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SENTIMIENTO, SENTIMENTALISMO Y TRAGEDIA GRIEGA.




Vivimos en tiempos líquidos.
Esto, como todo, tiene características positivas y negativas.
Una de las positivas es que se superó cierta rigidez artificial de épocas anteriores, como el positivismo y el victorianismo.
Una de las negativas es que parecería que una gran cantidad de gente metió su cerebro en una licuadora.

¿Qué significa esto?
En mi opinión, que perdió por completo la noción de orden jerárquico de las cosas.
Si a usted se le “erizan los pelos” cuando le sugieren que el mundo es un cosmos ordenado, quizás participe de esta licuidificación, aún sin ser muy conciente de ello.

Es lo que Kierkegaard quería decir, según creo, cuando hablaba de la esfera estética de la existencia
Una manera de ver el mundo que tiende a nivelar todas las cosas. A desconocer que hay cosas más importantes que otras con el propósito de validar los propios caprichos sobre todo lo demás.

¿Qué tiene que ver esto con el tema?
Bueno, justamente, creo que eso pasa en muchos casos cuando se tiende a confundir la defensa de la dimensión afectiva del ser humano en una apología del sentimentalismo.
¿Y cuál es la diferencia?
Bueno, para abordar el tema, primero deberíamos preguntarnos qué es “sentir”.

Sentir se dice en el habla cotidiana de varias cosas: sensaciónemoción y sentimiento serían las más diferenciadas.

La sensación refiere a lo netamente corporal: frío calor, dolor, placer... Pero esas sensaciones están entrelazadas inextricablemente con sentimientos (el dolor, por ejemplo, es la raíz del miedo, aunque también por la complejidad humana se puede convertir en otras cosas, como el goce masoquista).

Para la diferenciación entre sentimiento y emoción tampoco hay un consenso total. El más generalizado es que el sentimiento es más estable y la emoción más fugaz. Así, se puede tener un sentimiento de amistad o amor para con alguien y a la vez sufrir una emoción de enojo o ira eventual (pero superpuesta) hacia la misma persona.
La emoción, además, como su etimología lo sugiere, produce movimiento, acto. Pero ese acto puede ser corporal o mental.

Entre el sentimiento (más duradero) y la emoción (más fugaz) está el estado de ánimo, que es algo a lo que la psicología le presta especial atención. Entre otras cosas, porque un estado de ánimo puede llevar al suicidio (si es depresivo) o a realizar acciones de lo más imprudentes (si es maníaco) que a la postre también pueden desembocar en el suicidio.

Desde el punto de vista de la experiencia personal, sentir es lo primero que sucede (según algunos eminentes teóricos como Antonio Damasio[1]). O sea, lo que activa el resto. Tanto pensar como actuar, según esta perspectiva serían reacciones al sentir (y el mismo sentir,  a su vez, reacción de algún estímulo externo o interno).



La “calentura” (excitación sexual) por ejemplo, puede desencadenar una serie de reacciones parcialmente determinadas por las características de cada persona particular (o por sus distorsiones de personalidad).
Así, uno podría pasar directamente al acto (en el abanico que va desde el simple intento de seducción hasta la cruda violación) mientras que otro podría activar el fantaseo (sin salir de ahí o desembocando, por ejemplo, en la masturbación) y en otros, todavía, en la represión, sin que la conciencia tome noticia del proceso. O infinidad de otras variables, como por ejemplo la llamada sublimación a través de cualquier forma de arte o ciencia (o cualquier otra expresión cultural).

De más está decir que hay cierta especie de “jerarquía” de grados de humanización en las reacciones posibles.
Reacción, por lo tanto no es un paquete indiferenciado, hay que mirarlo más de cerca. Podríamos poner, quizás arbitrariamente,  a la impulsividad en un extremo y a la trasformación cultural (espiritualización) en el otro. Y esta misma transformación puede tener, asimismo, distintos grados (aunque quizás no todos puedan ver la diferencia de sutilización entre una película porno y un desnudo de Da Vinci... y esto sin pretender negar la utilidad social de ninguna).
Se podría decir entonces que, partiendo de un individuo, las reacciones más "elevadas" serán las que más bien le hagan a la humanidad. Ya sea que se entienda "humanidad" como la gente que tenemos cerca como las de un ámbito mayor.

