Casi cualquier
distraído se da cuenta de que el mundo no es justo.
Sin embargo,
ante esta pasmosa evidencia, estará el que afirme que cada cual recibe lo que
se merece, el que pataleará porque no se le da lo que desea, el que lo usará
de excusa para quedarse con lo que no le corresponde, etc.
Dada esta
cuestión de la injusticia, algunas cabecitas saltarán a argumentar sobre la
urgente necesidad de cambiar el mundo y otras (en el otro extremo, y sin perder
la oportunidad para atribuirse a sí mismas una cierta "superioridad
espiritual") quizás dirán que "el mundo es una ilusión" (maya),
que todo depende del cristal con que se mire, y que la felicidad es cosa
personal que se alcanza sentándose a hacer "om" como una planta
parlante (planta, por ejemplo, como el famoso loto).
Quizás todos
estemos de acuerdo en que el mundo es una posibilidad.
Lo que nos
definirá (en gran medida) es el decidir en posibilidad para qué.
Creo que la
respuesta a esta pregunta debería echar luz acerca de la psicología de cada
cual.
No es lo mismo
verlo como oportunidad para hacer justicia que como oportunidad para hacer
negocios.
Tampoco es igual
el que lo ve como oportunidad para deprimirse del que lo ve como oportunidad
para actuar creativamente.
Puestos a
"soñar", habrá quien sueñe con un mundo de iguales y otro con un
mundo de súbditos.
A la hora de
lidiar con la injusticia, la propia psicología propondrá diversas estrategias.
Habrá el que
sólo busque un lugar donde mejor caliente el sol y habrá quien quiera ponerse
a tirar paredes cosa que el sol les llegue a todos.
Habrá también
quien aproveche a enterrar a sus enemigos entre los escombros de las paredes
derribadas a fin de hallar sosiego a sus resentimientos.
Del resentido
derrotista hasta el boludo alegre hay una gama con infinidad de matices.
La justicia
es la cuarta de las virtudes cardinales según Platón y se diferencia de las otras porque es
una virtud netamente social. Ya no se refiere a maneras que el individuo tiene
de lidiar consigo mismo sino con su salida a lo vincular.
Hoy en día lo
que más se escucha son reclamos de justicia. Cuando, psicológicamente hablando,
la justicia con uno mismo es una especie de oxímoron.
La justicia es en esencia una virtud aplicable a los demás, no a uno
mismo.
No es algo para reclamar, es algo para conceder.
La justicia es el salto cualitativo de mirar hacia afuera (que, en
definitiva es para donde apuntan los ojos y por algo debe ser). Es olvidarse de sí mismo, de los propios
caprichos, de las propias demandas, incluso de la propia incomodidad. Es
enfocarse primariamente en los demás. Desde este ángulo la libertad tiene el
sentido trascendente de liberarse de la preocupación que produce estar centrado
en uno mismo para mirar al mundo y lo que éste necesita de nosotros.
La virtud de la justicia consiste en dar
a cada cual lo que necesita.
Eludimos intencionalmente otra versión
clásica que sustituye “necesita” por “merece”. Porque darle a cada cual lo que
merece es por lo menos pretencioso. ¿quién puede arrogarse el don de saber lo
que cada uno merece?
La “meritocracia”
no sólo es un escándalo ético sino lógico.
¿Cómo se justifica por el mérito que
algunos sean ricos y otros pobres? ¿Cómo desentenderse de la diferencia de
oportunidades? Esto sólo se le puede ocurrir a un reencarnacionista con su
amañada teoría del karma. Durante toda la historia de la religión siempre
surgió algún trasnochado al que se le dio por defender algún tipo de
retribucionismo por no soportar en su cabeza la noción de azar. O como Calvino,
que defendía la idea de que el éxito social era la prueba de ser amado por
Dios. Que me perdonen los calvinistas si digo que esto es una terrible boludez. Parece que su manera de explicar la desigualdad entre los hombres fue que
Dios repartía las cosas como se le antojaba para mostrar su poder. Como si Dios
fuera una especie de niño sádico. Con este razonamiento uno no puede dejar de
preguntarse si su propósito (el de Calvino) no sería crear ateos.
También está el
pensamiento mágico de que si uno hace las cosas bien (o reza),
todo le va a ir bien, porque Dios lo va a bendecir. Esta falacia es una de las
mejores armas de los detractores de la existencia de Dios, que los mismo
ingenuos creyentes pusieron en sus manos (como otras tantas del mismo grado de
causalismo mágico, ignorante del azar). Porque a ningún idiota se le escapa el
detalle de que a muchos “buenos” les va mal y a muchos “malos”, bien.
