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ACTUAR SIN PENSAR Y PENSAR SIN PENSAR (una mirada desde el pensamiento complejo)




ACTUAR SIN PENSAR 
Y PENSAR SIN PENSAR









"Hay que pensar antes de actuar."

Levanten la mano los que opinan que esto es cierto...

Me pregunto cuántos pensaron antes de levantar la mano.
Cuántos la levantaron porque sonaba bien (o lo escucharon antes) y cuántos porque la levantaban los demás.
Cuántos porque me atribuyeron a mi algún tipo de autoridad ("si lo dice este boludo con tanta seguridad debe saber lo que está diciendo").
Es imposible saberlo, pero quizás algunos puedan verlo para sí mismos.

Hay una infinidad de cosas que cotidianamente hacemos sin pensar.
Y lo curioso es que, si pensáramos antes de cada movimiento, quien nos mirara desde afuera diría que somos tarados... y probablemente tendría razón. 
Si respirar dependiera de nuestra atención, ya estaríamos todos muertos.

Valga esto como un brevísimo ejemplo de algunas de las cosas que podríamos haber considerado antes de levantar la mano. 
Hay acciones que son automáticas y está bien que así sean. 
Algunas que siempre lo fueron, como respirar, y otras que devinieron automáticas con el correr del tiempo, pero que en un momento tuvimos que pensar para aprenderlas.  Como manejar un auto, por ejemplo.
Pero muchas veces, esta tendencia al automatismo (por una cuestión de economía cognitiva, como dicen los psicólogos) se nos “pasa de rosca”  y terminamos haciendo automáticamente cosas para las que nos convendría pensar antes (aunque sea un poco).
También está, digámoslo desde el vamos, el que piensa por demás y se queda estancado en la duda sin poder pasar nunca a la acción, lo cual también termina resultando desadaptativo en extremo.

Por otro lado, habría que decir que el pensamiento es en sí una forma de acción.
Pensar es una actividad.
Así que esta presentación disociativa es un poco engañosa. 
También se escucha a veces criticar a la gente que habla y no actúa, como si hablar no pudiera ser también, a veces, una acción.

Acción, por lo tanto, no es sólo movimiento del cuerpo
Es mucho más. 
Ahora mismo, sin ir más lejos, yo considero que estoy haciendo a través de la palabra. Y para eso, y al mismo tiempo, tengo que estar pensando.

Pero entonces ¿qué carajo es pensar? ¿y qué es actuar?
Si decimos que pensar es usar las neuronas, empezamos mal...
Porque para moverse también se usan neuronas. Todo el sistema nervioso está hecho de neuronas, así que neuronas hay en todo el cuerpo, no sólo en el cerebro (salvo que de esto saltemos a la conclusión de que somos todo cerebro, lo cual, por descabellado que parezca, amerita al menos una segunda mirada).
A lo que voy es que los límites entre pensar y actuar son, por decir poco, borrosos.  
No se puede cortar con un cuchillo donde termina pensar y empieza actuar.
Incluso si intentamos acotar el concepto y decimos: “pensar es reflexionar”, o planificar o, incluso razonar, vamos a seguir encontrándonos con problemas...

“Hay que pensar antes de hablar” es como otro imperativo, subsidiario del primero.
Hay gente, sin embargo, que tiene que hablar para poder pensar... y esto no necesariamente es tan malo como a primera vista parece.
Sin embargo, todos hemos dicho alguna vez “lo dije sin pensar” (quizás con el propósito de disculparnos por haber ofendido a otro sin intención). O también acusamos a los demás de hablar sin pensar, cuando nos parece que dicen estupideces, según nuestra opinión.
Hay gente, también que “piensa con las manos” (es decir, su reflexión está como a caballo de su acción) establece como una especie de diálogo entre actuar y pensar, en el que, el actuar tiene la primera “palabra”.  Me viene a la mente, por ejemplo el “Pensar con la pluma” de Miguel de Unamuno.