Las emociones, entonces, son lo más automático que tenemos y, al dispararse tan rápidamente, es muy difícil entender cómo la intencionalidad puede tener que ver con las mismas.
Las emociones, apenas surgen, por su carácter involuntario, no tienen un marcador moral. No se puede decir que sean (éticamente) buenas o malas, justamente por carecer de intencionalidad, que es lo que determina el signo moral.
Pero que esto sea una verdad irrefutable no habilita (en realidad, justamente objeta) que pueda un sujeto ser gobernado por ellas.
Una vez que la emoción surge (ya sea positiva o negativa, agradable o desagradable) la voluntad puede consentirlo o no. Dejarlo crecer o desestimarlo (que no es lo mismo que reprimirlo).

Con esta mala interpretación vulgar del concepto de represión de Freud (que muchas veces la misma imprudencia o superficialidad de algunos psicoanalistas contribuye a fomentar), se escucha frecuentemente el consejo “no te reprimas porque te podés enfermar” (como si la represión pudiera ser voluntaria) como una invitación a dejarse fluir por donde sea que la emoción nos lleve.

Tristemente, muchos han verificado que la emoción no es ni buena ni mala siempre y cuando no se transforme en acto.
E incluso antes, ya tiene signo moral si se transforma en sentimiento.

Para una explicación más exhaustiva de qué significa que la emoción se transforme en sentimiento puede leer en este blog Emoción palabra y sentimiento

Quizás el surgimiento de la ira (incluso del resentimiento) sea involuntario. Pero si lo consentimos y validamos (o, incluso, alimentamos) con nuestros pensamientos,  nos pueden conducir fácilmente al crimen. 

Actuar sin pensar, puede concebirse de este marco como actuar a partir de una emoción sin que la inteligencia y la voluntad sean eficaces para mediar en la compulsividad.
Más apropiado sería decir "actuar sin conciencia".

Es importante señalar acá que, si bien puede ser que la emoción tenga una cierta “precedencia” en el desencadenamiento psíquico, una vez que el fenómeno sucede, todas las otras capas entran en una especie de torbellino circular y se retroalimentan entre sí, de manera tal que la misma emoción puede ser exaltada o amortiguada (o radicalmente transformada), tanto por el sentimiento, el pensamiento o el acto.

Lo que importa, de acá en más, es ver dónde la conciencia humana puede meter una cuña que sea de utilidad para la humanización progresiva de la persona. Saltar a que la precedencia hace más real la sensación que todo lo demás que sucede es casi como una petición de principio que no lleva a ninguna parte útil.

El yo observador (o conciencia intencional de sí) es lo que posibilita cierta independencia del imperio de las emociones. El poder discernir cuáles nos conviene alimentar y cultivar y cuáles no.

Así como existe el activismo (en su sentido peyorativo de hipervaloración del actuar por actuar en sí, sin un propósito definido y sin detenerse a reevaluar rumbo alguno) existe también el sentimentalismo, que consiste en elevar el sentimiento a juez último de todas las cosas.
Pero denunciar el sentimentalismo no significa negar la importancia fundamental de la dimensión afectiva en nuestra vida (incluso, como ya se dijo, en nuestra forma de conocer).
Ya Damasio explicó impecablemente cómo los sentimientos efectúan un recorte necesario a nuestra percepción de la realidad sin el cual seríamos incapaces de tomar ninguna decisión racional, justamente por la falta del marco que producen estos filtros emocionales. Demostró cómo el placer y el displacer son las bases de nuestros sentimientos de amor y odio, de afinidad y repulsión y éstos, a su vez, son la base de todo razonamiento ulterior.
Este encadenamiento de sucesivas y concéntricas sutilizaciones y abstracciones no sólo refuta todo dualismo cuerpo mente (poniendo a ambos sólo en determinados puntos de un mismo continuo)  sino que afirma su interdependencia.
Sin embargo, no es inusual que algunos salten a la conclusión de afirmar que la emoción (por ser lo primero) es más real que el pensamiento (sólo porque éste viene después).  
Más abstracto no significa, necesariamente, más irreal (aunque podría serlo si pierde su relación con la realidad saltando a la arbitrariedad, la fantasía o la alucinación).

