciente, quizás no, pero que nos llevaría muy lejos del
tema profundizar.
Presupone también otro
montón de cosas. Como, por ejemplo, que el adulto considera que “es bueno” para
el chico seguir haciendo lo que quiere hacer (jugar con su juguete).
Obviamente, también lo
podría hacer para que el chico no lo moleste más. Pero dejemos esa posibilidad
afuera por el momento. Ya que, en mi opinión (y ésta es una de las cuestiones
centrales de este artículo), un adulto “sano” tendería a privilegiar las
necesidades del chico por sobre la propia comodidad.
Pero todavía no llegamos a
eso.
No nos olvidemos de que tenemos
al pibe llorando junto a la verja.
En la opción (2) el “bien”
percibido por el adulto se reduce a que el chico recobre el juguete.
Mientras que en las
opciones (3) y (4) se atiende a un bien mayor que es que el chico
aprenda a resolver el problema por sí mismo.
Es decir, que
adquiera una nueva autonomía.
También me parece
interesante resaltar que en las opciones (2) y (3) (tanto como en las
“soluciones” del palo y del hilo) el pibe sigue
pegado a la verja.
Creo que no hace falta
insistir en que esta característica de “estar pegado a la verja” es una de las
causas más frecuentes de nuestros problemas en la vida (tal como lo recalcaban
los psicólogos gestálticos en su experimento).
Esto me recuerda también
el conocido cuento del elefante adulto que permanece atado a una pequeña estaca
(que fácilmente podría arrancar de un tirón si se lo propusiera) pero que no lo
intenta porque de cachorro trató por todos sus medios de zafarse de la misma y
un aciago día llegó a la conclusión
definitiva de que era inamovible.
¿Pero qué tiene que ver
todo esto con el título del artículo?
Tanto en la metáfora de la
estaca para el elefante, como en la de la verja para el pibe, podemos ver
“metáforas del mal” (concebido éste como “lo que limita nuestra libertad”).
Y la figura del adulto (en
caso de la verja) representaría aquí a aquél que tiene un panorama más claro y
objetivo del problema y es, por lo tanto, capaz de aportar una solución.
En la vida real, entre
adultos, estos papeles pueden ser fácilmente intercambiables. Ya que, por lo
general, afrontamos nuestros propios problemas como quien está “pegado a la
verja” pero podemos ser capaces de ver los problemas de otros con una mejor
perspectiva.
Pero la metáfora de la
verja, en realidad, da para más, porque también todos, en mayor o menor medida,
“llevamos puesta” una verja en
nuestro aparato cognitivo. Con esa verja (o grilla o cuadrícula) interpretamos
el mundo.
Cabe desde ya aclarar
además que mi opinión es que no todas las verjas son iguales. Hay
alguna que tienen “más fierro que
agujero”, por decirlo de algún modo. Es decir, casi prácticamente impiden
ver lo que hay del otro lado. Al punto de que, quien la porta, cree que la
realidad es la verja misma.
O sea (y aquí más de un
relativista me abandonará) hay verjas mejores que otras.
Y, lo que me interesa en
esta nota, es la “verja” ética o moral.
En otras palabras, nuestra
escala de valores.
Quien esté irremediablemente
convencido de que su escala de valores no tiene nada que ver con su libertad
(e, incluso, con su felicidad) quizás ya pueda ir dejando de leer, porque
probablemente nada de lo que diga a continuación le servirá.
Es más, para espantar a
otros tantos voy a afirmar que los valores éticos de un individuo están
en completa correlación con su salud mental.
Y que estos valores no son electivos
subjetivamente, son absolutamente objetivos y los mismos para todo ser humano
sobre la tierra.
Tomá, perdí con esto la
mitad de la audiencia.
Pero bueno.
Quizás aún queda algún
curioso por ver los disparates que estoy por afirmar.
Así que sigo.
Llegado a este punto se
abren varias líneas argumentativas que, si bien sería esperable que en algún
punto confluyeran, me pone la situación de no saber muy bien cómo ordenarlas.
Así que voy a empezar por
enumerarlas para mayor claridad expositiva (y así el lector podrá decidir si
está interesado en leer los argumentos acerca de dichas hipótesis) y, de paso, quizás
sirvan para mi propio ordenamiento mental.
- Todos buscamos el bien... según lo entendemos
- Ese bien no es relativo. Es el mismo para todos los seres humanos.
- “Normal” no significa “bueno”.
- “Bueno” significa “sano”.
- La terapia centrada en valores
- El rol del terapeuta.
- La dirección de la cura.
En fin. Empecemos...
1.a
Todos buscamos el bien...
¿Qué significa que “todos
buscamos el bien”?
El concepto socrático
citado, puede parecer a algunos una petición de principio o una falacia de
apelación a la autoridad (en este caso, Sócrates).
“Eso es mirar la realidad
humana a través de la verja socrática”, se podrá
argumentar.
La cuestión es que el que
no lo ve así sólo lo está mirando a través de otra verja. Una, por ejemplo, muy
difundida, es la verja hobbesiana. La que afirma que todo ser humano lo que principalmente busca es la satisfacción de su
propio egoísmo.
Otra tercera posibilidad
sería la verja rousseauniana “todos
somos buenos por naturaleza y la sociedad nos pervierte”.
Como esta discusión ya
lleva siglos sin lograr ningún acuerdo, no voy a ser tan pretencioso de querer
resolverla acá.
Cabe aclarar, no obstante,
que cualquier mirada descriptiva (fenomenológica) de una persona adulta en el
presente (prescidiendo de toda teorización genética -onto y filo-) está
obligada a reconocer que todos tenemos ambas mociones: “malas” y “buenas”
(egoístas y altruístas, mezquinas y generosas) aunque en distintas proporciones.
Quien no vea esto, incluso
en sí mismo, indicaría, en mi opinión, que está cegado por alguna verja (ya sea
rousseauniana, hobbesiana, o cualquier otra).
El mismo Nietzsche
en su afán de probar que “no existen
hechos, existen interpretaciones” acaba (quizás sin querer) dando con una
definición ontológica del ser humano como “animal que valora”.
Y valorar, en definitiva,
no es otra cosa que buscar lo bueno.
