En
notas anteriores (enlaces al pie) vengo intentando esbozar someramente (y de
forma necesariamente acotada) algunas características de la libertad
psicológica. Si bien me hago cargo de que las limitaciones de la interpretación
van por mi cuenta, también dejo constancia de que las ideas no son mías sino
que vienen ya desde el pensamiento griego (en este caso, mayormente Platón).
Dije
entonces que dos de los requisitos de la libertad son la voluntad y la
inteligencia. Y como ya dije algo de la inteligencia, ahora le toca a la
voluntad.
Por
alguna extraña causa (pero en definitiva muy funcional a la maquinaria
consumista) creo que algunos psicoanalistas se dedicaron a negar que haya tal
cosa.
Quizás
fue Schopenhauer, con su confusión (intencional o no) entre voluntad y deseo el
que propició esta tendencia.
Pero la
voluntad no es el deseo.
Funciona
justamente para que no seamos arrastrados por éste como un perro alzado.
La
voluntad refiere primariamente a lo emocional y es un empuje afectivo pero, así
como la inteligencia disociada de lo estético (y por lo tanto de lo emocional)
es incompleta, la voluntad disociada de lo intelectivo también lo es.
Si
bien tradicionalmente se considera que la inteligencia es lo que se necesita
para discernir lo bueno (lo que más nos conviene) y la voluntad para llevarlo a
cabo, ambas se interpenetran mutuamente.
Porque
para discernir lo bueno hay que tener la voluntad de buscarlo, pero para tener
esa moción hay que tener alguna intuición de que eso existe y así, en una
permanente retroalimentación.
Sólo
podemos pensar en ellas como una unidad compleja.
Voluntad
e inteligencia, entonces, son los prerrequisitos para la libertad psicológica
primaria.
Ninguna
libertad externa (social o política) puede hacer esto por nosotros.
Sin
embargo, muchas condiciones sociales pueden atentar gravemente en contra de
este desarrollo.
Una
voluntad ciega, irreflexiva, es evidentemente peligrosa. Y aun cuando no sea
tan ciega puede caer en el extremo del voluntarismo (que es la ilusión de que
la voluntad todo lo puede) con sus consecuentes derivados de arrogancia e
incluso soberbia.
Hay
dos características que, según Platón (en su teoría psicológica de “los
apetitos”), tienen que ver con la
voluntad.
La
fortaleza y la templanza.
La
fortaleza,
puede confundirse con dureza.
Y eso estaría más cerca del camino de
volverse una piedra que en el proceso de humanizarse.
La fortaleza no es ni dura ni blanda.
Mejor
se podría asimilar a lo flexible, como un neumático de auto que se puede
adaptar a las irregularidades del terreno cuando hace falta y recuperar después
su forma original.
Éste
concepto está relacionado con lo que, de un tiempo a esta parte, se comenzó a
divulgar en la psicología como resiliencia. La capacidad de
soportar golpes sin que los mismos impacten de manera destructiva en la
estructura más profunda de la persona (y, si impactan, que sea para bien).
Algo
muy relacionado con el deseo de Nietzsche cuando dijo “lo que no me mata me
fortalece” (ya estaría claro acá que la prudencia sería en principio necesaria
para discernir aquello que no me fortalece, aún cuando no me mate, como el abuso
de heroína, por ejemplo).
Hablamos acá, no de buscar cosas lesivas, sino en la capacidad
de tolerar la adversidad. De que la afrenta no se transforme en sed de
venganza o degenere en resentimiento. De no considerar los defectos del prójimo
(como, por ejemplo, su egoísmo) como insultos personales (aún cuando a veces lo
sean).
Desarrollar la fortaleza es aprender a sentir correctamente, sanamente.
Es quizás la virtud que más nos preserva del sufrimiento psíquico, que puede
derivar en daños a la salud mental.