Es innegable que nuestros sentimientos tienen tanta relevancia en nuestra vida que tendemos a considerarlos como lo más real que nos sucede. Sin embargo, cuando a partir de esa comprobación subjetiva tendemos a elevarlos a determinantes de juicio sobre la realidad estamos renunciando a una parte de nuestra capacidad. La más sutil, que es la conciencia.
El racionalismo de cuño cartesiano tendió a creer que sólo la razón por sí misma era suficiente para comprender algo. El sentimentalismo tiende a cometer el error simétrico negándola en favor de los sentimientos. Es obvio que ambos están equivocados (al tener sólo parte de la razón).

Aaron Beck[2], el padre del cognitivismo, cayó en parte en este error racionalista al considerar a los pensamientos como predecesores de todo sentimiento.
Su principal error, sin embargo, no fue éste sino el de concebir una causalidad lineal en lugar de recursiva:


Sentir y pensar se influyen mutamente y de manera circular.

Las posiciones antirracionalistas (incluso las que sugieren una total determinación inconciente) pierden de vista también la cuestión de la causalidad circular. La cosa es que, aunque no tengan precedencia temporal, los pensamientos sí pueden influir en los sentimientos (tal como quería Beck, aunque con un marco teórico inadecuado).

De hecho, incluso las acciones también pueden (como querían Watson o Skinner). Está ampliamente comprobado que, aunque la tristeza produce determinado gesto corporal, se puede mitigarla cambiando el gesto (por ejemplo, obligándose a sonreír). 

Saltar, a partir del hecho irrefutable de la precedencia de los sentimientos, al consejo hoy tan generalizado de “hacé lo que sientas” porque eso se supone que va a ser lo más correcto, sin atender a lo que la mente opine es, por lo menos, imprudente. No es un consejo que se le pueda dar, por ejemplo a un depresivo (ni tampoco a un maníaco, sin importar lo contento que esté).

El hecho de que en la depresión, lo que produce el pensamiento derrotista sea un sentimiento previo de tristeza o desolación (causado a su vez por desequilibrios hormonales o de neurotransmisores, es decir, biológicos) y no al revés, como propone la teoría de Beck, no niega el hecho de que al modificar los pensamientos (e incluso los hábitos corporales) se pueda operar sobre los sentimientos para modificarlos.
Justamente porque la causalidad no es lineal sino recursiva. Pero los pensamientos (y los gestos) están mucho más al alcance de nuestra voluntad o intencionalidad o, mejor dicho, la vía que nuestra voluntad tiene para operar sobre nuestra emocionalidad es justamente ésa.

Volviendo al tema de los sentimientos maníacos, no podemos pasar por alto la confusión moderna entre enamoramiento y amor.
El enamoramiento, ya lo decía Freud, es una especie de locura temporal (mezclada muy frecuentemente con la más obvia calentura). El enamorado, junto con la sobreidealización de su “objeto de amor” pierde toda noción de principio de realidad. Atribuye (por proyección narcisista) infinidad de virtudes a la persona “amada” que en realidad no posee (“ama”, por lo tanto, a alguien que no existe).
Y, en realidad, no sólo a la persona amada. Porque el enamorado  (por su desequilibrio hormonal) tenderá a ver todo aspecto de su vida distorsionado como si fuera un cuento de hadas: “el mundo es bello porque estás tú”, sería su sesgo fundamental.
Con esto no estoy diciendo que haya que privarse de la experiencia eventual del enamoramiento, pero para algunos se vuelve una adicción, una forma de vida.
Hay quien salta de relación en relación buscando esta sensación intensa de “felicidad” (que en realidad es exaltación) que el enamoramiento proporciona. Es incapaz, por eso mismo, de pasar a la profundidad del amor, con lo que denota una inmadurez esencial.