Claro, no es raro que hoy,
por el lavado de cerebro del mercantilismo, asociemos “valorar” con “poner un precio”.
Así quizás, en lo primero
que pensemos cuando se nos habla de valorar o valuar, sea en un inmueble o en
una joya. Es decir, en una cosa.
La distorsión cuantitativa
operada en nuestra cognición por el mercantilismo hace que asociemos “valorar”
con lo barato y lo caro.
Incluso hay personas que
son incapaces de decir que algo es bueno o malo si no conocen su precio.
Por eso Morin se resiste a
usar el término “valores” para referirse a lo ético. Porque considera que “valor” es siempre un
“bien de cambio”. Algo que se usa para negociar.
Así, por el hecho de
relacionar inconcientemente todo valor con el “mercado de valores” tendemos a
concebir todo acto bueno como un mero bien de intercambio.
Nunca mejor expresado en
la frase “hoy por ti, mañana por mí”.
Es mi opinión que quien ve
todo acto bondadoso desde esta “perspectiva mercantilista” se volvió ciego a la “ganancia intrínseca”
que reporta per se el acto
desinteresado, en sentido de sanación psíquica.
Y esa misma “ceguera”, al
esperar retribución proporcional del otro a los propios actos buenos, tiene,
además, el efecto adverso de imposibilitar la sanación psíquica.
Sanación, dicho sea de
paso, que además inmuniza contra los efectos lesivos que, de lo contrario,
producen todas las actitudes desagradecidas de aquél al que (según nosotros)
beneficiamos.
El imperativo de “no
valorar” (expresado a veces como “no juzgar” los actos del prójimo) es en sí
paradójico, porque supone la valoración previa (de un acto propio o ajeno) de
que “valorar es malo”.
En mi opinión, de
ninguna forma el ser humano puede eximirse de la valoración sin enfermarse.
Es bien sabido que uno de
los signos más patognomónicos de la depresión es que todo
le da igual (es decir “nada para él tiene valor”).
El depresivo, para
sanarse, necesita recuperar justamente, su capacidad de valorar.
Es necesario acá hacer
otra salvedad.
Platón razona que, si
buscamos algo, es justamente porque nos falta.
Esto, con relación al
bien, parecería estar validando la hipótesis de Hobbes: el hombre busca el bien
justamente porque es “malo” (carece de él).
En mi opinión, el error es
plantearlo en términos absolutos. Ya que tampoco nadie puede buscar algo que no
sabe que existe. Y, para saber que existe, tiene que haberlo reconocido
en alguna parte, incluso en sí mismo.
El hecho de poder
reconocerlo, implica que, en parte, ya lo poseemos, aunque sea incompleto o
defectuoso.
La inclinación hacia el bien es ya un
bien en sí.
1.b
...según cada cual lo entiende.
Desde un punto de vista
psicológico descriptivo podemos decir que todas las personas (salvo, quizás,
algunos psicópatas y otras seriamente “enfermas”) tienen la necesidad
de
verse a sí mismas como buenas personas.
Esta “moción” está fuera,
en principio, de todo relativismo cultural o de cualquier otro tipo.
Cada vez que alguien está
defendiendo determinada visión del mundo, está, implícitamente defendiendo “el
bien” tal como él lo entiende.
Es importante comprender (justamente
por esta misma “necesidad” –que analizaremos luego- de volvernos mejores
personas) que todo aquél que defiende algo diferente de lo que nosotros
defendemos está entendiendo que “eso” es
el bien.
Por otro lado, cabe resaltar
que entre la “verja socrática” y la “verja rouseauniana” hay una importante
diferencia.
Es muy distinto decir que alguien es
bueno a decir que alguien busca el bien.
Y más aún si agregamos que
busca el bien “según él lo entiende”.
Implícito en esto está,
pero por las dudas cabe aclararlo, que cualquier cosa se puede entender correcta o
incorrectamente.
La definición de fobia
es, por ejemplo, la perturbación de alguien que percibe como amenazante algo
que intrínsecamente no lo es.
Todos nos podemos equivocar.
Lo que Beck
bautizó como distorsiones cognitivas son, justamente, estas incapacidades
para percibir con claridad lo que está sucediendo (afuera y en nosotros mismos).
Todos, por lo tanto, podemos
aprender a discernir con mayor precisión la realidad.
Volviendo entonces a la definición socrática, cabe afirmar que quien
no hace el bien, no obra por maldad sino por ignorancia... o, agregamos
desde la psicología, por “enfermedad”.
Hay una especie de “error
de asimilación” muy frecuente, que hace que cuando nos identificamos demasiado
con una “causa” que consideramos “buena”, saltemos arbitrariamente a la
conclusión que, por eso, nosotros mismos “somos buenos”.
Y alguien que se considera
a sí mismo bueno, frecuentemente, por confundir sus fines con su propia
“identidad”, cae frecuentemente en el engaño de creer que “el
fin justifica los medios”. Con este razonamiento, se habilita a sí
mismo a “hacer el mal” en vista de ciertos “fines” (que no dejan de ser
“imaginarios”). Fines que, a la larga, cree, van a “justificarlo”.
A partir de esto, se
pueden decir un par de cosas bastante generales que son importantes para tener
en cuenta.
- Quien se cree bueno, se está engañando a sí mismo. Está haciendo, muy probablemente, una lectura selectiva de sus propios actos.
- No por decirse a sí mismo repetidas veces “soy bueno” uno se vuelve bueno. Eso, a lo sumo, es una autohipnosis que sólo nos sugestiona, impidiendo que nos veamos a nosotros mismos.
- No por convencer a los demás de que somos buenos, nos volvemos buenos. Es muy probable, además, que no engañemos verdaderamente a nadie, salvo a nosotros mismos.
- Cuando realizamos actos buenos “para la tribuna” (es decir, con el propósito de convencer a otros de que somos buenos) lo más probable es que logremos frustración y resentimiento. Es muy posible que no consigamos ese “aplauso” o reconocimiento que estamos persiguiendo, ya que la gente no está orientada, por lo general, a valorar mucho los actos ajenos.