La depresión, entre otras, con su relación
a la mala tramitación de los duelos (reales o imaginarios) es, entre otras, la
derivación frecuente de la falta de fortaleza emocional, como acá la
entendemos. Por supuesto que no estoy “culpando” al depresivo al decir esto. Ni
tampoco queriendo implicar que ésa sea la única causa.
La
fortaleza, no sólo es necesaria para evitar los desbordes afectivos, como la
ira o la desesperación, sino también otros del tipo de la ambición y la
presunción.
Es decir, establecer un equilibrio entre los delirios de grandeza y
los delirios de insignificancia.
Aporta
el justo sentimiento de dignidad inherente al hecho de ser humano.
Es condición
indispensable de una verdadera humildad, que no tiene nada que ver con la
humillación pero, sin embargo, previene justamente que la humillación eventual
nos destruya.
La
esperanza,
que también es una virtud netamente afectiva,
viene a completar la fortaleza.
No en el sentido de un optimismo ciego e
ingenuo, sino en la actitud emocional de que algo bueno podremos sacar aún de
nuestras desdichas.
La
oportunidad para desarrollar la fortaleza la tenemos constantemente al alcance
de la mano en la denominada angustia existencial.
Como
decía Kierkegaard, la angustia existencial es el marcador y recordatorio
constante de nuestra incompletitud como seres humanos.
Esto
es una importante diferencia con los animales, que son seres completos. Un
perro, por ejemplo, es todo lo que puede ser a cada instante. Un ser humano no.
Y esto (esa vaga intuición) es justamente lo que nos produce angustia. El evadirse de esa angustia y taparla con más
“falso sí mismo” (el ser inauténtico
de Heidegger) , es una de las principales causas de falta de fortaleza
emocional.
El
activismo desenfrenado destinado a controlar el advenimiento de la desgracia es
otra forma de evasión.
Es necesario librarse de la ilusión de que nuestra
prosperidad está completamente en nuestras manos.
Ante la adversidad, sólo
un sentido trascendente de nuestra propia vida puede ayudarnos a
sobrevellevarla.
Como
bien decía Nietzche “El que tiene un
porqué soporta casi cualquier cómo”.
Ésta
también es la observación nuclear de todo el desarrollo teórico de la logoterapia
de Victor Frankl, que observó que el que sobrevivía en un campo de
concentración era el que tenía una razón (esperanza) para salir de ahí. Algo o alguien que lo esperaba afuera.
Y
esta razón está íntimamente relacionada con nuestra sensación de ser necesario o “útil”
para alguien.
Muchas
personas que han pasado por estados de desesperación cuentan luego que no
sucumbieron a la misma porque tenían alguien a quien cuidar (un hijo es lo más
común). Que no se podían permitir renunciar (por ejemplo por vía del suicidio)
por esa persona que dependía de ellas.
Esta
idea es una fuerte causa de fortalecimiento emocional en tiempos de
adversidad. Cuando encarnamos un sentido de misión comunitaria, muchas
incomodidades, que en otro momento nos hubieran parecido una calamidad, se
vuelven nimias.
En
los grupos de adictos se ve con frecuencia cómo la principal causa de evitación
de la recaída es no dar un mal ejemplo a aquéllos para los que el sujeto se
convirtió en referente (incluso cuando esa característica de “ser referente”
esté sólo en su imaginación).
La
autoconmiseración,
sentimiento altamente egocéntrico que lleva implícita la demanda de que los
demás se compadezcan de nuestras desdichas, es también un fuerte impedimento
para el desarrollo de la fortaleza emocional.
Enfocarse
en mitigar el sufrimiento ajeno
ayuda grandemente a disminuir la sobredimensión del propio.
El
que persigue la felicidad nunca la alcanza.
Pero puede encontrarla sin
proponérselo mientras está intentando hacer feliz a otro.
Otra
actitud que puede ayudar al desarrollo de la fortaleza emocional es aprender a prestar
atención a lo esencial en lugar de a lo contingente.
Como
dice Morin: “A fuerza de sacrificar lo esencial por la urgencia, se acaba por
olvidar la urgencia de lo esencial”.