Hay también los que no se enamoran de personas sino de teorías o ideologías.
Es lo que comunmente se llama fanatismo.

El amor, por otra parte, no es sólo un sentimiento.
Podría decirse que es el objeto final y la sublimación última de la voluntad.  
El amor es una construcción.
Y, como todo lo constructivo, es un arte (como bien dice Erich Fromm[3]).
Y, como todo arte, requiere cierto talento y dedicación, no alcanza con la espontaneidad.
No tiene que ver con ninguna impulsividad.
La impulsividad tiende a destruir aún aquello que se proponía preservar.

El amor, por el contrario, es el delicado oficio de mejorar lo que se toca, a la manera de quien transforma una piedra en escultura.
Por lo tanto, requiere a la vez inteligencia y voluntad (que no es lo mismo que razón y capricho). Pero, sobre todo, requiere conciencia.

No quiere decir esto tampoco que esté exento de pasión o entusiasmo, al contrario. Es pleno de intensidad y entrega. Pero trabaja con lo más heterogéneo que existe que es el alma humana (tanto la propia como la del otro) y por eso necesita cierta “maestría”.
En estos tiempos cuando se habla de amor la mayoría de la gente tiende a pensar en el amor de pareja. Y no es que allí no deba haberlo, pero es donde más frecuentemente falta (justamente por esta confusión tan común entre amor y enamoramiento).
Pero más fácil para entender de qué se trata es enfocarse en el amor a un hijo. El padre (o madre) quiere el bien incondicional del hijo (esto siempre y cuando estos padres estén medianamente sanos psíquicamente que también es algo que viene en declive). Y no sólo desea el bien pasivamente sino que sabe que tiene que implicarse para que esto suceda. Tiene que modelar sin inhibir, mostrar y orientar sin obligar.
Entonces, nadie puede evitar “sentir” pero hay maneras correctas e incorrectas de sentir. Algunas que nos ayudan a construir sanamente nuestra interioridad y otras que obstruyen esta tarea.

Los sentimientos hay que mirarlos en una perspectiva relacional
No es lo mismo, por ejemplo, sentir tristeza por las propias desgracias que sentirla por las ajenas. La tristeza en sí puede ser la misma, pero en un caso va a tener un matiz más altruista que en el otro.
Los sentimientos, entonces, son la raíz de nuestra personalidad
Inútil hablar de los frutos si la raíz está podrida. Pero la raíz, más allá de su función vital de alimentación y soporte, necesita de lo demás. Basta cortar un árbol a ras del piso para verificar que la raíz sola no sobrevive.
Dijimos, siguiendo esta metáfora, que lo deseable es que, entre la sensación , el sentimiento y la acción haya algo que medie de manera tal que no toda acción sea automática sino que funcione a partir de cierta intencionalidad y, más importante aún, finalidad concreta orientada hacia el bien.

Dado que nuestros propios sentimientos, por razones psicológicas, se presentan a nuestros ojos como lo más real que nos sucede, no resulta fácil persuadir a nadie de que puede estar experimentando sentimientos inauténticos, puesto que para él, son muy reales.
Desarmar el aparato perceptual de alguien habituado desde hace mucho tiempo (quizás toda la vida) a la superficialidad, es una tarea no poco ardua y complicada. Y no serán, según creo, los argumentos racionales los que lo persuadirán.

El sentir automático e inauténtico será el más difícil de abordar. 
Porque no se puede razonar con los sentimientos.
Como sugiere Pascal, las “razones” del sentir son completamente ajenas a las del pensar (“el corazón tiene razones que la razón desconoce”, dijo).
Así que al sentimiento es menester abordarlo con sentimientos. Sería, en cierta forma, un abordaje de naturaleza “estética” más que racional.

¿Y qué quiero decir con “abordaje estético”?
Los griegos le decían “catarsis”.
Catarsis, no significa necesariamente “hacer llorar”. Pero puede incluirlo. Si la motivación apunta al “resorte” correcto, sería incluso el “síntoma” más revelador de que el estímulo “dio en el clavo”. Pero si el propósito es sólo hacer llorar, desatendiendo a la causa profunda de ese llanto, uno bien podría ponerse a torturar gatitos y, si bien hará llorar, no conseguirá nada productivo. Salvo, quizás, que a uno lo caguen a palos, como correspondería.