- Esta actitud, por lo tanto, a la larga, está destinada (si fue con el fin de lograr reconocimiento o aprobación) a crear en nosotros una amargura difícil de superar, ya que la conclusión más frecuente que provoca es que los demás son unos desagradecidos.
- Si construimos nuestra “autovaloración” alrededor de esa fantasía de “ser bueno” es muy factible que percibamos como “malo” a todo aquél que, ingenua o deliberadamente, tienda a “pincharnos el globo”.
2.
El bien no es relativo.
No cabe duda de que dos
personas pueden considerar, en una situación determinada, que lo bueno (para
cada uno de ellos) es algo completamente diferente.
Esto no obstante, no
significa que alguno de los dos (o ambos) no puedan estar equivocados. Como
dije, el bien no es relativo. Aunque “pareciera” que acabo de decir
lo contrario.
Veamos algunos ejemplos:
El deseo de venganza nunca es un bien. Obviamente no lo es para la “víctima” de esa venganza,
pero tampoco lo es para el “vengador”.
Que la persona vengativa
perciba esto como alguna forma de “restitución del equilibrio cósmico” o
“justicia”, sólo es una racionalización de su resentimiento.
Esa persona objetivamente
“sanará” (al menos en ese aspecto) cuando deje de percibir el resentimiento
como un bien en lugar de como el veneno psíquico que en realidad es.
Otro ejemplo.
Hay una intención clara de
ser “buena persona” al afirmar que todo bien es relativo. Lo que pretende decir
acerca de sí mismo quien esto afirma es que él no tiene nigún derecho a juzgar
la manera de vivir del prójimo y su propia percepción del bien.
Nótese, no obstante, la
contradicción interna. Porque el mismo sujeto juzgará “mejor persona” a quien
(junto con él) sostenga la posición de que todo bien es relativo (para no
juzgar al prójimo) que a quien afirme que no existe tal relatividad.
Para hacer esta
valoración, no tiene más remedio que “haber juzgado al prójimo”.
La salvedad que
probablemente hará el que sostiene esta posición de que “cada uno elige su
propio bien” es “mientras no le haga mal a otro”. Lo cual, hay que señalarlo,
es algo objetivamente cierto y constante. Pero demuestra, por otra parte, que
entonces no cualquier visión del bien es válida. La misma persona no aceptará,
probablemente, que otro considere “un bien” la condición de ser un pedófilo, un
violador o un asesino.
Otro ejemplo más claro:
Por más bueno y
justificado que le parezca a un empresario pagar bajos sueldos para maximizar
sus ganancias (como sugieren las leyes del neoliberalismo) eso es un mal
objetivo (acá, en la china o en cualquier parte del planeta).
La máxima kantiana de que
ningún ser humano puede ser tomado como un medio para otra cosa sino que todo
ser humano es un fin en sí mismo es una verdad ética universal que de
ninguna forma puede ser “relativizable”.
Soy conciente de que lo
que acabo de describir es “sólo mi opinión” y que más de uno disentirá en uno u
otro aspecto de la misma. No obstante, lo que no me parece discutible es la
posición subjetiva de la que surja cualquier concepto de “lo bueno” que cada
cual pueda tener. Si está genuinamente motivado por sentimientos altruistas o
destinados a la promoción del otro, se impregnen de la ideología que se
impregnen seguirán siendo buenos. Mientras que si están motivados por algún
sentimiento tanto de superioridad personal, como de utilitarismo del otro, como
de alguna forma de resentimiento o capricho egoísta, no lo serán, así se les de
un barniz de justicia, equidad, libertad, o como quiera llamársele.
De lo anterior se
desprende que una persona deviene “más buena” cuando deja de querer utilizar a
otros para sus propios fines (ya sean estos comerciales, de poder, de placer,
etc.). Cuando internaliza realmente el principio de “no le hagas a otro lo que no te
gustaría que te hagan”. Y ese
“devenir más buena” va impactar inevitablemente en su sanidad psíquica, aunque
en algún momento no pueda comprender porqué.
El argumento de que el
otro “quiera” ser tratado como objeto (es decir, consienta el juego) no aporta
nada a la cuestión. Porque tal “consentimiento” no evita la degradación
psíquica de ninguna de las dos partes.
El ser humano nació para ser sujeto. Volverse “objeto” (por más metafórico que esto sea)
está en la dirección opuesta de su desarrollo, su libertad, su felicidad y, por
lo tanto, su salud psíquica.
Ser sujeto (para sí mismo y para los
demás) es objetivamente mejor que ser el objeto de nadie.
Como hablé de una “verja”,
alguno podría saltar a la conclusión de que el bien (o lo bueno) sería
prescindir de toda verja. Me apresuro a decir que nada está más lejos de mi
intención que aseverar eso.
Primero y principal,
porque tal cosa es imposible. Todos tenemos verjas mentales de referencia. Sin
ellas no podríamos comprender la realidad. De ser posible despojarse de toda
“verja” eso sería muy cercano a cierto tipo de psicosis. Un estado de
desorientación total con respecto a la realidad.
Si ponemos una junto a
otra las ideologías disponibles (que tampoco en realidad son tantas)
incluidas las religiones, quizás descubramos que su diferencia fundamental tiene
que ver con su definición del bien.
De lo mismo se desprende
que, aunque no haya consenso acerca de cuál sería ese “bien”, sí lo hay, en un
nivel más profundo (motivacional, podría decirse) con respecto a que el bien es
algo que debe ser “buscado” o “realizado”, de alguna manera, tanto para uno
mismo individualmente como para la sociedad.
No obstante esto, cabe
destacar que es muy diferente el impacto que hará en cualquier persona, si su
adhesión está motivada por una búsqueda honesta de mejoramiento (personal y
social) o por algún tipo de resentimiento o “deseo de revancha”, así como por
la “ganancia personal” egoísta, usualmente expresada como búsqueda de fama,
riqueza o poder.
Hay infinidad de
ideologías hoy en boga que son utilizadas, por quien adhiere a ellas, para
reforzar sus resentimientos. Es necesario, en vista a nuestra salud
psíquica, reconocer en nosotros mismos si ésa no es nuestra motivación básica
de adhesión a la misma.
