De todo lo existente,
el ser humano es lo único incompleto.
La persona
humana es el único ser que está invitado a participar en el proceso de
inventarse a sí mismo.
En vistas a eso,
la Naturaleza (ponele) tuvo que ingeniarse una nueva “particularidad psicológica”. Una rareza, en comparación a todo lo
que había hecho hasta el momento en la ya extraordinaria maquinaria del
universo. Tuvo que inocular en la existencia misma algo que le pertenece
íntimamente por su propia virtud creadora: la libertad.
Pero la libertad
en sí, en la persona humana, por habitar en el espacio y en el tiempo, es
relativa y restringida. Es una libertad posible. Está, en
cierta forma, por construirse. Es incompleta, incipiente, precaria. Por eso, si
bien es un regalo, un don, también tenemos que poner algo del propio esfuerzo
para hacerla efectiva en cada uno, conquistarla. Por eso se dice que es una
libertad potencial. Por eso también
cada uno, dependiendo de lo que ponga de sí mismo o no, correrá el riesgo de
dejarla inconquistada, inconcluída, irrealizada.
Una semilla, si
no se riega y alimenta, no se vuelve planta. Con la libertad pasa lo mismo.
Ahora bien, para
implantarle al ser humano esta posibilidad de ser libre, le tuvo que inocular
en su subjetividad algo extremadamente complejo y controversial.
Le tuvo
que inventar un yo.
¿Y qué es el yo?
El yo,
psicológicamente hablando, es justo eso: una incompletitud. En el yo anida
ese deseo de ser libre pero, por eso mismo, también esa noción de estar
incompleto, a medio hacer. Y eso, tener un yo, es lo que nos produce toda
nuestra incomodidad y angustia.
Los budistas,
que se dieron cuenta de que esta incomodidad de tener un yo es lo que nos
produce angustia, inventaron esa extraña religión en la que todo se trata de matar el yo.
Ésta es
la lógica de la extirpación. Es como decidir cortarte una mano sólo
porque te duele. Es la famosa estrategia de “cortar por lo sano”.
En vez de
curar, extirpo.
En occidente,
por el contrario, nunca se nos ocurrió tal disparate. Se nos ocurrió el
disparate opuesto: inflar el yo. Como si por inflarlo pudiera sentirse menos
incompleto. Sólo logramos tener una incompletitud más grande y más angustiante.
Esta “hinchazón del yo” es lo que hoy
vulgarmente se conoce como individualismo. Algo que nos “vende”
el mundo moderno como la gran conquista de occidente. Pero eso, en realidad, es
lo que constituye el núcleo de nuestra gran enfermedad cultural.
El yo, en sí
mismo, no es algo “malo”. Es lo que nos da la oportunidad de construir una
identidad. Es la semilla o punto de partida de lo que podemos hacer de nosotros
mismos. Cada yo individual es lo que hace que cada ser humano sea
potencialmente único e irrepetible. Pero nótese que digo potencialmente. Esa unicidad, esa originalidad, no es algo dado y
poseído en sí. Hay que conquistarlo, construirlo.
Entonces,
repito, el yo (o el ego, como se dice en latín) no es algo malo en sí. Lo malo
son las enfermedades del ego:
ego-ísmo, ego-latría, ego-centrismo.
Todas esas enfermedades, nuestra sociedad
las fomenta para su propia conveniencia. Como dije recién, son parte de ese
“paquete” que se nos ofrece con el nombre genérico de individualismo. Y se
fomentan, justamente, porque a la
sociedad de consumo le conviene tener seres aislados. Solos. Porque un ser
aislado es mucho más fácil de manipular.
Se le hace creer que es un todo para que sea
una nada. Un ente aterrorizado de soledad que busque tapar su angustia
consumiendo.
¿Pero no es
contradictorio lo que estoy diciendo? ¿Acaso la única manera de ser libre es
estar atado? La lógica de esta pregunta
es la misma que postularía que un árbol para ser libre debería desarraigarse
del suelo. O que que para ejercer nuestra libertad deberíamos poder elegir
respirar cuando se nos dé la gana.
Sencillamente, no está en el orden de las
cosas.
Si nos fijamos
cómo se organiza cualquier comunidad humana, vemos que nadie se define completamente por
sí mismo. Todos somos el hijo o la hija de, el padre o la madre de,
la pareja de. Ser humano, desde el
mismo principio, implica de-pendencia.
