La autoafirmación es, como
quien dice, “una espada de dos filos”.
Hay un dicho oriental que
reza: “un palo tiene siempre dos puntas”.
Desde la perspectiva que
quiero tomar acá (tiene otras) se podría decir, hablando del palo, que está
la punta del que lo empuña y la del que recibe el palazo.
Un palo se puede usar para
muchas cosas, pero difícilmente sea algo que se elija para acariciar.
¿Y todo esto qué tiene que ver
con el tema?
Paciencia, ya llego.
Hoy está muy de moda el
prefijo “auto”.
Se busca la “autoestima”.
La gente lee libros de “autoayuda”.
Se considera como uno de los “valores”
más elevados a la “autonomía”.
Se apologiza el “autoerotismo”.
Se preconiza la “autogestión”.
Se sacraliza la “autopoiesis”
(que es como la versión intelectualoide del “self
made man” americano).
En el núcleo de toda esta
caterva de individualismo autorreferencial cuasi masturbatorio, la “autoafirmación”
se vive, a la vez, como una necesidad y un mandato.
¿Estoy diciendo que “está mal”
autoafrimarse?
Por supuesto que no.
O, mejor dicho... depende
de cómo se lo entienda.
Lo que sí estoy sugiriendo es
que la ilusión consiste en creer que hay algo de todo lo anterior que puede ser
puramente “auto”.
Y que toda ideología de cuño
hedonista radicaliza este concepto para el lado del egoísmo (al que también se
le podría llamar “autoísmo”).
Como traté de explicar al
hablar de autoestima, toda moción humana de signo centrípeto (hacia sí) lo es,
a la vez, centrífugo (hacia el otro).
Todo “auto” es, a la vez, “alter”.
La autoafirmación sería un
movimiento idiota (redundante, estéril, superfluo) en la soledad.
Cuando uno “necesita” autoafirmarse es sólo cuando hay un otro.
Cuando uno “necesita” autoafirmarse es sólo cuando hay un otro.
Desde el punto de vista más
bizarro, hoy muchos viven la “autoafirmación” como el querer ser el dueño del
palo (el que lo empuña). No querer estar jamás de la otra punta.
Pero, contradictoriamente,
cuando más se la necesita, es cuando se está de la otra punta. Cuando se recibe
el golpe. O sea (salvo que uno esté ocupando puestos de poder) prácticamente
siempre.
Esto puede llevar a creer
entonces que la “autoafirmación” consiste en tener un buen escudo. Y eso
mientras uno sueña ingenuamente con apoderarse del palo.
Más de uno, llegado a este
punto, ya se estará rebelando y dirá que la autoafirmación no es eso.
Estoy de
acuerdo.
Y, sin embargo, creo que muchos la viven de esa forma.
Si adherimos a la antropología nietzscheana
que reduce todo a la “voluntad de dominio” difícilmente
podemos escapar a esta mirada dicotómica de las relaciones del tipo “el
amo y el esclavo”.
Mientras aceptemos la lógica
del darwinismo
social que reza que “sobrevivir es comerse al más chico”,
seguiremos contribuyendo a sostener este estado de cosas. Porque, obviamente, nadie
quiere ser la cena de otro.
Sobrevivir vendría siendo el
correlato biológico de lo que en la psiquis vivimos como autoafirmación.
Todos queremos sobrevivir.
Es básicamente lo que se llama un “instinto”. El instinto de
supervivencia.
Alguien dijo hace poco en un
comentario “al ser humano le importa más la supervivencia que la verdad”.
Creo que eso es, a la vez, cierto y falso... o al menos ambiguo. Porque, en mi opinión, la supervivecia es, en sí misma, la verdad más basal.
Creo que eso es, a la vez, cierto y falso... o al menos ambiguo. Porque, en mi opinión, la supervivecia es, en sí misma, la verdad más basal.
No hay “verdad” mayor (incluso biológica) que la de “querer seguir siendo”.
He ahí la más esencial
autoafirmación: la sed de inmortalidad.
He ahí, creo, la más radical
verdad humana:
Nadie quiere “dejar de ser” (salvo, claro está, que esté
psíquicamente enfermo). Es algo que está “grabado en nuestro hardware”.
Pero “ser”, para el bicho humano,
es ser para otro.
Es “ser reconocido”, “ser
visto”, “ser tenido en cuenta”.
Decía el psicólogo William
James:
“No hay peor tortura para un hombre que sentirse invisible”.
Cualquier sufrimiento es más
sobrellevadero que ése. Y, fundamentalmente, porque cualquier otro lo puede
compartir.
Para muchos, la única manera
que encontraron de “autoafirmrse” es la de despertar compasión, o lástima. Un caso patológico documentado es el del “síndrome
de Munchausen”, que consiste en enfermarse con el propósito de ser
visto. Es elegir “voluntariamente” el “lado malo” del palo, por asumir que
nunca se alcanzará el “lado bueno”.
Algo parecido también le pasa al masoquista.
