Jamás
entenderé de los new-budistas aquella
extraña pretensión de “asesinar el yo”.
Jamás
podré aceptar este concepto como algo diferente a una “filosofía del suicidio”.
Porque,
cuando alguien dice “yo quiero matar mi yo”, creo que quizás no perciba que
sujeto y objeto son la misma entidad, la misma “cosa”.
Así
que es como decir “el suicidio es mi ideal de vida”.
Está
lógica se me antoja tan ingenua (además de peligrosa) como la de un perro que
se persigue la cola sin darse cuenta de que nunca la va a alcanzar porque la
cola está pegada a la cabeza.
No
puedo dejar de pensar que la intención de esta filosofía es poner a los boludos
a girar en círculos para que no se den cuenta de que no están yendo a ninguna parte.
¿Que el yo es lo que produce sufrimiento?
“Chocolate por la noticia”, decía mi abuela.
Pero
esa idea (la de evadir el sufrimiento) no hace más que reforzar la hipótesis de
que la
filosofía de matar al yo es la filosofía del suicida.
¿No
es la mayor de las supuestas causas de suicidio la de querer escapar a algún
tipo de sufrimiento real o imaginario? ¿No es lo que busca el suicida? ¿Morir
para no sufrir? ¿No es ése el núcleo del discurrir suicida del mismo Hamlet?
No
quiero meterme acá en la cuestión ética del suicidio, Ni siquiera en sus
posibles causas psíquicas.
Lo
único que pretendo resaltar es que, aquél que busca matar su yo, lo que en el
fondo quiere es suicidarse. Y lo quiero enfatizar, porque me da la
sensación de que algunos de los que adhieren ingenuamente a esa doctrina quizás
no se estén dando cuenta de tan pasmosa obviedad.
Ya
sé.
Acá
es donde más de uno me dirá que no entiendo la frase.
Que
matar al yo no es eso.
Que
el segundo yo de la frase “yo quiero matar mi yo” no es el mismo que el
primero, que es el que quiere matar. Que el segundo yo se dice con intención
metafórica de denotar la vanidad o el egoísmo.
Bueno.
Concedido. No es lo que la idea original quiere decir, pero sigamos esa línea
de razonamiento.
Eso
que dicen no es el yo.
Son
las enfermedades del yo.
Me
parece que es harto importante diferenciar al yo de sus enfermedades.
Una
cosa es el yo y otra sus enfermedades.
El
ego-ísmo, la ego-latría, el ego-centrismo, el ego-desprecio.... Tales, entre
muchas otras, son las enfermdedes del yo.
Y
me parece urgente e importante diferenciar esto porque me da la sensación de que
algunos de los que se esfuerzan por “matar al yo” quizás lo logren... y en eso
creo, podría residir la mayor de sus desgracias.
Y
el yo, en mi opinión, es lo mejor que cada uno tiene de sí mismo.
El
yo es el núcleo de nuestra individualidad, de nuestra creatividad, de nuestra
originalidad... en fin, de nuestra libertad.
Tal
vez no esté de más insistir en que con esto de matar al yo no estamos logrando otra
cosa que hacerle el juego al sistema, que quiere entes consumidores y no
individuos libres.
Sin
yo, no me queda nada para resistir a los estímulos del medio
(del cual el más nefasto es la propaganda).
Sin
yo, pierdo una de las notas más valiosas del ser humano que es el discernimiento.
La capacidad de diferenciar lo que me conviene de lo que no.
Sin
yo, me vuelvo masa.
Sin
yo, sólo me resta existir como hoja agitada por el viento.
Yo
quiero ser inmortal.
Lo
opuesto exacto a la extinción.
Quiero
vivir para siempre. No importa, al menos en principio, los sufrimientos que eso
conlleve. Cualquier cosa me parece preferible a dejar de existir.
Por
supuesto que también quisiera no sufrir. Pero eso es tema aparte.
En
mi opinión, sufrir es parte del paquete de estar vivo. Y, si no queda otra, es
un pago aceptable.
Otra
cosa que se me hace contradictoria, en esta fantasía de la extinción del yo, es ese supuesto anhelo de “fundirse con el todo” (o el universo, o la divinidad, según la
secta a la que se adhiera) .
Porque
esa
extición del yo, también es la de la conciencia.
Así
que ¿de qué sirve “ser una parte de Dios” si ya no me doy cuenta?
No.
Yo
quiero ser un yo inmortal.
¿Que
estoy loco?