Paralelamente a esta
concepción de que hay actitudes y sentimientos que son “objetivamente buenos” (o
sanadores) para cualquier persona, también, por lo tanto, se podrían citar
otros que son “objetivamente malos” (o enfermantes) para cualquiera:
La queja constante, el
descontento con la propia condición, el sentimiento de injusticia con respecto
a las actitudes de otros referidas a uno, el sentimiento de “merecer” más de lo
que se recibe o “no ser adecuadamente valorado”, la tendencia a resaltar lo
negativo de cualquier situación (síndrome de “el vaso medio vacío”), la
atribución de intencionalidad negativa o dañina adrede en las conductas de los
demás (“me lo hizo a propósito”), la denuncia constante de los errores o
“pecados” de los otros, el “espíritu competitivo” hasta en la situación más
insignificante (querer “ganar” todas las discusiones, por ejemplo), la
tendencia a atribuir a las acciones generosas de los otros fines mezquinos
ocultos, etc.
Éstas y otras, parecería
que están, como dice Watzlawick, destinadas a cultivar “el arte de amargarse la vida”.
Por las dudas aclaro que
me estoy refiriendo a interpretaciones imaginarias de los hechos y no a “relativizar”
los hechos malos en sí, como la explotación, el abuso, el maltrato, etc. Hechos,
dicho sea de paso, que la mayoría de las personas relativamente sanas
reconocerán sin dudas como malos.
La capacidad de discernir
lo bueno, lleva implícita también la posibilidad de reconocer lo malo objetivo
y ser capaz de salir corriendo de una situación que nos daña.
Por otro lado, en una
encuesta realizada en Facebook recientemente
fue asombroso comprobar que, ante la pregunta de “¿cómo es una buena persona?”
la gran mayoría coincidió en las características esenciales (salvo, claro
está, las excepociones siempre presentes
de intelectualoides que contestaron a la pregunta con la capciosa contrapregunta de “¿y qué es lo bueno?”
al mejor estilo Poncio Pilatos).
Algunas de las
características más citadas (copiado textual) son[1]:
Quien suma el bien común a la necesidad del bien propio, persona empática
con el prójimo, que da sin esperar nada a cambio, no demandan, no joden al
prójimo, no hablan de más, no critican, que trata de no hacer sufrir a nadie, solidaria
con los demás sin intereses personales de por medio, tolerante, con paciencia
frente adversidades o contratiempos, el que hace a otros lo que le gustaría que
le hagan a él, el que no trata de perjudicar a otros, honesta, el que para ser
tiene en consideración al otro con el afán de construir, no usa a los demás, no
los manipula, no es “ventajera”, se alegra con la alegría ajena, no es
envidiosa, no descarga ira o rencor, está dispuesto a ayudar, aquel que siempre
hace lo correcto así no le convenga a sus intereses particulares, respetuosa de
las opiniones de los demás, el que promociona el desarrollo ajeno, capaz de
ponerse en el lugar del otro, las que nos sanan, la que puede dejar de lado su
egoísmo, compasiva, comprensiva, confiable...
Lo anterior es una apretada síntesis de las respuestas de
unas 135 personas.
Por supuesto que no agota la cuestión. Pero me parece prueba suficiente de que la cuestión no es tan "relativa" u "opinable" como algunos pretenden.
Por supuesto que no agota la cuestión. Pero me parece prueba suficiente de que la cuestión no es tan "relativa" u "opinable" como algunos pretenden.
Es la intención de esta
nota resaltar, en la medida de lo posible, que es más creativa, más libre y más
feliz (en resumen, psicológicamente más sana) la persona que posee estas
últimas características en mayor medida que las primeras.
3.
Normal no significa bueno ni sano.
Parecería que hoy, en
ciertos ámbitos, hay como una especie de “fobia a lo normal”.
En mi opinión, dado el
estado de nuestra sociedad, esto resulta a fin de cuentas bastante “sano”
(aunque la posición final frente al “problema” no siempre lo sea tanto).
Lo “normal” es un concepto
estadístico y se refiere sólo a cantidades (mayorías).
Mientras que lo “sano” es
un concepto no cuantitativo sino cualitativo (al igual que lo “bueno”)
independiente de lo que le pase a la mayoría (o incluso de lo que opine).
Maslow, por ejemplo, opina
que la “gente sana” es aproximadamente el 2% de la población. Es decir algo muy
fuera de “lo normal”.
Rudolf Allers explica esto de la siguiente manera:
En una colonia de
tuberculosos, lo normal es tener los pulmones enfermos (es lo que le pasa a la
mayoría). Alguien que no tuviera tuberculosis sería anormal en esa población.
Pero eso no significa que no es el único que tiene los pulmones sanos.
Que en nuestra sociedad sea
“normal” el egoísmo (gracias al virus expandido por Hobbes y sus innumerables
sucesores avalados por la intención de predominio de la burguesía neoliberal)
no habilita de ningún modo para argumentar que esa pueda ser la condición sana
del ser humano.
La posición de esta nota
es que no lo es.
Así como no puede haber
cantidad suficiente de tuberculosos para afirmar que eso es el funcionamiento
sano de los pulmones, tampoco puede haber cantidad suficiente de egoístas para
afirmar que eso puede ser el funcionamiento sano de la psiquis.
4.
Bueno significa sano.
Para todo ser humano “el
bien” consiste en volverse cada vez
“mejor persona”. En eso, además, consiste la esencia de la “salud
psíquica”. Como dice Maslow, “sano” y “buena persona” son sinónimos. O sea, la
sanación psíquica es, a la vez, una sanación ética.
La gente yerra en su
búsqueda del bien por errores cognitivos y asunción de ideologías engañosas que
lo desorientan.
Además de las distorsiones
cognitivas, hay otras mociones internas que conspiran contra nosotros mismos
para lograr ese “bien” como, por ejemplo, el egoísmo.
Definir si tales mociones
son innatas o adquiridas es completamente irrelevante para el propósito final.
Que uno haya “nacido enfermo” no es en
absoluto un buen argumento para no intentar “curarse”.
Hablamos antes de las
“verjas” (cosmovisiones) socrática, rouseauniana y hobbesiana...