Pensar y actuar, por lo tanto, son dos categorías bastante abstractas de la psicología (en el sentido de convenciones un tanto vagas)  que suscitan infinidad de matices cuando se quieren mirar de cerca. 
Dos corrientes importantes, el conductismo y el cognitivismo, parecen (al menos por sus nombres) poner el acento en una y otra de estas características: el conductismo en el actuar y el cognitivismo en el pensar.  
Y todavía no estaríamos considerando la cuestión del “sentir” (tanto en su aspecto de sentimiento como de sensación) que es el tercer elemento que, muy esquemáticamente,  conformaría la tríada psíquica.
Y entonces, también cabría la pregunta, ¿hay que sentir antes de actuar? ¿y antes de pensar? ¿o eso viene después? ¿qué sucede primero, el sentir o el pensar? Y, más importante pregunta, ¿qué importa más? O, más explícitamente, ante un pensamiento y un sentimiento contradictorios entre sí, ¿a cuál le creemos más?

Pero del sentir no nos vamos a ocupar en esta nota. 
Queda para otra oportunidad.
En todo caso, basta esto para señalar que no hay respuesta unívoca a estas preguntas, pero la forma en que cada uno las conteste va echar cierta luz a cómo cada uno es.
Estaría bueno que ahora mismo, pare de leer y piense un momento para sí mismo, cómo cada cual las contestaría.

Ok. Continuamos...
A pesar de todas estas sutilezas, algo en nosotros nos sigue diciendo que pensar antes de actuar (o de hablar) sigue siendo muchas veces un buen consejo.
Sobre todo cuando miramos en retrospectiva nuestras vidas y vemos cuántos problemas nos hubiéramos ahorrado más de una vez, de haberlo seguido.
Está en estrecha relación con la virtud de la prudencia. Y, por consiguiente, también con la cuestión de la libertad.
Cuanto más reactivos seamos, menos libres seremos.
Y esto sin perder de vista que, para algunos, la reacción bien podría ser una reacción mental: algún tipo de racionalización (que los inhabilitara para cualquier acción eficaz por la vía de la inhibición).
Dicho de otro modo, hay un punto importante en esta cuestión de la impulsividad.
El hecho, aparentemente innegable, de que el pensar y el actuar sean reacciones al sentir, no niega el hecho de que hay circunstancias en las que es preferible reaccionar actuando y otras reaccionar pensando.  Qué es lo mejor en cada caso va a depender de las particularidades de cada circunstancia.

Y para ser capaz de discernir lo más apropiado a cada caso, hay que estar atento
Y esto, la atención, tiene que ver con el yo observador del que hablamos en otra nota.
La conciencia (en el sentido de autoconciencia)  es el cuarto elemento que debería como “flotar” por encima de los otros tres (sentir, pensar y actuar)  para aportar una función de segundo orden, por decirlo de algún modo, que regule la pura reactividad o impulsividad.
La conciencia vendría a ser, entonces esa “cuña” que posibilita la libertad. 
Esto nos lleva entonces al interrogante
¿Cómo desarrollar ese yo observador?
¿Cómo acrecentar la conciencia?
Pero en eso tampoco vamos a profundizar ahora, porque sería irse demasiado por la ramas.
Por ahora nos vamos a enfocar en los alcances del automatismo
Porque reparar en el mismo es un primer paso para la toma de conciencia.

Habría que apuntar tangencialmente en este punto que, al esbozo de “tipología” que venimos intentando en otras notas, habría que agregar desde esta perspectiva otra “capa” esencial que tiene que ver con tres tendencias básicas humanas según dónde cada cual ponga el acento.
Estas serían, los  “pensantes”, “sintientes” o “actuantes”. 
Estas tres tendencias básicas están repartidas arbitrariamente entre los seres humanos y, una cosa importante a tener en cuenta, es que ninguna tiene superioridad sobre otra, en el sentido de la dignidad o “importancia”. Son simplemente modos diferentes de encarar la vida.
Pero lo que sí, en mi opinión, determina alguna especie de diferencia jerárquica (en el sentido de mayor humanización), es el grado de intencionalidad en que cualquiera de estas tendencias se viva.
Sentir, pensar y actuar tiene cada uno su “tropismo” particular (su objetivo y sentido último).
“Sentir” se dice de dos funciones diferentes: la sensación busca el placer (en los casos más sublimados, a través de la belleza), mientras que el sentimiento busca el amor. 
“Actuar” busca la eficacia. Se actúa con el fin de producir cierto resultado y, si éste no se produce, se dice que la acción falló. 
“Pensar” busca la verdad. Muchas cosas se podrán decir en cuanto a la relatividad de la verdad, pero la verdad es que éste es el único propósito del pensamiento.

