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PSICOLOGÍA DE LA IRA



La ira es probablemente la compulsión que más se relacione subjetivamente con esto de “perder la cabeza”.
En casos extremos, todos lo sabemos, la ira puede conducir incluso al homicidio y, por eso, entre otras cosas, la colocamos tan alto en el orden de “gravedad”. La ira, si bien destruye también a su emisor, es primordialmente un impulso destructivo orientado a otro.
Se dice que es la emoción predominante del psicópata que, ante cualquier percepción de hostilidad o crítica con respecto a su persona, reacciona con este sentimiento avasallador y destructivo. No estamos diciendo que, si a veces sentimos ira, seamos psicópatas, pero no es un dato menor.
La ira es en sí misma, un capricho infantil. Y, como capricho que es, su impulso consiste en destruir todo lo que se interponga entre el encaprichado y su objeto de deseo. Y como lo que frecuentemente se interpone es una persona, ésta pierde para el iracundo su condición de tal. Se convierte automáticamente en un obstáculo a destruir. Se dice que uno de los motores de la ira es el miedo y, por eso, produce habitualmente miedo en su destinatario.

Si somos iracundos, no nos vienen bien las sutilezas, así que frecuentemente se nos puede escuchar frases del tipo “lo que es blanco es blanco y lo que es negro es negro”, que no nos vengan con grises. El bien es para llevarlo a cabo y el mal para destruirlo. No hay matices.
Que nuestra contextura corporal (ya sea porque seamos débiles físicamente o porque seamos mujeres) no nos permita ejercer la ira de manera material, eso no quita que no podamos ejercer ira mental. Siendo tremendamente lesivos con nuestros prójimos a través de la palabra. Frases como “das pena” o “si fuera vos me suicido”, denotan una tendencia a la ira mental, cuando son dichas con la clara intención de dañar. Iras más sutiles podemos expresarlas también poniendo la música o la televisión a volúmenes insoportables para otros, o poniéndonos a martillar a las tres de la mañana sin importarnos quien duerma. También dejando todo tirado después de una jornada de trabajo para que, el que no trabajó tanto como nosotros, lo limpie. Hay todavía una ira más pasiva en dedicarse a entorpecer u obstaculizar lo que los otros hacen, poniendo obstáculos en el camino o desordenando con alguna excusa lo que el otro ordena, sobre todo si nos subleva su puntillosidad o amaneramiento. Es la del conocido como “pasivo-agresivo”.
El desprecio es otra forma enmascarada de ira. Podemos saber si algo de ira hay en nosotros por el desprecio visceral que sentimos por el perezoso. Sencillamente no podemos comprender qué lo mantiene en tal estado de pasividad. Por eso es que la ira se puede combinar con otras compulsiones pero muy difícilmente con la pereza. Otra personalidad que puede producirnos desprecio es la del avaro. Nos parecerá como una especie de muerto en vida, que no tiene sentimientos o es un hipócrita.

En general en nuestro discurso habrá una arraigada moral de la acción y todo lo especulativo nos causa rechazo. “Que planifiquen los débiles”. Nosotros estamos para salir a la guerra. Reflexionar antes de actuar nos parece ridículo. A lo sumo si se rompe algo en el camino habrá que repararlo sobre la marcha. Pero la marcha misma no hay que detenerla jamás. 
Si algo nos disgusta, no podemos no expresarlo. La empatía, no es nuestro fuerte, aunque podemos tener graves crisis de arrepentimiento cuando dañamos a alguien por culpa de nuestra impulsividad. Y proponernos seriamente cambiar, prometiéndolo de corazón, hasta que nos arrastra el siguiente brote de impulsividad.

Los problemas con la ley van ir, seguramente, por el daño a las personas o la propiedad privada. Por la característica netamente expulsiva de la ira es muy posible que no se quiera quedar con nada de lo ajeno, pero sí que no pueda evitar destrozarlo, llegado el caso.

La ira se enmascara frecuentemente como frontalidad
“Las cosas hay que decirlas de frente”, no importa cuánto duelan. Cualquier intento de suavizar las cosas va a ser tachado de hipocresía. Nos presentamos a nosotros mismos como una persona “sin pelos en la lengua”. 
Si somos iracundos no habrá nadie más “trabajador” y activo que nosotros. Por ser la impulsividad nuestra característica central, quizás nuestras tendencias generen un trastorno de la personalidad llamado TLP[1], frecuentemente complicados con casos de violencia doméstica y laboral
Somos, quizás, la personalidad más autoritaria del espectro y por eso, también podemos ocupar puestos de poder, o como “sicario” de un líder autoritario. Somos, esencialmente un “ejecutor”. Nos solemos presentar a nosotros mismos como una persona recta y frontal, que no tolera hipocresías de ningún tipo.  Si es nuestro caso, puede que tengamos una fascinación con la ley, al punto de hacernos militares o policías (o fantasear con ello). Si logramos controlar o canalizar nuestros impulsos seremos, quizás, la personalidad más consistente y confiable.

La ira del impulsivo (al que ahora nos estamos refiriendo) es distinta a la ira del soberbio y sus causa son por lo general opuestas. Si somos impulsivos, es muy posible que hayamos sido víctimas en la infancia de abusos y malos tratos que llegan hasta la violencia física. Aunque también nuestra impulsividad puede estar causada por límites inapropiados en la infancia unidos a una tendencia al activismo y una gran fortaleza física que nos persuadieron desde temprano de que la mejor manera de conseguir las cosas es por medio de la violencia.