Pero como esto no es un
artículo de filosofía sino de psicología, la pregunta pertinente no será cuál
de éstas es “la verdad” sino cuál es la posición más sana. O,
mejor dicho, la que más propicia la salud.
Claro que todavía puede
salir un relativista extremo a afirmar que no existe tal cosa como la salud
psíquica. Que eso estará siempre determinado por el contexto (histórico,
cultural o teórico) en el que se analice el concepto. Lo que yo me pregunto es
cuál será la causa de que alguien con tal opinión se dedique a la psicología.
Si su respuesta es “para
hacer que la gente se sienta bien” mejor podría a dedicarse a vender drogas...
o coca cola.
Es algo bastante
característico de lo que se dio en llamar perspectiva humanista en la
psicología (representada entre otros por Allers, Maslow, Roger, May, Frankl,
etc.) que la expresión de la sanidad psíquica está directamente asociada al “ser
buena persona”.
Allers incluso llega al
extremo de afirmar que “la única salida de la neurosis es la santidad”.
Afirmar que lo sano no
está en la misma dirección para las diferentes personas es totalmente cierto,
pero no niega que haya un “ideal de salud”.
Así, que para una persona
excesivamente obesa lo sano sea bajar de peso, mientras que para otra
excesivamente delgada lo sano sea aumentar de peso, no niega para nada que haya
un espectro de peso, según la altura y otras variables, que sea más beneficioso
que otros para la salud de cualquiera.
De la misma manera que
para alguien excesivamente pulcro y ordenado (tendiente al TOC) lo sano sea
desordenarse un poco y para alguien excesivamente desordenado, lo sano sea
ordenarse, hay un “orden mínimo” (no obsesivo) que en todos los casos resulta
saludable.
5.
Terapia centrada en valores.
Salvo raras excepciones, necesitamos
ayuda externa para percibir con claridad esas distorsiones cognitivas y
mociones patógenas en nosotros mismos y comprender cómo “mejorarnos”.
Elegí este título de
“terapia centrada en valores” en alusión directa a la perspectiva rogeriana de
“terapia centrada en el cliente” porque si bien la misma, en mi opinión, tiene
conceptos valiosísimos, una interpretación individualista y puramente
subjetivista puede dar como resultado una concepción equivocada de lo que el
ser humano es, ahogando en definitiva su potencial de crecimiento al concebir el
propio capricho como ley.
He notado cierta tendencia
excesivamente subjetivista en algunos rogerianos a invisibilizar en parte que “el
cliente” puede perfectamente no tener ni la menor idea de lo que le conviene,
cuando Rogers mismo destaca que los mecanismos de defensa pueden hacer estragos
en la percepción de la realidad. No basta, en ese caso, liberar su “impulso
natural de actualización”. Porque la supuesta “actualización” sin guía bien
puede ser una deformación monstruosa.
Si bien comparto en gran
medida el concepto de “salud” de Rogers, disiento con algunas lecturas
netamente “rousseaunianas” que creen que el hombre es “naturalmente” bueno y es
la socialización la que lo “pervierte”. Esta dicotomía natura/nurtura no me
parece apropiada para definir al ser humano, como ya expliqué en otro artículo[2]:
Lo “natural” para el ser humano es la
cultura.
Lo que estoy intentando
señalar es que el concepto de “terapia no directiva” es una ilusión
inalcanzable. Ya que todo terapeuta tiene asumido un concepto de salud y su
objetivo (conciente o inconcientemente) va a ser guiar al “cliente” hacia ese
estado.
La terapia tiene
(inherentemente) una “función pedagógica” en cuanto a los
valores éticos (lo acepte el terapeuta o no, incluso ante sí mismo).
Alguno podría suponer que
sugerir que la terapia debe estar cimentada en un claro sistema de valores
implica que hay que “imponerle” al paciente cierta especie de “mandamientos” a
la manera de la religión.
No es esto lo que estoy
planteando.
Mentirle a alguien, por
ejemplo, no es algo que esté necesariamente “mal” si la intención del
“mentiroso” es no dañar innecesariamente a la persona o no suministrarle una
información que considera que no está en condiciones de tramitar en determinado
momento.
La “verdad a toda costa”
puede muy bien estar encubriendo egoísmos o perversiones varias.
La bestialidad (en mi
opinión) de Melanie Klein de hacerle saber a un chico que sus padres tienen
sexo (por más “verdad” que sea) no puedo entenderla de otra forma que como una
total falta de criterio.
Si usted no cree que
alguien “en nombre de una supuesta cura” pueda cometer tal desatino, busque el
“Caso Richard” de esta autora.
Si la mentira, por el
contrario, está destinada a alguna ganancia personal (ya sea por “estafa”
directa o para ahorrarse a sí mismo algún tipo de incomodidad) entonces sí se
puede decir que la intención no será “sanadora” sino todo lo contrario.
Obviamente, está implícito
en lo anterior que el “mentiroso” sea realmente conciente de sus motivaciones.
Y ése es el verdadero
punto crítico de la conducta ética: la autoconciencia de la propia
intencionalidad. La evasión del autoengaño.
Alejarse de la verja,
sería imagen acá de alejarse convenientemente de sí mismo como para discernir
con claridad las propias intenciones de nuestros actos y ver cuáles son los
verdaderos sentimientos que las motivan.
Esto, cabe aclarar, no es
algo que se logra de un día para otro. Necesita de un largo entrenamiento “en
la cancha”, es decir con situaciones y motivaciones que el mismo paciente
traiga... es decir, que de algún modo “le duelan”, o convoquen suficientemente
su atención.
Por eso, también,
someterse (aunque sea temporal y experimentalmente) a ”imperativos éticos”
venidos “de afuera” y ajenos en principio a nuestra motivación más
“espontánea”, suele ser un buen método para mirarse a sí mismo en situación de
fricción y advertir, entre otras cosas, lo deshonesta que puede ser la propia
mente a la hora de autojustificarse.
Me viene a la cabeza un
refrán oriental:
“Cuando la lucha entre el sí y el no comienza dentro de un hombre, recién ese hombre vale algo”.
No estoy intentando decir
que “somos una tabla rasa”, como quería Skinner, completamente “programable”.