Para casi todo el mundo resulta bastante claro que el que busca intecionalmente el displacer (no como medio para otra cosa sino como fin en sí) tiene algún problema psicológico (generalmente en la línea del masoquismo). Sin embargo, no es tan fácil de ver que también tiene un problema quien busca intencionalmente el odio (llamándolo venganza, justicia o como sea). Y más complicado aún parece que  resulta ver en estos tiempos el problema de quien busca intencionalmente la mentira (porque la mentira a veces causa placer e incluso puede utilizarse con la fantasía de conseguir ser amado).

Entonces, el placer, la belleza, el amor, la eficacia y la verdad son las vías parciales de la búsqueda del bien.
Va a haber una que sea preponderante en cada uno de nosotros, pero si la buscamos en desmedro de las demás, vamos a producir un desequilibrio psíquico que nos impedirá incluso alcanzar el bien parcial que pretendemos.
Algunos ejemplos de esto último serían, buscar placer por vía del sadismo o el masoquismo, buscar amor mintiendo o buscar eficacia a través del odio.
Repito que lo que es importante dejar claro en este punto es que no hay función más importante que la otra sino que cada cual tiene un propósito determinado que sólo puede ser realizado si funciona en armonía con las demás.  Pero que a cada una se le puede evaluar según el grado de automatismo o intencionalidad con que sucedan.  Y en este punto es donde incide la conciencia (que no es ni un sentimiento, ni un pensamiento, ni una acción).
Claro que, como ya se dijo, ninguna función está desvinculada de las demás. La prudencia y la justicia son maneras de pensar orientadas a la acción. Y sin fortaleza y templanza es imposible evitar el actuar reactivo.
O sea que, decir que el pensamiento es fundamental, no es lo mismo que decir que por sí sólo es suficiente. El pensamiento que no produce acción (en el sentido de modificación positiva de la propia vida y la de los demás, es pensamiento estéril).










ACTUAR SIN PENSAR

Hay un refrán que dice "el ser humano actúa, el animal reacciona". 
Parecería que reaccionar tiene más que ver con la supervivencia y actuar con otros fines más relacionados con la conciencia (no necesariamente con "pensar" estrictamente hablando). Apunta a la construcción de la trama vincular y de la propia madurez psicológica.
Pero, como es obvio, sería inexacto decir que el ser humano no reacciona porque, de hecho, es lo que más hace. La diferencia es que al menos tiene la posibilidad de no hacerlo de manera constante.
Y esa posibilidad le viene dada por una especie de “capa” accesoria (pero inherente ya a su “naturaleza”) que es la cultura. 
Porque sólo a través de la cultura es que el ser humano se hace capaz de conciencia.
La cultura mediatiza la reacción.
Y la cultura se internaliza (en sentido amplio) por algún tipo de estudio o aprendizaje (tanto intencional como automáticamente). 
Por la influencia de otros.

Vivimos en un tiempo que sobrevalora la acción. 
En un mundo resultadista en el que las intenciones y la reflexión le importan a pocos.
Lo necesario es una atención continua y dedicada sobre los procesos que desencadenamos con nuestras acciones.


Como dice Byung Chul Han[1]

“La simple agitación no genera nada nuevo. Reproduce y acelera lo que ya existe”.

Yo agregaría que, a veces, incluso, también lo destartala hasta volverlo inservible.

Hay una diferencia cualitativa fundamental entre la acción reactiva y la acción deliberada (quizás no siempre detectable a simple vista).
Tal vez se podría reconocer la acción reactiva por la ausencia de compás de espera, de hiato de tiempo entre estímulo y respuesta. Quizás la mejor manera de aproximarse a esto sea por la inhibición de la respuesta a los estímulos habituales y cotidianos.
Al principio esto puede tornarse frustrante y hasta desalentador, porque se constatará rápidamente cuántas respuestas automáticas tenemos que son exactamente desarrolladas para lo que el estímulo requiere, poniéndonos, si lo intentamos, en situaciones sociales ridículas o incómodas.

Se recomienda no intentar esto, por ejemplo, cuando se está manejando, sobre todo si uno no tiene el seguro al día.


