¿Qué es
lo que impulsa a las personas a ese deseo de que los demás vean las cosas desde
su propio ángulo?
¿Lo hace
porque considera que es un bien para el otro o por puro egocentrismo? ¿O por
una mezcla de ambos?
¿Se
podría decir que alguien desinteresado por difundir su propio punto de vista es
una mejor persona, respetuosa de los demás?
¿O, por
el contrario, sería el más egoísta de todos?
Hoy la
palabra proselitismo tiene más bien una carga negativa.
Para
muchos “hacer proselitismo” es algo así como lo que en internet se dice “hacer
spam”. Invadir el territorio privado del otro en contra de su voluntad.
La
propaganda y la publicidad llevaron al extremo lo antiético de la cuestión,
creando “proselitistas profesionales” (publicistas) capacitados para convencernos
de casi cualquier cosa.
Desde
comprar una nueva marca de jabón, hasta votar a un psicópata como presidente.
Sin embargo
en su origen esta palabra no tenía esta connotación negativa que hoy le damos.
Estaba
relacionada con recibir gente en el seno de una determinada comunidad.
El prosélito,
originalmente era el nuevo, al que la hospitalidad mandaba recibir
afectuosamente. Darle abrigo y cobijo y hacerlo sentir acompañado.
Era el
que, habiendo estado solo, había por fin encontrado “su manada”, por decirlo de
algún modo.
Pero para
los humanos este hecho de “participar de la manada” va mucho más allá que para
los animales. Porque, por características intrínsecas a nuestra especie, para “sentirse
parte” es necesario “compartir puntos de vista”, formas particulares de
comprender el mundo.
Creo que hay algo inherentemente humano en tratar de multiplicar o difundir en los demás el propio punto de vista. De atraerlo, en cierta forma, a su propia manada.
Y a mi
eso no me parece mal.
La
connotación negativa del término "manada" (o rebaño), hoy tan popularizada, también tiene
que ver con esa intención del sistema de dominio que prefiere seres aislados,
para mejor manipularlos.
Es mi
opinión que el que “hace proselitismo” en contra del proselitismo (esto es,
diciendo que nadie tendría que tratar de convencer a otro de ninguna cosa, que
nadie debería tratar de atraer a otro “a su propio rebaño”) está siendo
funcional al individualismo que quiere el sistema consumista. El individualismo
que quiere gente suelta (sin comunidad) para poder más fácilmente “venderle
cosas” (ya sea cosas materiales o posiciones ideológicas). Gente que no tenga
con quién debatir puntos de vista y protegerse mutuamente.
Imposible,
claro, desconocer cierto tinte de vanidad en cualquier impulso proselitista,
cierto posicionamiento a priori de “estar en lo cierto”, estar “en el bien”,
del “lado de los buenos”.
Después
de todo, si adopto cierto punto de vista es porque creo que es bueno. Y, si
creo que es bueno ¿no es lo más humano querer hacérselo ver a los demás?
Hasta el
nihilista, el derrotista más empedernido que dice no creer en nada (o, mejor
dicho, que cree que nada tiene sentido)
no puede dejar de hacer proselitismo de su postura. Aún verificando que la misma
le produce infelicidad e incluso, a veces, cierta desesperación, pareciera, sin
embargo que esa misma desesperación la siente en parte mitigada al convencer a
otro de su propio punto de vista.
Incluso
también aquél que adhiere a una posición de diversidad y aceptación de
múltiples puntos de vista tampoco puede evitar tratar de persuadir a los demás
de ese propio punto de vista. Tratará de convencer de que está equivocado al
que piensa que no todo punto de vista es igualmente válido.
Caerá en
la paradoja de afirmar que “el único punto de vista correcto” es el que afirma
que todos son correctos.
Aún el
convencido de que no hay cosa que pueda ser llamada “el bien” está comprometido
en difundir esa mirada (justamente como si la misma fuera el bien sustancial
del cual todas las personas debieran ser partícipes).
Pareciera
que hay algo en (casi) toda persona (una especie de “dato esencial”) que la
impulsa a agruparse con otros.
Y, como
ya dije, ese “instinto gregario” (tan vapuleado por los individualistas de
nuestro tiempo como el mismo Nietzsche), a diferencia del de los animales (y
justamente por esta característica netamente humana de “tener ideas”) necesita
afirmarse en una ideología.