Tampoco creo que sea cierto que lo que un ser humano es, es la suma de sus
actos, Pero sí tengo que consensuar parcialmente con los conductistas acerca de
que nuestras acciones repetidas impactan a la larga sobre nuestra esencia. Y si
las acciones son buenas, los hábitos positivos adquiridos devienen virtudes.
Dice Maslow:
<<¿Cómo se aprende a ser sabio, maduro, amable, a tener
buen gusto, a ser creativo, a tener buen carácter, a poder adaptarse a
situaciones nuevas, a detectar el bien, a buscar la verdad, a reconocer lo
hermoso, lo genuino, es decir, a desarrollar un aprendizaje intrínseco más que
extrínseco?
<<Se aprende a partir de experiencias únicas,
tragedias, matrimonios, hijos, éxitos, triunfos, enamoramiento, enfermedad,
muerte y similares.
<<Se aprende a partir del dolor, la depresión, la
desgracia, el fracaso, la vejez y la muerte.>>[3]
Eso y no otra cosa, sus
experiencias idiosincráticas y únicas, es lo que “trae” el paciente a la
terapia como materia prima.
De ambos (terapeuta y
paciente) depende que todo eso sea motivo de edificación personal y no de
degradación psíquica.
De encontrar el “para qué”
(en el sentido de “lo bueno” que de cada experiencia puedo cosechar) más que de
quedarse atrancado en los “por qué”.
De encontrar el sentido.
Que no es una explicación
de las causas sino la utilización fértil de las consecuencias.
Se aprende, cabe agregar
también, tomando responsabilidad de la parte que nos toca en nuestras propias
“desgracias”. Haciéndose cargo de los destrozos que provocó, por ejemplo,
nuestro propio egoísmo o desinterés
6.
El rol del terapeuta
A más de uno quizás no se
le habrá escapado que la historia del adulto y el niño contra la verja quiso
ser imagen de la situación terapéutica.
Volviendo a la metáfora
del principio, imponer normas fijas de conducta sería como acompañar de la mano
al pibe alrededor de la verja. Una solución conductista que le servirá para
esta verja pero no para otras.
Las condiciones de la vida
son en extremo variables.
En cambio si le enseñamos
a alejarse y mirar, le habremos enseñado un tipo de conducta que, una vez
internalizada, le servirá para cualquier circunstancia futura que se le
presente.
No es fácil, por ejemplo,
percibir (de la misma manera que el elefante no percibe que en realidad la
estaca no lo está reteniendo “objetivamente”) que el egoísmo (no importa que
sea “aprendido” o “innato”) es sólo una estaca artificial que sólo suponemos
que ayuda de alguna forma a nuestra supervivencia.
La abstinencia ética del terapeuta es
una impostura, lo acepte éste o
no. Pretender que no se influye en la ética del paciente es hacerse el boludo
(conciente o inconcientemente).
No es imprescindible que
el terapeuta esté completamente “sanado” para ejercer su rol. Pero sí que
tenga claros y concientes los valores éticos que sanan a la persona y
los “antivalores” que la enferman.
Un terapeuta que
“recomienda” el egoísmo como actitud “correcta” (explícita o implícitamente) es
como un médico que receta veneno.
Dice Rollo May:
<< Los
problemas de la libertad y la responsabilidad son, por muchos motivos,
fundamentales en el asesoramiento y la psicoterapia. (...)
<< Una solución inadecuada fue la suposición,
hace una o dos décadas, de que nuestra tarea de asesoramiento y terapia consistía
sólo en “liberar” a la persona; de este modo, los valores sostenidos por el
terapeuta y la sociedad no tenían participación en el proceso. Esta suposición fue
luego reforzada y racionalizada por la definición popular de la salud mental
como “carencia de ansiedad”. Los terapeutas, bajo la influencia de esta
suposición, convirtieron en dogma la
idea de no hacer jamás un “Juicio moral”, y supusieron que la culpa siempre
era neurótica y que por eso era un “sentimiento” del que había que librarse en
el asesoramiento y la terapia. (...)
<< Uno de los efectos perjudiciales fue la
deducción de que la sexualidad era, como decía Kinsey, un asunto de “liberación”
sobre un “objeto sexual”. El acento en la promiscuidad sexual (que paradójicamente
se convirtió en un nuevo dogma: para ser saludable había que ser por completo
permisivo en lo sexual) llevó a un nuevo sentimiento de ansiedad e inseguridad
en todo el campo de la conducta sexual entre nuestros contemporáneos. (...)
<< Porque la suposición de “plena libertad”
que estamos describiendo, en realidad, separa y enajena a las personas con
respecto a su mundo, elimina cualquier estructura en la que ellos deban desenvolverse,
ya sea para defenderla o atacarla, y los deja sin puntos de referencia, en una
existencia solitaria y sin mundo. >> [4] (el resaltado es mío).
Si alguien no descubre en esto la descripción de la
posición de algunos psicoanalistas actuales, es porque no miró detenidamente.
Asociar “el mal” a toda estructura o normativa es muy
propio del sesgo de algunos psicoanalistas que tienden a asimilar todo concepto
moral a su descabellada idea del “superyó hostil”. “Descabellada”, aclaro, cuando se absolutiza,
no porque no pueda existir nunca tal cosa
No deja de ser curiosa la
posición freudiana de que, a pesar de adherir preferentemente a una visión de
tipo “hobbessiana” (que implica que las mociones “naturales” tienden al egoísmo
y es lo social lo que “impone” las restricciones al mismo) aboga sin embargo
por la idea de que “la cura” consiste en liberarse justamente de esas “trabas
sociales” internalizadas (supuestamente) en el superyó.
Pero, como dice Frankl:
<<... la conciencia no puede ser el superyó, por la
simple razón de que ella, de ser necesario, está dispuesta a oponerse a las
convenciones y los estándares, las tradiciones y los valores transmitidos por
el superyó. Es decir, si la conciencia
puede tener, en un caso determinado, la función de contradecir al superyó,
ciertamente no puede ser el mismo superyó. Reducir la conciencia al superyó
y deducir el amor del ello necesariamente terminan en fracaso.>>[5] (resaltado mío)
Partiendo de estos
extraños supuestos no debería resultar sorprendente que muchos psicoanalistas
afirmen lisa y llanamente que “curarse significa volverse más egoísta”.