Se objetará,
seguramente, que esto también existe en los animales. Todo animal es parte
también de una cadena en la que es hijo y padre de otro. Una diferencia
significativa es que el animal no se define a sí mismo por ese
vínculo. Por eso, entre otras cosas, no tiene noción de incesto, un
hijo puede ser la pareja al momento siguiente sin ningún conflicto. Y esto es
porque el animal es un ser completo. Es, en sí mismo, a cada
momento, su propia totalidad. Su todo está en sí mismo. No tiene nada que
construir. Está completo. El ser humano no, por eso tiene esta extraña característica
denominada “yo”. El animal no tiene yo. Pero ese mismo yo del ser humano, que
en sí es un don magnífico, lo puede inducir (y de hecho lo induce) al espejismo
de creerse independiente. El animal, por el contrario, al no tener yo
ni imaginación, no cae en ningún espejismo. En todo momento es todo lo que
puede ser y punto. Y por eso mismo digo que no se define por el vínculo. Está
completo. El humano, por el contrario, vive cayendo en fantasías extrañas. Una
de las más perjudiciales es confundir esa libertad
posible que posee con algo que llama independencia.
Y la verdad es que no existe tal cosa. Cuanto más independiente uno quiere ser, más
se aisla y más sufre.
Esta fantasía
individualista es la que hizo posible que se concibieran ideas tan
descabelladas como la de que “mi libertad
termina donde empieza la del otro”.
Como si la libertad fuera una cosa.
Un terreno que tengo que alambrar para que el vecino no me lo invada. La
libertad, por el contrario, es algo espiritual. Y, como todo lo espiritual, se
potencia y crece cuando crece la del otro.
La
libertad espiritual de otros agranda la mía, no la disminuye. Lo
otro, lo que provoca disputas de límites, no es libertad, es capricho, casi lo contrario de la
libertad.
Cuanto
más caprichosa es una persona, menos libre es.
Y más confunde
libertad con territorio.
Resumiendo lo
dicho hasta acá, para seguir adelante, el yo no se puede matar, como quieren
los budistas. De hecho, si lo pensamos bien, es algo ridículo. ¿Quién mataría
al yo si no es el mismo yo? Sería una especie de suicidio. Si mato al yo ¿quién
se beneficiaría de ese supuesto asesinato, si ya no queda yo para percibirlo?
Obvio que el sufrimiento se acaba, porque se acaba también el que lo percibe,
pero también el que percibe todo lo demás. Es, claramente, una ridiculez.
Pero el
yo, lo que sí puede, es sanarse. Y sanarse, como se dijo, es
sanarse del egoísmo. Y se sana al salir del aislamiento y transformarse en nosotros.
Esto es
esencial: la única vía de sanación del yo es construir un nosotros.
Internalizar
creativamente la noción de dependencia.
Que en sí, aunque no queramos, es un hecho, en oposición a la independencia que
es una mera fantasía, un capricho.
Y la
construcción psicológica de ese nosotros,
de ese sentido profundo de pertenencia a algo más grande que el propio
yo, empieza
en la familia.
Y toda familia, mal que a algunos les pese, empieza con
una pareja. Hoy se habla, a veces, de
familias monoparentales (familias con
sólo padre o sólo madre). Cuando la realidad biológica es que, para que haya
hijo, es necesario un espermatozoide y un óvulo (aunque alguno de los dos se
compre o se alquile). Ningún capricho puede avanzar más allá de este límite
biológico. Claro que una familia monoparental se puede dar también por la
muerte de uno de los conyuges. Pero eso es una calamidad, algo malo que sucede
y que, como tal, implica un duelo con todo el dolor que conlleva. Cuando es así
no queda otra que adaptarse (quizás formando otra pareja pero no necesariamente).
Pero de ahí a hacer de la monoparentalidad algo deseable, es similar a la
lógica de la amputación: como me molesta lo extirpo. Sigue siendo
capricho.
Otra
extravagante opción de moda es reemplazar a los hijos con mascotas. Eso quizás
sirva de consuelo en la vejez, pero planificar la familia en esos términos es
una locura total.
También con los
matrimonios sucesivos se está cayendo en la lógica de la extirpación. A uno,
cuando le incomoda su nosotros, en vez de sanarlo lo extirpa. Como si fuera una
muela podrida. No se da cuenta, a causa de esta fantasía individualista, que
está extirpando una parte íntima de sí mismo. Algo con lo que construyó su
propia identidad.
Y no estoy
queriendo implicar con esto que no haya en algunos casos, efectivamente, muelas
podridas. Pero así como, cuando algo no anda bien en el propio cuerpo, la
extirpación es siempre el último recurso, debería ser el último recurso
también en la familia. Y no esto de cambiar de pareja como de calzoncillo.
Cuando la parte enferma está tan degenerada que está matando también a la
totalidad, es claro que no queda otra que separarla del cuerpo. Pero son casos
extremos, no la regla. Primero, como con el cuerpo, se debe hacer todo lo
posible para curarla y salvarla.
A nadie se le
escapa que cuando se saca una muela es para tirarla a la basura. Y esa es también la sensación subjetiva de
aquel que se ve extirpado de su familia: que se lo tiró a la basura. También
está, por supuesto, el que se tira a sí mismo a la basura, con la ilusión de
desembarazarse de toda la carga que tiene implícita esa difícil construcción
del nosotros. Lo que éste busca, muchas veces, es la posibilidad de hacer su
propio capricho, al que equivocadamente, al menos a mi entender, le llama
libertad. Como hoy esto sucede con tanta frecuencia, lo que queda claro es que
no se tiene noción de nosotros. No se comprende que el ser humano completo es siempre
un nosotros, nunca un yo.