El contraejemplo de esto son los frecuente
“ataques de nervios” de algunos ante pequeñas demoras del tránsito, o porque la
tintura no les quedó como esperaban, o porque se les rompió una uña antes de ir
a la fiesta.
La
fortaleza también tiene que ver con lo que los psicólogos llaman hoy tolerancia
a la frustración.
El
pataleo por los deseos (o incluso anhelos) incumplidos en lugar de la
aceptación paciente de las inevitables dilaciones impide el desarrollo de la
misma.
Como vivimos en una sociedad en
la que se estimula la ley del capricho (que es lo más
funcional al consumismo furioso) esta virtud se va perdiendo de vista a medida
que se instala el imperativo del cumplimiento del deseo inmediato.
Por eso también está muy relacionada con lo que Platón denominó "templanza".
Pienso
que quizás la templanza sea aún peor entendida , a causa de la manipulación
de que fue objeto.
Al
estar relacionada con el cuerpo y sus “apetitos”, la distorsión victoriana
interpretó que había que evitar cualquier placer o, incluso, algunos
extremistas imaginaron que había que buscar intencionalmente el dolor, al punto
de que tal desconocimiento de la naturaleza humana los precipitó en el goce de
sufrir, creyendo ingenuamente hallar confirmación a su delirio en el placer
masoquista (que, como era de esperar, quisieron comunicar a otros
convirtiéndose también en sádicos).
Cuando ya Aristóteles venía insistiendo en
que la virtud jamás está en los extremos: es la capacidad del justo medio (sin
querer aludir con esto a la mediocridad).
El placer es un marcador de lo bueno.
Es el reaseguro de la Naturaleza de que vamos a hacer lo que nos hace falta
(comer, coger, divertirnos).
El
dolor, por el contrario, está ahí para señalar lo que nos hace mal y nos
conviene evitar. Suena a perogrullada y, sin embargo, nos olvidamos de esto a
cada rato.
Me
atrevo a decir que la templanza es la capacidad de disfrutar equilibradamente de los
placeres.
Esto
implica, obviamente, no dejarse arrastrar por ellos al punto de que se
conviertan en compulsiones.
Todo el que tenga en su haber la experiencia de
padecer (o haber padecido) alguna compulsión sabe que es algo que ya no puede
llamarse placentero.
La
compulsión (o el goce, según Lacan) es lo que Freud identificó hacia el final
de su trayecto teórico como pulsión de muerte. Algo así como un impulso hacia el placer que
se salió de cauce. Un desborde.
Un
dato interesante de señalar es que el excesivo control de los placeres
sensuales, produce frecuentemente orgullo (que es uno de los componentes de la
soberbia). Vía por la cual muchos fundamentalistas, queriendo escapar de la
sartén van a parar al fuego. La santurronería es muy distinta de la sanidad y, como todo plagio, tiene cierto carácter disociativo.
La
templanza mal entendida, es la virtud que más atracción ejerce sobre las
personalidades más materialistas y concretas, tanto para denostarla como para
abrazarla fanáticamente pero, en cualquiera de los casos, sin poder discernir
la esencia de la misma.
Si bien superficialmente puede parecer la más obvia, me
parece que es la más difícil de trabajar equilibradamente.
Lo común de ver hoy
en día es la polarización y toma de partido por uno de los dos extremos: el hedonismo
por un lado o el ascetismo (que es una forma retorcida de hedonismo) por el
otro.
Disfrutar
sanamente de la vida es en verdad un arte y, como tal, requiere de un cierto
virtuosismo y sutileza de percepción.
Tiene que ver con el refinamiento de la capacidad
estética de elegir lo mejor, de preferir la calidad por sobre la
cantidad.
Preferir,
por ejemplo, tomar un buen vino en lugar de diez mediocres.
Requiere atención a
los detalles y una progresiva sutilización del gusto (cosa que no sucede
automáticamente, hay que poner cierta intencionalidad para lograrlo).