Por eso digo que es una
impostura el hecho de declarar que no se trasmite al paciente ninguna escala de
valores. El psicoanalista que se permite sugerir (aunque sea veladamente), cosa
que por lo general hace (puesto que lo cree), que toda culpa es neurótica y que
toda “moción superyoica” es sádica, está moralizando en una dirección “amoral”
(en realidad “antimoral”) muy definida.
Cito de nuevo a May sólo
para resaltar que no soy el único “demente” que está viendo esto:
<< Los
errores de la suposición de la “plena libertad” no sólo consistieron en un incremento
de la ansiedad entre los aconsejados y pacientes, sino también en una sutil
deshonestidad. Porque no importaba cuánto protestara el terapeuta o consejero
argumentando que él no presuponía valores en su práctica terapéutica, el
paciente o aconsejado sabía, aunque no se atreviera a decirlo, que tal protesta
no era sincera y que el terapeuta estaba
“contrabandeando” en sus propios valores aquellos que podían resultar más
perniciosos, por el solo hecho de no admitirlos.>> (el
resaltado es mío).
Si vamos todavía un poco
más allá, podemos decir que la tendencia cada vez más generalizada de
interpretar la máxima freudiana (de que la salud mental consiste en la capacidad
de amar y trabajar) tergiversada en que la salud consiste en “coger
y conseguir plata para gastar”, podemos ver que esto se parece
alarmantemente al método romano de control de “pan y circo”. Ya que “conseguir
plata para gastar” nunca es interpretado como producción creativa y desarrollo
interior sino como el mero trabajar para asegurar la subsistencia (pan).
Y “coger” (disociado de todo compromiso emocional) es claramente una mera
“diversión” (circo).
Desde esta extraña lógica,
el consumo de prostitución sería el exponente máximo de “salud” ya que un solo
acto sintetiza el hecho de coger y comprar. O, desde el punto de vista de quien
ofrece el servicio, coger y trabajar.
El sistema de consumo
considera justamente “normal” (y, en realidad, también “sano”, porque al que se
“manda a terapia” es al que tiene problemas con esto) a aquél que conserva su
“capacidad de comprar” (o sea “trabaja” o es rico) y descarga sus tensiones
(evasivamente) a través del sexo casual, para no advertir que su vida no tiene
sentido.
Incluso, si esta descarga
se realiza a través de la masturbación, mucho mejor.
No sea cosa que por decirle a otro “me
gusta esto o aquello” descubra la conversación.
Es importante no confundir
“directivo” con “autoritario” o “coercitivo”, confusión que parece frecuente
entre algunos terapeutas.
Así algunos, por miedo al
“autoritarismo” suelen caer en actitudes terapéuticas cercanas a la alternativa
(1) de nuestro ejemplo, de tipo “laissez
fair”.
Por otro lado, la “empatía
acrítica” del terapeuta (frecuentemente hoy preconizada) puede llevarlo, por
inadvertida “contratransferencia” (o “resonancia”, como dicen los sistémicos) a
reforzar en lugar de sanar, por ejemplo, los resentimientos del paciente.
Distinto es lograr una
genuina compasión ( etimológicamente “padecer con”, compartir el dolor) anclada
en un claro sistema de valores que puede llevarlo a empatizar con la parte de
sufrimiento del paciente causada por el daño sufrido (real o imaginario) pero
desestimando toda moción que tienda a envilecer sus propósitos (como haría el
deseo de venganza).
Muchos de los “problemas”
que lleva el paciente a terapia entran en la categoría de “dilemas éticos”.
<<¿Le puedo robar a
mi jefe porque me explota?>>, <<¿Puedo, estando en pareja desde
hace varios años, salir “de cacería” para levantar mi autoestima o, por la
misma causa ceder a la seducción de quien me “está cazando”?>>
<<¿Es correcto, para acceder al puesto que tanto ansío, calumniar a mis
competidores?>>
O la pregunta posterior al
hecho: <<¿Por qué, si me contesté que sí a estas preguntas y conseguí el
dinero, el amante o el puesto, después de la adrenalina inicial, sigo
angustiado y descontento?>>
Evidentemente, porque
ninguna de estas preguntas se solucionan favorablemente con la aparente respuesta
universal psicoanalítica de “seguí tu deseo”.
Porque la realización
humana está siempre más allá del consentimiento de los propios caprichos
eventuales.
Y el terapeuta que, bajo
el pretexto de “ser neutral” habilite tácitamente estas conductas
autodestructivas, no está haciendo ningún bien al paciente por más que lo
racionalice como se le antoje.
El rol del terapeuta no
puede dejar de ser un rol activo en el sentido de que tiene la obligación ética
de iluminar
la conciencia del paciente (de la misma manera que el adulto hace lo
posible por que el chico reconozca la verja).
De más está decir, que
nadie puede iluminar con una linterna que no tiene pilas.
7. La
dirección de la cura.
Las estructuras
psicopatológicas clásicas (delineadas originalmente por Freud y sus seguidores)
a saber: psicosis y neurosis más un estado borroso intermedio denominado por
algunos a-estructura o estructura
límite o border y por otros (a mi entender de una manera excesivamente
generalizadora) “perversión”, son altamente condenatorios. No sólo porque hay
una rígida ordenación jerárquica de los mismos (validada con la teoría de los
“puntos de fijación”), sino que, por esta “causa evolutiva o genética” parece apuntar
a que la “sanidad” sería la neurosis.
Esto último (el neurótico
es el sano), a mi entender, está causado por la confusión antes citada entre
normalidad y salud sumada al hecho estadístico de que los neuróticos son la
amplia mayoría.
También por la incapacidad
del neurótico de ser realmente crítico con la realidad (ya que preferentemente
ve la verja y no lo que está detrás confundiendo sistemáticamente “el mapa con
el territorio”), condición que hace que se someta acríticamente a las demandas
sociales dando la sensación de “estar adaptado” (“ama y trabaja”) cuando en
realidad sólo está alienado o sometido, profundamente “desconectado de sí
mismo”. Es decir, es una especie de “autómata”.