La verdadera catarsis, tal como la pensó Aristóteles, implica una conmoción moral. 
El mero relato de desgracias más o menos aleatorias no produce eso.
¿Y qué es la conmoción moral? 
Es la comprensión profunda, por empatía directa con el modelo presentado, de cómo mis propios errores (entre los cuáles el central sería la soberbia, o hybris, según los griegos) me precipitaron en la desgracia.
Si llora, el espectador (recuérdese que la teoría es en relación a la tragedia griega)  no debería llorar por el otro, deberá llorar por sí mismo. Por el reconocimiento, por decirlo de algún modo, de su propia estupidez (cosa que desde otro punto de vista se podría llamar arrepentimiento).

Este “llorar por sí mismo”, que a primera vista (y si se lo entiende mal) puede parecer egoísta, sería, por el contrario, el reconocimiento del propio egoísmo y sentirlo venenoso o autodestructivo.
No implicaría tampoco reconocer que el otro (en este caso el personaje de la tragedia) es “más bueno que yo”, sino, en todo caso, que yo soy tan malo como él. Y que en el ejercicio de esa “maldad”, estoy hipotecando mi vida. Con “malo” no estoy queriendo significar acá una maldad “diabólica” ni depravada (la “maldad” del psicópata). Me refiero más bien a la “maldad” de la superficialidad, la frivolidad, el hedonismo egoísta, etc. También eventualmente (aunque esta es más difícil de ver en uno mismo tan rápido) la de la propia arrogancia y soberbia.

Por la vía de este “arrepentimiento” es que Kierkegaard sugiere que el ser humano “evoluciona” desde una percepción estética a una percepción ética de la propia existencia... y luego más allá.
Por eso el que dice “no me arrepiento de nada” está defendiendo obstinadamente su percepción estética de la vida o, dicho de otra forma, una existencia inauténtica, frívola y superficial.

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¿Y a qué voy con esto?
A repetir una vez más que la ética tiene mucho que ver con la salud mental y no que, como muchos terapeutas hoy pretenden, son esferas separadas y que no se influyen entre sí.

La percepción subjetiva del sentido de la propia vida está fuertemente atada al sentimiento.

Por eso la queja habitual de un depresivo es que la vida no tiene sentido. Justamente porque no lo puede sentir. Por eso tratar de razonar con él acerca de lo que pueda tener de valioso en su propia vida (pareja, hijos, trabajo, etc.) no hace más que profundizar su crisis, porque racionalmente lo “comprende” pero no puede sentir nada correlativo. Y traigo a cuenta la depresión porque es la patología más frecuente en esta época, justamente por la progresiva insensibilización a la que nos somete la forma de vida moderna.

Cuando perdemos la creatividad y el involucramiento en los aspectos ya conocidos de nuestra propia vida, comenzamos a creer que el único remedio son las experiencias intensas, la emociones fuertes, la embriaguez, la exploración de lo prohibido o lo peligroso o la adicción a la adrenalina.

Recuperar el profundo sentido de lo cotidiano es otro de los desafíos.
Renovar la capacidad de asombro.
Limpiar la mirada para recuperar la capacidad de descubrir el milagro puro que nos rodea a cada paso.
Resucitar el don de ser capaz de agradecer a cada instante el abrumador milagro de estar vivo.

El sentimentalismo, por lo tanto, atenta contra la profundidad de los sentimientos.
Y, paradójicamente, eso sólo se cura aprendiendo a amar.









Notas

[1] Los interesados pueden consultar el libro “El error de Descartes” de Antonio Damasio
[2] Los interesados en interiorizarse del pensamiento de Aaron Beck pueden consultar, entre otras obras, “Terapia cognitiva de la Depresión”, “Terapia Cognitiva para Trastornos de Ansiedad”, “Terapia cognitiva de los trastornos de personalidad”.
[3] Erich Fromm, El arte de amar

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