Chocolate
por la noticia.
Ahora
¿que soy “anormal”? Eso ya no me parece. Creo que entro en la media estadística
mayoritaria. Aunque quizás algunos no lo sepan.
Yo
quiero preservar mi autoconciencia... aún sobre la misma muerte.
¿Que
usted desea otra cosa?
Vale...
sobre gustos...
Pero
eso vale mientras en esa misma percepción perciba que es su mismo yo el que lo
desea. Ése que, sobre todo, no quiere dejar de desear. ¿Y cómo
va a seguir deseando si ya no existe? Si el yo se extingue, no puede desear más
nada.
Algunos
se imaginan esto de ser inmortal como el deseo de convertirse en una especie de
vampiro o zombie. Y su principal objeción es que no querrían ver morir a todos
sus seres queridos.
Interpretan,
por eso, que querer ser inmortal es egoísta.
Aclaro,
por eso, que lo que estoy diciendo no es que quiero ser sólo yo (inmortal).
Quiero
que todos lo sean.
Ése,
con la intención de ser honesto, creo que debe ser el deseo más poderoso de mi
vida. Lo que siempre descubro subyacer detrás de mis más trasnochadas
meditaciones.
Y
me atrevo a decir que es el deseo nuclear de casi todos. Aún cuando no se den cuenta.
La
supervivencia, la “pulsión de vida”, el Eros que se opone obstinadamente al Thánatos
aún cuando sospeche que está condenado a la pérdida.
Claro
que siempre hay un remanente de reales suicidas. Pero son la excepción (y, para
mí, patológica).Pero, aún así, pretender elevar eso a “filosofía de vida” me sigue pareciendo el colmo de las
contradicciones. Un dislate total.
La
vida es, por definición, para querer vivirla.
“Todo tiende a perseverar en su ser”, decía Spinoza... Yo acotaría “todo lo sano”.
Creo
que es una ley fundamental de lo que existe.
Por
eso, que un ser busque dejar de ser es la contradicción misma. La negación de
su esencia.
Buscar
la nada es la mayor de las patologías.
Claro
que, como muchos de lo que dicen esto además son superficiales o frívolos, la
buscan un poquito, No lo hacen “en serio”. Por eso están relativamente
salvados, aunque se autocondenan a una existencia inauténtica. El problema,
como siempre, lo tenemos los intensos. La intensidad, que es el colmo de la vida,
también es peligro de muerte. Así de paradójica es la cosa. Los otros,
los tibios, son una casi nada, un cuasi existir que permanece.
Pero
la existencia
inauténtica es una forma cobarde (y, por lo tanto, inconfesada) de buscar
la nada. La forma de la insensibilización. La de la anestesia
de la frivolidad.
Nadie
pidió nacer. Pero, una vez nacidos, hay algo en el núcleo de nuestro ser que
pugna por querer seguir siendo.
Por
eso el rasgo considerado más patognomónico de la depresión es la
insensibilización. La anhedonia.
La pérdida de la capacidad de disfrutar la vida. La pérdida del deseo de querer
seguir siendo, de seguir percibiendo.
Resta
no obstante el problema de que, en nuestros días, la mayoría de los yoes están
enfermos. Eso es verdad. Lo que es una locura es el razonamiento de que a los
enfermos hay que matarlos.
Hoy
nuestro yo está, o bien hinchado, o deformado, o empobrecido...
¿Cómo se cura eso sin renunciar a la construcción de la individualidad y la originalidad
personales?
¿Cómo
se cura el yo sin convertirse en masa?
¿Cómo
se vuelve uno “adaptable” sin condenarse a ser un engranaje de la monstruosidad
informe que es la maquinaria del sistema?
La
respuesta es sencilla pero no fácil. Ya lo dije otras veces.
Se
cura con la amistad.
La
amistad es lo único que posibilta al yo convertirse en un nosotros que no anula la
individualidad sino que la potencia en su vertiente más sana.
La
amistad es la simultánea afirmación del yo y el tú (como decía Marcel).
Entre
el ser aislado y el hombre alienado en la masa lo único que nos salva es la tercera
posición.
La
posición del nosotros.
Un
nosotros en el que cada uno es valioso por lo que es en sí, por lo que es para
el otro y por su pertenencia al todo.
Un
nosotros en que cada cual, en su originalidad preserva su diversidad festejando
la diversidad del otro que lo completa y lo potencia.
En
el nosotros está lo eterno.
En
el “entre” del nosotros está Dios.
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