Pero, saliendo de estas variantes
más patológicas, persiste esta cuestión de que hoy, a la gran mayoría, le
importa menos “la verdad” que la más esencial verdad de “prevalecer”.
Y no estoy aludiendo acá a una
“verdad metafísica” sino a cualquier verdad contingente como, por ejemplo,
cuántas patas tiene un perro. Hoy en día
no es tan raro escuchar a algunos, en virtud de esa compulsión a la supuesta “autoafirmación”,
empecinados en que “su verdad” es que
“los perros tienen diez patas” y
nadie tiene derecho a negárselo.
Y esto se evidencia, en ámbitos
de discusión como los foros on line, como el “querer tener siempre la razón” o “la
última palabra”. Como si hubiera cierta presunción ilusoria en que el “sí” del
otro (el sí conseguido, seducido o arrancado) es un sí a nuestra existencia, a nuestro derecho a existir.
Cuando sufrimos esto, sentimos
que el que no nos da el sí nos niega (imaginariamente) el derecho a ser.
Es natural, entonces, que lo empecemos a percibir como enemigo.
Incluso como el depredador que nos está “alistando para la cena”.
Es natural, entonces, que lo empecemos a percibir como enemigo.
Incluso como el depredador que nos está “alistando para la cena”.
Todo esto, como decía, me
parece que tiene que ver con la distorsión cognitiva (bastante generalizada)
inoculada en nosotros con la ideología global (de cuño neoliberal) expresada en
su máxima expresión como “voluntad de dominio”.
Y uno de sus axiomas nucleares
es que “sobrevivir es competir”.
Cuando, en mi opinión (y, por
supuesto, no sólo mía), sobrevivir es cooperar.
No obstante, parecería que la
cooperación, la solidaridad y la comunión humana, es algo que muchos vociferan “para la tribuna”, de manera abstracta,
pero de ningún modo practican a la hora de la interacción cara a cara, persona
a persona.
Y los ideales abstractos que
no se vuelven carne en la cotidianeidad terminan siendo pura fantasía.
Porque
la realidad es el momento a momento de la vida de cada cual.
Creo que si queremos un cambio
social para el lado de la humanización de la cultura cada uno individualmente
deberíamos tratar de forjar en nosotros mismos ese cambio cognitivo.
Esa transformación conceptual
del yo en nosotros.
Un nosotros cada vez más (cualitativa y cuantitativamente) inclusivo y
fluído.
No de manera abstracta sino vivencial.
Trasformar ese extraño
imperativo de “voluntad de dominio” por el de “voluntad de reconocimiento” (en el
sentido de reconocimiento del otro).
Cambiar el impulso de
auto-afirmación por el de hétero-afirmación.
No es una invitación al “martirio
altruísta”.
Cuando reconozco al otro me reconstruyo a mí mismo. Y esto
termina siendo más gratificante que cualquier compulsión de dominio.
Al avalar
la existencia de los otros, la vuelta (lo “recibido”) es un yo más profundo y
complejo, más rico y flexible que el que nos puede redituar cualquier estrategia
egoísta.
¿No me cree?
Puede probarlo un día. Puede
probarlo una hora o por un instante. ¿Qué puede perder?
¿Que se lo van a “comer crudo”?
Lo dudo mucho.
Salvo, claro
está que se cruce con un psicópata. A los psicópatas hay que tenerlos lejos.
Ante un psicópata, adaptarse es salir corriendo. Tratar de negociar es lo más
desadaptativo, en este caso. Aclaro esta excepción para que no se crea que esto
es un llamado a la ingenuidad total. Estar atento es parte del proceso.
Pero, hecha esta salvedad,
decidirse a validar al otro es un cambio tan radical de conciencia que, si lo
logra implementar, todo pasado le parecerá una penumbra tenebrosa.
Espero que se me entienda
bien.
No estoy hablando ni de masificación ni de alienación.
El cambio
cognitivo que implica evolucionar al nosotros no es una negación de la
individualidad ni de ninguna responsabilidad individual.
Todo lo contrario.
Es
una “supra-individuación”.
Implica un esfuerzo de conocimiento
y observación de sí permanente, así como un adecuado control de los impulsos.
Pero, a la vez, no es un cambio que se pueda hacer en la soledad. Hay que salir
a la cancha de la interacción.
También es importante resaltar que no es por imperativos éticos y morales que uno debería intentar esto sino porque le conviene. Es decir, no es sólo cuestión ética, es sobretodo cuestión de salud mental. Aunque, por supuesto, para mí, ambas cosas no pueden separarse.
También es importante resaltar que no es por imperativos éticos y morales que uno debería intentar esto sino porque le conviene. Es decir, no es sólo cuestión ética, es sobretodo cuestión de salud mental. Aunque, por supuesto, para mí, ambas cosas no pueden separarse.
Cada vez que afirmo la
dignidad del otro me construyo a mí mismo en un plano superior, más humano.
Por eso, la más elevada “autoafirmación”
es la afirmación del nosotros.
La plenitud del yo está en el
nosotros.
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