Dice Allers[2]:
“Toda acción supone una situación actual —presente— y una situación posible hacia la cual se tiende — futuro—, lo cual implica conciencia, intencionalidad y esfuerzo, además de un juicio comparativo en virtud del cual lo que está por venir es mejor, es preferible.”

Toda acción es acción social.

La acción es estrategia, dice Morin[3], implicando con esto que toda acción no sometida a permanente verificación es una acción potencialmente suicida u homicida. Y es estrategia, aclara, porque toda acción es, a su vez, una apuesta.
El futuro es siempre incierto y no tenemos forma de prever todas las consecuencias que desencadenará una acción, por mínima e inocente que parezca.
Sin embargo, cuando pensamos en estrategia, es inevitable que vengan a la imaginación situaciones de disputa o competencia. Pensamos en estrategia y automáticamente pensamos en guerra o en ajedrez (o en algún deporte de equipo, como el fútbol). 
Lo que todo esto tiene en común es la idea de enemigo al que hay que vencer (o destruir o someter).
La acción conciente tiene, o debería tener, un signo diferente.  
Y esto no quiere decir que pierda de vista ingenuamente la noción de enemigo (implícita o explícita en las otras acciones estratégicas). Hoy, quizás más que nunca, nos enfrentamos casi cotidianamente a enemigos, si bien no siempre personales, sí a "enemigos ideológicos”  (por llamarlos de alguna forma). Pero el enemigo más poderoso que es necesario identificar es justamente el enemigo invisible que quiere que no pensemos, que nos dediquemos a repetir slogans.

Cuando la acción busca el mal, no le importa qué destruye.
Incluso en los extremos parecería que no le importa ni siquiera la autodestrucción con tal de producir el caos.  
Pero cuando la acción busca el bien necesita un grado mucho mayor de inteligencia y visión global, porque tiene que cuidar a cada instante también de la conservación y el bien incluso de aquello que quiere destruirla. 
No busca destruir el mal sino trasformarlo.
A nadie se le escapa que una acción constructiva tiene que tener muchas más cosas en cuenta que una destructiva.

Surge además el permanente dilema entre las acciones urgentes y las acciones importantes.
Morin resalta el hecho de que 

<<por atender lo urgente se pierde de vista “la urgencia de lo esencial”>>.  

Hoy encontramos mucha gente de extrema buena fe que, hondamente preocupada por los problemas urgentes, pierde de vista los esenciales cuyas consecuencias, inevitablemente, son a más largo plazo.  

Cuando el barco tiene agujeros, hay que dedicarse a taparlos para que no se hunda pero, si nadie se hace cargo del timón por dedicarse todo el mundo a tapar agujeros, es muy posible que el barco encalle o se destroce contra cualquier obstáculo inesperado.  

La acción global, que busca el bien, está obligada a prestar atención simultáneamente a los agujeros y al timón o rumbo.

Y traigo a colación la metáfora del barco porque la acción conciente no puede ser nunca acción individualista (del tipo sálvese quien pueda) siempre tiene que mirar por la totalidad. Tiene por fuerza que intentar salvar el barco con todos los que tiene adentro y, a la vez, subir al barco aún a aquellos que desde afuera hayan estado empecinados en llenarlo de agujeros para hundirlo.
Esto es lo que Morin llama la ecología de la acción. Tener en cuenta el contexto y la necesidad de salvar el contexto.
También es lo central de la famosa frase de Ortega

“Yo soy yo y mis circunstancias. Si no salvo mis circunstancias no me salvo a mí”.

Lo cual implica que si me desentiendo de ellas, en una especie de fantasía individualista, necesariamente me estoy autodestruyendo creyendo salvarme.

Toda acción humana es acción social, lo sepa o no el agente de la misma.

Por eso es extremadamente ilusoria (y refleja por lo tanto un cierto grado de patología) la actitud de quien dice “yo hago con mi cuerpo o mi vida lo quiero, mientras no joda a nadie”, no hay forma posible de no joder a nadie con nuestras acciones, especialmente cuando son autodestructivas como las adicciones o el suicidio.
En el caso de la acciones con deliberada intención social, como las ideológicas o políticas, es importante conocer bien nuestras motivaciones ya que, por la común tendencia que tenemos al autoengaño, es muy posible que confundamos, por ejemplo, justicia con venganza.
Es fundamental la propia honestidad (para la cual no basta desearlo sino que hace falta un voluntario y sistemático desarrollo de la autoconciencia) para reconocer cuando nuestra motivación no es la búsqueda del bien común sino algún tipo de resentimiento.