Pero, incluso si adherimos
a la explicación genética de las estructuras y su génesis en los “puntos de
fijación” el resultado será un ordenamiento transversal, digamos (gráficamente)
de izquierda a derecha.
Concebida esta línea,
podría decirse que la sanación no tiene nada que ver con moverse
horizontalmente por esa línea imaginaria que, por otra parte, es imposible.
Ésta es una ilusión
similar a la que puede tener un individuo de que va a llegar más rápido a la
luna, moviéndose transversalmente por los vagones de un tren que va a cualquier
destino sobre la faz de la tierra.
¿Y entonces?
¿Por qué razón querría
algún tarado “ir a a la luna”?
Como decía Marechal “de
todo laberinto se sale por arriba”.
La sanación, en esta
analogía, no estaría entonces en moverse horizontalmente por la línea, sino,
desde cualquier punto de la misma, en un “movimiento hacia arriba” (hacia el
bien: el altruismo, el bien común, la solidaridad, etc.).
Complementariamente la
“degradación” consistiría en “moverse hacia a bajo”, (hacia el mal: el egoísmo,
la mezquindad, el capricho, el daño al prójimo, etc.).
Así, como argumenta al
psicólogo William James[6], no es la “etiología” (sus
causas pasadas o la “afección orgánica”) lo que permite hablar de “sanidad” en
un caso particular, sino sus efectos concretos en el mundo y hacia dónde está
orientada (su “ideal”, su proyecto a futuro, su intencionalidad ética).
Poniendo un caso extremo,
no sería el principal problema, desde esta perspectiva, que un psicótico
“escuche voces” sino a qué lo impulsan las mismas. Muy distinto es, empíricamente
hablando, si lo impulsan a lastimar gente que (como en el caso de Juana de
Arco) a liberar a Francia de la opresión.
No se me escapa que esto
último escandalizará a quien sea de la opinión de que a todo el que escuche
voces hay que doparlo y encerrarlo.
Tampoco estoy diciendo que
esto no sea necesario en algunos casos. Pero el que se pegue a etiquetas
globales no va a poder discernir bien el “caso a caso”.
Volviendo al epígrafe, no
es que no haya que trabajar en la raíz. Pero la salud de la misma no se puede
juzgar por las deformaciones del tronco (la estructura) sino por la calidad de
sus frutos.
Nadie puede “enderezar un
tronco”, una vez que ya el árbol es adulto, pero sí puede trabajar, alimentando
adecuadamente la raíz, en mejorar sus frutos.
Bonus
En fin, creo que me
quedaron docenas de cosas sin aclarar, pero la computadora me está acusando de
que ya llevo tipiadas más de 20 páginas y me atormenta la idea de que nadie va
a leer un artículo tan largo.
Quiero cerrar no obstante
con una anécdota.
La misma servirá también
para contar quién fue este tal Roberto Bescós, a quien dedico la nota.
Antes que nada tengo que
aclarar que el tipo era un cura que, cuando lo conocí, tenía alrededor de unos
85 años.
A quien uno veía deambular
por los pasillos casi como un espectro, era un viejito esmirriado, tembloroso débil y
hasta algo tímido que, cuando lo llevaban medio a la fuerza a algún evento
social, se sentaba callado en un rincón tratando de llamar lo menos posible la
atención. Pero si uno se le acercaba a conversar, él lo escuchaba atentamente,
con una sonrisa y con unos ojitos penetrantes y no te dejaba ir sin darte algún
consejo... como diré después, frecuentemente el mismo consejo.
Para la época de su
muerte, dio la casualidad de que mi esposa estaba organizando una biblioteca pública
en el pueblo, y así fue como nos encontramos con los centenares de libros de su
biblioteca personal.
Fue curioseando estos
libros que tuve el privilegio de asomarme borrosamente a su actividad
intelectual. La cantidad de libros de filosofía y teología de este hombre que
pude curiosear, estaban todos profusamente subrayados y repletos de notas
marginales algunas de una agudeza y penetración sorprendentes.
Sospecho que quizás, para
cuando lo conocí, ya no leería demasiado. Ya habría elaborado su síntesis
final.
Algunos hechos concretos
daban a entender a los que lo conocimos en qué consistía esa “síntesis”.
Uno era que, casi hasta el
último día de su vida, esa personita débil y achacada, se levantaba cada mañana
y sin falta, lo primero que hacía era ir caminando hasta la clínica del pueblo
a visitar y consolar enfermos.
Otro, que aun viviendo de
una jubilación mínima, jamás dejaba de darle algo a quien se lo pedía,
quedándose, a menudo, sin nada para sí mismo.
Pero quizás lo más asombroso para muchos era cuando lo
obligaban a dar un sermón.
Uno bien podría pensar que
tenía todo el derecho de negarse, dada su condición de salud, pero parecería
que para él no estaba entre sus posibilidades el hecho de decirle a alguien que
no.
Por la sencillez de sus
palabras, quizás pocos hubieran podido adivinar los complejos sistemas
filosóficos que operaban en su mente. Nadie, quizás por escucharlo. podría
adivinar los volúmenes de Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Kierkegaard,
Kant, etc que habían operado en él para que terminara diciendo lo que decía.
Sorprendía a todos, por no
poder comprender de dónde sacaba esa energía cuando se ponía golpear la mesa
con el puño repitiendo casi a los gritos e insistentemente, las cuatro palabras
que eran el corolario de todos sus sermones: “hay que ser bueno”.
Ésa era su síntesis
filosófica.
Ésa era, para él, la única
clave de la felicidad.
Cuando faltaban pocas
semanas para que cumpliera sus noventa años, la gente que lo rodeaba y admiraba
comenzó a armar una gran fiesta en su honor.
Pero él no llegó a
asistir.
Tenía una cita en otra
parte.
[1] Éste es el link al post de referencia
[3] Abraham Maslow – Motivación y personalidad
[4] Rollo May – El dilema del hombre
[5] Viktor Frankl – Fundamentos y aplicaciones
de la logoterapia
[6] William James – Las variedades de la
experiencia religiosa.
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