Requiere desarrollar la percepción de que la gratificación inmediata suele ser
más decepcionante que la perseguida a largo plazo.
Esto, que los psicólogos
llaman capacidad para postergar la gratificación, ha sido
identificado por los mismo como una de las principales causas del éxito en la
vida.
Saber esperar (e incluso encontrar placer en la misma
dilación).
Por
el contrario, la incapacidad de postergar la gratificación es la nota central
de la impulsividad (“no sé lo
que quiero pero lo quiero ya”) y la causa central de la drogadicción, el
acoholismo y todos los vicios de la sensualidad.
Pero
¿cómo entrenarse en la postergación de la gratificación?
En
principio, es imposible si uno no logra valorar racionalmente la ventaja de
esto.
Ante todo tiene que convencerse a sí mismo de que esto le conviene (que
de hecho es así). Mientras nos sigamos diciendo a nosotros mismos que la
felicidad está en la satisfacción inmediata de los instintos no vamos a poder
salir del rulo de la ley del capricho.
Como
siempre, la primera aproximación es cognitiva: reconocer un problema como
problema. Si esto no sucede, no hay solución a la vista. Mientras que un adicto
no reconozca que lo es, no puede empezar ningún proceso de recuperación.
Esta
extraña distorsión cognitiva de Nietzsche de que la libertad está en seguir los instintos (y que tanto influyó en
algunos desarrollos psicoanalíticos) es lo que más entorpece la comprensión de
esta virtud.
La
libertad (y sanidad) humana consiste, justamente en lo contrario. En liberarse de la esclavitud a los
instintos. En no ser arrastrado por ellos. Darles, por supuesto, el
lugar vital que les corresponde, pero no dejarlos “reinar” sobre nuestras
funciones superiores.
Una
vez que uno comprendió que la postergación de la gratificación no es ningún
masoquismo moralista ni ninguna “represión” arbitraria sino la
forma de alcanzar más y mejores gratificaciones puede empezar a
trabajar con esto.
Una forma es imaginar “mediadores”. Negociando
con uno mismo en pequeñas cosas: “Me voy
a fumar este cigarrillo después de dar una vuelta caminando a la manzana” (por
mencionar un ejemplo que nunca pongo en práctica).
Las
metas a largo plazo, que requieren planificación y muchos pasos intermedios,
también son una buena manera de desarrollar esto.
Comprender que esa
incompletitud de la que hablábamos antes (esa que produce angustia) nunca va a
ser “tapada” por la evasión en el placer inmediato, pero sí puede ser mejor
mitigada por realizaciones que tengan que ver con nuestros talentos.
Si esa
sensación de “falta” logra producir
en nosotros una tensión apropiada hacia el futuro en vez de hundirnos en la evitación
hedonista (que sacraliza el presente) vamos a haber hecho algo íntimamente
satisfactorio con ella. Vamos a volvernos más humanos.
Decir
que la templanza se desarrolla escuchando mejor música o mirando mejores
películas le puede resultar extraño a alguno. Pero como dijimos, la
templanza tiene que ver con la sutilización del placer y esto está
íntimamente relacionado con el desarrollo del gusto.
En resumen.
Sólo
quien tenga la inteligencia y la voluntad medianamente vivas es dueño de sí
mismo y puede resistir, tanto a la infinidad de engaños sociales de los que
podemos ser víctimas, como a ser arrastrados por las corrientes de masa más irreflexivas.
Sin
esto ni siquiera podemos intentar desarrollar una identidad propia.
Sin
esto no hay forma de no ser arrastrados por el deseo irracional (o incluso el
mero capricho).
Sin
esto somos como hojas flotando en la corriente, hasta que nos hundimos.
Pero,
y como para ir cerrando el tema, esto tampoco es suficiente si nos quedamos
encerrados en nosotros mismos.
Porque
la realidad es que nadie puede ser libre si primero no es justo.
Pero
eso sería ya tema de otra nota.
[Continuará]
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