Como dije en otra parte, a toda acción la mueve una emoción.
Necesitamos purificar nuestras emociones con un profundo y continuado examen de conciencia para tener claro, al menos ante nosotros mismos, por qué estamos actuando.

Por otro lado, como ya se dijo, a la acción lo que le importa es la eficacia (es decir, la utilidad) y, como dice Ortega y Gasset[4]:

“Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero, tenderemos a confundirlo con lo útil”.

Porque lo útil es completamente dependiente de la circunstancia. 
Un bote es útil como tal en un lago e inservible en un desierto (salvo que lo empecemos a usar de una manera distinta de su destino original, por ejemplo como carpa para protegerse del sol o como madera para hacer fuego). Mientras que la idea de bote es independiente de las circunstancias, persiste aunque no tenga eventual utilidad.


Algunas preguntas relacionadas con esto podrían ser:
¿La acción produce menos arrepentimiento que la reacción?  ¿En qué casos?
¿Qué elementos intervienen en la acción y no en la reacción?
¿Qué ventajas tiene la reacción sobre la acción?








PENSAR SIN PENSAR

¿Qué significa semejante contradicción?
¿Es tal cosa “posible”?
Es mi opinión que, no sólo es posible, sino que es algo que hacemos la mayor parte del tiempo.

Verificamos que cuanto menos pensamiento (posibilitado en sí por la conciencia) haya, más problemáticas para uno mismo y los demás se tornan las propias acciones.
Pero el pensamiento en sí, también puede ser automático (como ya se dijo) y, lamentablemente eso es lo más frecuente.
Los pensamientos automáticos son justamente los que según Beck causan la mayor parte de nuestros problemas. Ya vimos que esto no es exactamente así, pero identificarlos y no dejar que nos dominen es, al menos, el principio de la solución.

Pensar es emitir juicios.
Está hoy bastante generalizada la opinión de que “está mal juzgar”.
Pienso que el “juzgar” al que este juicio se refiere es lo que hoy llamamos más frecuentemente “etiquetar”. Es decir, saltar a conclusiones precipitadamente (o sea, sin pensar). 
Así como hablamos de una acción reactiva, el etiquetar podría ser ejemplo de un pensamiento reactivo.
También existe lo que se denomina “pensamiento formulario”. Que es el hábito de “pensar” con fórmulas o grandes bloques de ideas para definir cualquier situación que más o menos se parezca.
Esto es a lo que me refiero cuando digo “pensar sin pensar”.
Es decir, la mente funciona, pero sin atención.

Hoy el sentido común acuñó la palabra “discriminar” en este mismo sentido de juzgar por fórmulas totalizadoras.
Y está muy bien, justamente por la tendencia humana a definir a la totalidad de una persona por unos pocos signos. Así, muchos saltan sin pensar a conclusiones del tipo “un homosexual es un perverso” o “un negro es un ladrón”. Por esta razón, es bueno que se haya instalado el imperativo de no discriminar y modere esta triste tendencia. 
Sin embargo, algunas mentes un poco desorientadas, confunden esto con la idea de que no hay que discernir nada. 
Y el discernimiento, justamente, viene a ser lo contrario de la discriminación (en el sentido actual del término).
Discriminar (o etiquetar) es un buen ejemplo de pensar sin pensar.
La discriminación (que tiene su origen en el concepto de discriminación racial) es una generalización inapropiada, que es un defecto del pensamiento.
En discernir, por el contrario, muchas veces nos va la vida.
El discernimiento es como una postergación (saludable) de la acción.  

La sociedad consumista estimula la decisión irreflexiva porque es lo que más le sirve:
El famoso “Llame ya” no funcionaría si la gente estuviera persuadida de que no tiene que decidir compulsivamente.
Pero nos meten en la cabeza que la decisión instintiva, irracional, es la más apropiada.  
Slogans aparentemente inocentes como “just do it” (sólo hazlo) o “hacele caso a tu sed” contribuyen subliminalmente a esta acción irreflexiva que el consumismo pretende imponer.