Pero, ¿en
qué cabeza cabe defender la idea de libertad pero negar la del azar? ¿en qué
tipo de causalismo cerrado puede entrar la libertad?
Para que haya libertad, es
necesario que haya azar.
Y viceversa.
La libertad de uno es justamente lo que
constituye el azar de los demás.
La vida sin azar
no sería vida, sino una maquinaria.
Quizás no esté demás señalar lo solidaria que es esta
idea con la de la revolución industrial y la moral de la productividad en la
que se basa el sistema capitalista.
La idolatría de la máquina hizo estragos en
algunas mentes de los siglos pasados. Que el universo es una especie de
mecanismo de relojería es, quizás, lo que llevó a Nietszche a declarar que “Dios
ha muerto”. Una vez con cuerda, un reloj no necesita que se lo empuje para que
funcione.
En el extremo opuesto (que está más de moda hoy) ahora se les dio por
aseverar que todo es azar y no hay intencionalidad de ningún tipo tras la
“aparente” inteligencia del mundo. Todo se debería a una “curiosa
casualidad”.
Evidentemente, conciliar
azar e intencionalidad es complicado para el pensamiento dicotómico racional.
Hay que hacer un salto cualitativo para pensar la paradoja desde otro lado.
Entonces,
volviendo a nuestro tema, si ni a Dios le podemos atribuir esto de dar
(materialmente) a cada cual según sus méritos ¿qué puede quedar para nosotros?
Ni hablar, claro está, de la imposibilidad de apreciar lo que uno mismo merece.
A veces, ni siquiera sabemos qué carajo necesitamos. A veces, como dice mi amiga Laura, ni siquiera sabemos lo que deseamos.
Con respecto a los méritos propios, me parece
que el sentimiento subjetivo más sano a desarrollar (incluso en orden a ser
“realista”) es el de que uno tiene más de
lo que merece.
Ser capaz de percibir
la cantidad de azar que confluyó para que uno pueda, por ejemplo, estar sentado
leyendo un libro (o una computadora) en lugar de ser un esclavo en una galera del siglo XV o en una mina de carbón de África.
La ilusión
del mérito es una de las cosas que más contribuyen a la infelicidad.
Creo que deberíamos
desarrollar la costumbre, cada vez que nos surja el impulso de decir “no me merezco
esto”, de preguntarnos honestamente porqué llegamos a la fantasía narcisista de
suponer que el universo se tiene que “deformar” con el solo objeto de favorecer
nuestros caprichos.
En cuanto a
saber lo que necesitan los demás, bueno, por eso decimos que la justicia es la
más elevada de las virtudes y la que más trabajo personal requiere. Hay que
limpiar mucho la mirada del propio autocentrismo para llegar al menos a poder
vislumbrarla de vez en cuando. Sin
embargo, la evidente obviedad es que el que menos tiene es el que más necesita
(ya sea material o afectivamente hablando). Y a ése es a quien primariamente deberíamos
dirigir nuestra mirada (sin detenernos, como se dijo, a dilucidar si “lo
merece”). La justicia social no puede quedar afuera del horizonte de nadie que
se pretenda llamar humano.
El darwinismo
social (base ideológica del neoliberalismo) pervirtió el concepto de libertad
convirtiéndolo en “la libertad de someter a otros” (la ley del más fuerte).
Para que esto “funcione” a nivel social es necesario convencer a los incautos
de que el bien y el mal son relativos. Esto, para lo único que en realidad
sirve es para que los poderosos justifiquen (hagan parecer justo)
arbitrariamente cualquier bestialidad con el cínico slogan de que “todo depende
del cristal con que se mire”.
Cuando
renunciamos al íntimo sentimiento de que hay cosas que están objetivamente
bien o mal, lo único que en realidad conseguimos es dar vía libre a los psicópatas
para perpetrar la injusticia.
Pero de lo que,
al menos, podemos estar seguros es que todo el mundo necesita amor (y no me
refiero a enamorarse).
Así que
podríamos resumir la virtud de la justicia en la capacidad de dar amor (y esto,
que puede parecer muy pelotudo, va a necesitar toda una charla aparte).
Pero adelantemos que el sentido básico de este concepto consiste en hacer el
bien incondicionalmente.
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