Necesita
compartir puntos de vista similares.
Hasta un
individualista se siente más cómodo cuando se siente parte del paradójico grupo
de los individualistas.
Hay como
una validación implícita de la propia existencia en la experiencia de compartir
con otros puntos de vista similares.
El que no
comparte ninguno suele terminar encerrado en un manicomio.
Más allá
de los ataques foucaultianos al concepto de normalidad, hasta los mismos
foucaultianos se consideran a sí mismos más “normales” al afirmar en conjunto
que no hay tal cosa.
Creo que
hay algo sano en querer ser como los demás y, recién desde esa matriz común,
explorar las vías posibles de expresión de la propia originalidad. Porque sólo
en ese caso la originalidad se ve justificada al estar en función de algo más
grande que uno mismo.
La
originalidad es lo contrario del aislamiento.
A nadie que piense un instante se le escapa que una originalidad que no tenga en cuenta la mirada grupal (en el sentido de grupo de referencia) es una originalidad incomunicable y por lo tanto estéril.
Una
originalidad sin propósito comunitario es lo más parecido que existe a una
paja.
Un
artista que, en un ataque narcisista de supuesta creatividad, desestima la comunicabilidad
en pos de la “originalidad”, cae rápidamente en una actitud meramente
masturbatoria, autorreferencial.
Pero para
que haya comunicabilidad, tiene que haber puntos en común, visiones
compartidas. Si yo ahora mismo escribiera en un lenguaje inventado por mí,
difícilmente podría argumentar que estoy siendo original, sobre todo porque no
estaría comunicando nada.
Es
interesante el hecho de que, hoy en día, cuando alguien tiene la pretensión de “ser
original” supone que tiene que inventar algo nuevo, algo que nunca existió. O decir
aquéllo que nunca fue dicho.
Quizás a
muchos se les escapa el detalle de que “original” tiene que ver con “origen”.
Y “origen”
apunta a lo matricial, a lo arquetípico, a lo que es común a todos.
Desde
este punto de vista, “original” sería algo en lo que muchos encuentran algo de
su propia identidad profunda, de lo que lo identifica con los otros seres humanos.
De su marca de especie.
Lo original
es, entonces, lo más universal... lo más “común”.
Lo más
original es lo más comunitario.
Es
aquello en lo que el milagro de la comunicación humana sucede.
Original
es lo que hace ver las mismas cosas de siempre con ojos más frescos.
Original
es lo que descubre lo que siempre estuvo ahí, pero por la costumbre se había
olvidado.
Original,
es lo que nos hace sentir “que volvimos a casa”.
A nuestro
origen.
De ahí la relación con ser cobijado... ser un prosélito.
Por eso,
en un sentido positivo, hacer proselitismo es “invitar a casa”.
Una casa
que, tal vez, habíamos perdido de vista... o que ni siquiera sabíamos que
existía.
No es,
desde este punto de vista, meterse en el territorio del otro, sino, por el
contrario, mostrarle que éste es su original territorio. Aquél en el que se
puede encontrar consigo mismo.
Y ahí
recién es que el sujeto, podrá desarrollar su verdadera identidad... su propia
originalidad, a la vez única y común.
Pero hay más...
Si hay
algo originalmente humano (tanto en el sentido de “novedad” como en el sentido
de “fundante”, como en el sentido de “universal”) es la palabra.
Por eso
el proselitismo tiene que ver con la palabra.
Y por eso
también parte de la identidad grupal tiene que ver con el lenguaje común. Aquél
en el que todos nos entendemos. En el que todos sabemos qué es lo que el otro
está queriendo decir.
La comunidad es en donde
el otro puede decir su deseo.
Porque el
deseo humano difiere del deseo animal en que puede ser dicho.
A veces
esto degenera en “jerga”y el lenguaje del grupo en vez de ser incluyente
termina siendo expulsivo. Sólo pueden pertenecer los que “se lo aprenden” a
manera de “mantra” sagrado. Los iniciados.
En esto
también creo que hay algunos extraños síntomas narcisistas. Pero profundizarlo
acá me llevaría demasiado lejos...
Quedará
para otra oportunidad...
Somos
ovejas que fantasean con ser lobos.
Eso no
hace que dejemos de ser ovejas.
Sólo nos
vuelve ovejas psicóticas.
Y para “curarse”
hay que encontrar el propio rebaño.
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