La cosa es que, si bien la mente no para de producir “pensamientos”, a pensar correctamente se aprende, no es un bien infuso o innato. 
Como dijimos en otra nota, hay un pensar racional y un pensar intelectivo que es superior. Pero el pensar intelectivo necesita de base el racional.
Hay gente, por ejemplo, que cree que la religión no se trata de pensar sino de repetir dogmas. Cuando lo que vulgarmente se llama ser dogmático no es algo referente a una ideología ni creencia en particular. Es una determinada característica humana que consiste en una relación (¿sentimental? ¿irracional?) con la ideas.
Adherir a una ideología o creencia es (cuando ésta es sana) adherir a un sistema de ideas compuesto por determinados axiomas organizados sistemáticamente y que sirven de punto de partida para pensar (a quien tenga la intención de hacerlo, claro).
A nadie se le ocurriría decir que alguien es un dogmático porque afirma obstinadamente que dos más dos es cuatro sin detenerse  a hacer la cuenta con los dedos cada vez.  

No se puede pensar en el vacío, sin partir de supuestos.
No existe tal cosa como el librepensamiento. 
Lo importante no es no tener supuestos (lo cual es imposible) sino tener conciencia de ellos. 
Y que esos supuestos no funcionen como clausura o fin del pensamiento sino como detonante del mismo.
Que dentro de la religión está lleno de “dogmáticos” no cabe duda, lo curioso es que los que dicen esto (dogmáticamente) no los vean también con la misma frecuencia fuera de ella.
Es algo que funciona casi como un “dogma” (en su sentido peyorativo) esto de decir que ser religioso es ser dogmático.

El funcionamiento automático de la mente es la divagación.
Saltar de una cosa a otra por una especie de asociación arbitraria y no profundizar realmente en nada. Pero esta divagación no es tampoco tan al azar como parece, está determinada por un montón de tópicos que van limitando nuestra comprensión.

La atención, por lo tanto, es la herramienta para controlar la divagación.
La pregunta sería ¿atención a qué?
La frase sobre la que profundizamos en otra nota Conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses resume un poco la cuestión.
Ahora vamos a decir que los tres ámbitos son simultáneos.
No hay manera de que pretenda conocerme a mí mismo sin mirar para afuera al mismo tiempo y vea, por decirlo de algún modo, lo que el “universo” me devuelve.

Dijimos también en otras notas que inteligencia y voluntad son imprescindibles para alcanzar la libertad. 
La inteligencia se consigue con el ejercicio del pensamiento. 
La voluntad es requisito para la acción. 
Así que, en definitiva, seguimos hablando de la libertad y de los medios para acercarnos a ella.
Porqué carajo queremos ser libres es otro tema de reflexión de lo más interesante.
¿Será por que alguien nos lo metió en la cabeza o será algo innato?
¿A todos les pasa o sólo a algunos?
En fin, da para largo... 










LA PARADOJA

Hay un elemento muy útil para el desarrollo del pensamiento que es la paradoja.
Al respecto dice Kierkegaard:

“La paradoja es el origen de la pasión del pensador. Un pensador sin paradoja es como un amante sin sentimiento: un despreciable mediocre.”

Y una paradoja muy interesante es la que plantea Vigotsky con relación a la precedencia de la palabra.
Dice algo así  (parafraseo de memoria):

“Para que el animal humano devenga verdaderamente humano se tiene que encontrar con la palabra esperándolo”.

Pero entonces, si no me puedo convertir en humano si no me encuentro con alguien que me habla, ¿quién dijo la primera palabra?
Esta teoría del punto crítico afirma que, para que haya humano, la criatura que tiene en sí la potencialidad biológica para aspirarlo, se tiene que encontrar con algo (que viene de afuera).  Ese algo es la palabra (o logos) que sólo aporta la cultura. 
Sin poder explicar esta aporía desde su marco teórico, este honesto pensador, quizás sorprendiéndose a sí mismo, quizás presa de serias dudas, no pudo evitar señalarla aún yendo contra todo principio al que se declaraba adscribir. Esto, entre otras cosas, le valió su censura pot-mortem en la Rusia leninista durante décadas. Ajeno por completo a su visión del mundo, lo que dijo es que cuando la palabra se hizo carne es cuando apareció el hombre (con sus funciones psicológicas superiores). Y esto no fue “de abajo a arriba” como todo principio materialista pretende (desde el gruñido, por decirlo de algún modo) sino “de arriba a abajo”. 