Si somos del tipo iracundo pasivo, quizás desarrollemos un trastorno llamado TPAP[2]  , en este caso quizás nos dediquemos a causar daños sutiles (como volcar frasco de tinta sobre una pila de documentos de otro) o perdiendo cosas que fueron puestas a nuestro cuidado. O simplemente con comportamientos autodestructivos que angustian a los que tenemos cerca.

Creo que es bastante frecuente que, si somos proclives a la ira, tendamos a sufrir tamibén una distorsión cognitiva llamada “error de atribución externa”. Es decir que estemos culpando a otros, a las circunstancias o, hasta a los objetos inanimados, de nuestras frustraciones y ansiedades. No será poco frecuente que nos encontremos agarrando sillas a patadas como si  fueran las culpables de todas las injusticias del universo.  
Será común que encontremos en nosotros también emociones como el resentimiento o el deseo de venganza (los cuales no son más que racionalizaciones del sentimiento primario de ira).
En el caso de que haya adicción a las drogas, es interesante notar que, así como el perezoso va a tender a elegir la marihuana, el iracundo elegirá la cocaína. En ambos casos la tendencia espontánea será la de reforzar el síntoma en lugar de suavizarlo.

Evidentemente, al iracundo es al que peor le viene el consejo de “hacé lo que sientas”. Sin embargo quizás sea el que menos se de cuenta de que no le conviene.

Es muy difícil sanar este impulso sin ir a sus causas y procesarlas. Es bueno tener presente que una de sus causas importantes es el miedo.  Quizás, si nos pasa esto, fuimos víctimas nosotros mismos de la ira de otros, posiblemente de los mismos que nos tenían que cuidar (aunque también puede tener una causa opuesta en la falta de límites y un consentimiento extremo de todo capricho). 
Es sumamente necesario desarrollar la fortaleza emocional para controlar estos impulsos y en este caso, es más necesario aún que en todos los otros, el desarrollo de un yo observador que sea capaz de detectar la incipiencia de este sentimiento antes de que tome posesión completa de nosotros mismos.
Es común que se confunda la ira con algún tipo de fortaleza emocional. Cuando, en realidad, es todo lo contrario. Ya que, si tuviéramos fortaleza emocional, tendríamos menos problemas con el control de los impulsos.
Una vez que se desata la ira, cualquier cosa puede pasar, ya no tenemos el control de nuestros actos. El mismo miedo que es su causa, por lo tanto, puede ser usado como anticipación para atemorizarse a sí mismo de las consecuencias de ser presa de esto.
La ira mata. Es mejor tenerlo bien presente. Incluso puede matar al mismo que la padece, de un ataque al corazón.

La ira es contagiosa. Si no tenemos cierta independencia emocional es probable que caigamos en acciones masificadas como el linchamiento o los desbordes populares de masa del tipo del vandalismo.

Una buena forma de lidiar con la descarga es tener a mano una pelotita de goma que podamos estrujar cuando sentimos inicios de desborde. Una vez que hayamos desarrollado cierta percepción de nosotros mismos, seremos más capaces de detectar estas tendencias cuando están comenzando y tener ciertos "rituales" preparados, como lavarnos la cara o salir a dar una caminata o hacer ejercicios de respiración que nos devuelvan la calma. Para esto, repito, previamente hay que haber desarrollado cierta capacidad de autopercepción de los primeros síntomas o indicios de ira.

A veces, también puede servir el método de la postergación del conflicto: no entrar en discusión cuando algo me enojó, sino esperar a que se me pase el enojo para plantearlo.

Quizás lo primero que tengamos que evitar es el fomentar pensamientos que consientan la ira o la estimulen. Tales como los de que "el mundo es injusto" o "el universo conspira contra mí" o "el vecino (o mi pareja) hace todo a propósito para molestarme". En líneas generales, sería bueno evadir todo pensamiento de tipo tremendista.
El típico "ojo por ojo" es uno de los principales fomentadores de la ira.
Es importarte comprender que nadie está obligado a actuar según nuestros deseos o caprichos (y mucho menos a leernos la mente para adivinar cuáles son). A veces no percibimos que muchas de nuestras rabietas están sustentadas en estos ridículos supuestos infantiles.
Si detecto en mí la creencia de que "los demás hacen las cosas para molestarme", quizás debería considerar la posibilidad de estar sufriendo un trastorno paranoide.

La meditación también es una herramienta muy poderosa para transformar la ira.
A algunas personas les sirve rezar, a otras, repetir algún tipo de "mantra". A otras, simplemente contar hasta diez, o cien...

Para terminar, tengo que decir que creo que en ciertos casos puede haber alguna relación entre la tendencia a la ira y el carecer de un sentido vital. Cuando la vida no tiene sentido, cuando lo único que nos convoca es el simple sobrevivir, es natural que estemos frustrados y eso se convierta en ira.

Si tenemos esta debilidad, nuestra fortaleza a desarrollar es la gran productividad. Si adherimos a una causa no vamos a escatimar esfuerzos por llevar adelante las empresas más sacrificadas. Podemos aportar a nuestro grupo de referencia nuestra capacidad de acción y empuje para que las cosas se concreten, dando nosotros mismo el ejemplo con nuestras propias acciones. Nuestra pasión por la honestidad y la franqueza, si moderamos los excesos, puede ayudar a otros a ser menos hipócritas.


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[1] Trastorno límite de la personalidad.

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