La palabra, tiró hacia sí del animal para volverlo humano.
¿Cómo puede ser esto?
Creo que esta pregunta tiene más valor que cualquier torpe respuesta que podamos intentar. 
La incertidumbre es, lejos, siempre la mejor respuesta. 
Así que la vamos a dejar abierta.

Y, aunque no parezca, seguimos hablando de psicología.
Porque el objeto de  la psicología es justamente el estudio de los efectos de la palabra en la carne
Es decir, el impacto de lo simbólico en lo biológico.

Y la palabra, así como introduce la libertad (y justamente por ello) también introduce el azar en donde hasta el momento era un universo cerrado y determinista.  
Aporta, entonces, un condimento de caos (principio de incertidumbre) al cosmos. 
Pero es un caos “secundario”, necesario para distanciarse simbólicamente de algo que, de lo contrario, sería orden ciego. 
No es fácil resaltar la magnitud de semejante cuestión, sobre todo ante quienes siguen insistiendo en que el hombre es sólo un animal más.
Este “caos” aporta al cosmos la posibilidad de autoconocimiento.
Pero con esto también aporta el crimen. 
La posibilidad de autodestrucción o perversiones diversas, la posibilidad de “falsear” la realidad.
El falseamiento intencional del significado inherente al orden primordial es lo que llamamos mentira. 
Y si aceptamos que la palabra posibilita la mentira implícitamente estamos aceptando (y esto ni a un infante se le escapa) que existe algo que debe ser verdad, que es lo que la mentira niega o esconde.
También, dicho sea de paso, en el concepto de caos interviene inevitablemente el de cosmos.
No se puede tener noción de que algo está desordenado sin saber lo que es el orden.

La verdad psicológica

Es una de mis convicciones  más fuertes que la relación de la persona con la verdad y la mentira es causa de su salud mental o falta de ella.
Con esto quiero decir explícitamente que, cuando más honesta es una persona, más sana es. Y esto refiere tanto a su relación con los demás como consigo misma.

Hay en nuestros tiempos un curioso esfuerzo por relativizar (o incluso negar) el concepto de verdad: “Cada cual tiene su verdad” es uno de los axiomas del subjetivismo extremo.
No pretendo acá negar la existencia de la limitación humana con respecto al conocimiento de la verdad ni tampoco la existencia del punto de vista o perspectiva individual (llamado “opinión” o doxa, desde los tiempos de Platón). Encuentro incluso saludable cierto perspectivismo que dificulte a cualquiera (especialmente a los detentadores de poder) en erigirse en “dueño de la verdad”, como vulgarmente se dice.
Pero un perspectivismo extremo, obstruye o dificulta a muchos desprevenidos el hecho concreto de que cualquier persona tiene en sí misma (subjetiva o psicológicamente) la posibilidad real de mentir o decir la verdad (incluso aceptando la salvedad de que eso sea “según su propia opinión”).

La verdad psicológica, por lo tanto, es un hecho crucial.
Sería un despropósito hablar de conocimiento de sí (o, en rigor, de cualquier conocimiento) afirmando simultáneamente que la verdad no existe.
Esta declaración: “la verdad no existe” esteriliza e inmoviliza toda sana moción intelectual.
El intelecto tiene un tropismo natural hacia la verdad. 
Quiere saber.
Y, querer saber, implica saber lo cierto. 
Lo contrario sería fantasear.

Es importante señalar también que este subjetivismo a quien más beneficia es a los mecanismos actuales de poder que ante declaraciones “es verdad que gran parte de la población padece hambre” puede responder cínicamente “todo depende del cristal con que se mire”.
Mentir es ocultar o desvirtuar algo que uno cree que es cierto.
Ésa es la mentira psicológica e importante causa de enfermedad mental (neurosis).
Ya sea porque el sujeto se persuadió a sí mismo que mentir le conviene de alguna forma o porque algún aspecto de esa verdad le resulta demasiado dolorosa, la cuestión acá es que de una manera u otra la elude o niega. Y eso es en definitiva lo que lo precipita en un caos en el que va quedando cada vez más enredado como un insecto en la telaraña.  

La palabra, por lo tanto, siendo una bendición (y, como toda bendición) es también un problema. Introduce el conflicto, la incertidumbre y la paradoja en la realidad que, sin ella era notablemente más "mecánica". Cosas, dicho sea de paso, imprescindibles de transitar para todo aquél que busque sentido y trascendencia.

Podemos definir pensar, entonces, como la búsqueda de alguna verdad (de uno mismo, de los demás, de Dios). 
Si no está este elemento no podemos decir que sea pensar. 
A lo sumo será alguna forma de diversión intelectual o una acumulación compulsiva de datos.
El pensar, por lo tanto, sería también un entrenamiento de la mente para capacitarse en percibir verdades, para defenderse del engaño y del autoengaño.


La racionalización.

Dijimos antes que el pensamiento se podía jerarquizar en racional e intelectivo. 
Y que el pensamiento racional era la materia prima de la prudencia. Pero también, que este tipo de razonamiento puede degenerar en lo que se llama racionalización, cosa que los psicólogos vienen diciendo desde Freud, y que sería como una especie de desvirtuación de los hechos para acomodarlos ante la propia mirada de manera tal que nos resulten convenientes o menos dolorosos.
Es difícil determinar si en el origen de la racionalización individual hubo algún grado de intencionalidad por parte del sujeto. Lo que importa acá es que, por lo general, tal como la podemos ver en el presente en cada uno de nosotros y en los demás, esta racionalización es bastante automática. Es decir, funciona sola.

Si, como dije en otra parte, la intelectualidad significa una integración de la dimensión afectiva/estética para la comprensión de la realidad (una supra-racionalidad), la llamada racionalización, por el contrario, es una infra-racionalidad, al permitir que tendencias sentimentalistas interfieran y limiten el razonamiento. Aquí, el pensamiento no estaría potenciado por lo emocional, como es el primer caso, sino que funcionaría como vasallo para justificar lo que el sentimiento caprichosamente quiere.

En el medio está el racionalismo que, básicamente, para lo único que sirve es para hacer cuentas, pero que tuvo un papel relevante en los últimos siglos, sobretodo para el desarrollo científico y tecnológico. Es básicamente un intento de recorte aséptico y cuantitativo de la realidad (sentido del término “racionar”). 
Es lo que Heidegger identifica como pensamiento calculador, en oposición al pensamiento reflexivo, que es más profundo y trascendente.
Entre otras cosas porque reflexionar (que tiene que ver con reflejar) no se puede hacer solo, se necesita reconocer al  otro que se refleja.

El estudio de uno mismo, en algún punto del proceso, no puede omitir el intento de traer a la luz de la conciencia esos procesos de racionalización tratando de descubrir las falencias y desvirtuaciones de los mismos.
Esto, como sospecharán los más atentos, es casi imposible hacerlo solo. No vamos a describir acá todos los tipos de distorsiones cognitivas que los psicólogos han identificado y que conducen todas a algún tipo de falseamiento de la realidad.
Ya sea por una generalización exagerada, por maximización o minimización arbitraria de algún detalle secundario, por tremendismo, relativismo, absolutismo, prejuicios, falacias, etc., tendemos a distorsionar las cosas de una manera que, si bien en algún momento tuvo características autodefensivas (o algún tipo de ilusión de autopreservación) termina causándonos gran sufrimiento.
A veces es más fácil ver estas distorsiones en otro que uno mismo y, por la misma razón, los otros nos pueden ayudar a verlas en nosotros mismos. Para lo cual tiene que haber un acuerdo pactado en el que cada cual sea capaz de aceptar observaciones de los demás sin ponerse tercamente a la defensiva.

De ahí cualquiera podría deducir lo siguiente.
Para pensar, necesitamos de los otros.








 


Artículos del mismo blog citados:




Notas:

[1] Byung Chul Han. La sociedad del cansancio.
[2] Rudolf Allers. Existencialismo y psiquiatría.
[3] Edgard Morin, Introducción al pensamiento complejo
[4] José Ortega y Gasset. El Espectador 1

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