Pero ese
nosotros, como dijimos al principio, no es algo dado, es algo por construir.
Algo delicado y frágil a lo que hay que estar prestándole atención a cada
instante para que no se desmorone. Algo que exige intencionalidad, buena
voluntad y conciencia.
Aseguramos,
repito, nuestra sanidad psíquica, prevenimos de algún modo esa desmesurada
inflación del yo, al construir un nosotros a partir de una pareja.
La
pareja nos baja a tierra. Impide que nos rijamos plenamente por la ley
del capricho. Sobre todo porque, en esa construcción, tenemos que aprender a
ceder, a veces a perder, a negociar, a ocuparnos por la felicidad de alguien
más además de la propia. Es una ampliación
de la conciencia.
Porque, como ya dije en otro lado, el que persigue sólo su propia
felicidad nunca la alcanza. La
felicidad es siempre la resultante del esfuerzo por hacer feliz a otro.
Una de
las claves de la felicidad es justamente el descentramiento, el
olvido de sí. El prestarnos excesiva atención a nosotros mismos (a nuestro yo)
es lo que nos enferma. Es verdaderamente una bendición tener a alguien de quién
ocuparse, para olvidarse de la propia obsesión por uno mismo. De lo contrario
es muy difícil no volverse egoísta y mezquino y, finalmente, aislarse.
Claro que hay
excepciones. Hay mucha gente que dedica su vida a los demás sin necesidad de
tener que tener, para eso, una pareja. Pero esa es la vía difícil. La de la
pareja es la más universal y, por lo tanto , la más fácil. No es la única.
Sin embargo, y
como hablé de olvido de sí, voy a
tener que explicitar una última cosa. Nadie se puede olvidar de lo que no conoce.
Lo que no se conoce es más bien una carga que se lleva sin saberlo. Algo que,
psicológicamente, opera solo, desde la
sombra. Algo sustraído de la conciencia y la intencionalidad. Pero no por eso
inexistente ni inoperante.
Por eso, para ser capaz de olvidarse de sí mismo
antes hay conocerse a sí mismo.
Lo otro, el olvido de sí sin un previo
conocimiento de sí, sería más bien una especie de negación patológica, una
alienación. Alguien que, por ejemplo, se convierte en el sirviente de su
pareja, por más que parezca que se está olvidando de sí mismo, no es alguien sano, es alguien enfermo.
Una
pareja implica dignidad mutua, no servilismo de uno para con el otro.
Algunos
diferencian amigos de pareja. Como si la pareja fuera un tipo de vínculo
distinto de la amistad. Pero si alguien no es capaz de ser amigo de su pareja
no creo que esté construyendo bien el vínculo. Algo hay ahí (de posesividad o
sumisión patológicas) que no va por lugar correcto. Una pareja es también un amigo.
Yo creo incluso que debería ser el mejor amigo. Por eso esto de que no existe
la amistad entre el hombre y la mujer me parece desde el vamos una idiotez. Si
no existiera, tampoco se podrían construir buenas parejas. Sólo parejas
posesivas, donde la promoción del otro no importa para nada. Sólo dominar o ser
dominado.
Ahora bien, para
poder hacerse amigo de alguien más, es necesario que uno pueda, primero, hacerse
amigo de sí mismo. Que deje, para empezar, de estar peleándose
constantemente consigo mismo. A veces, uno no se da cuenta de que las
peleas frecuentes con los demás (especialmente con la pareja) están
causadas por peleas interiores con uno mismo.
Así que esta
construcción de la libertad, que, como ya dijimos, tenemos que poner de nuestra
parte para plenificarla, es una construcción de doble vía.
Implica
un ocuparse del propio interior y, simultáneamente, de los otros “yo” con los
que construimos el nosotros.
Entonces repito:
para poder hacerme amigo de alguien más,
primero (o al mismo tiempo) me tengo que hacer amigo de mí mismo.
Si uno no
se quiere a sí mismo, no puede querer a nadie más.
Pero este “amor” es
radicalmente distinto que el egoísmo o el narcisismo. El problema de esto
último, como es obvio, es el de amarse sólo
a sí mismo. Con lo cual se invalida también toda posibilidad real de amarse
correctamente, porque el amor propio sólo es sano cuando pasa a
través de alguien más. Justamente porque el sí mismo completo siempre
implica un nosotros.
El amor
es circulación, no estancamiento.
Todo lo
que se estanca se pudre.
El desequilibrio
contrario, el del enamoramiento patológico, en el que uno sólo ama al otro
despreciándose a sí mismo, por esa misma causa, no puede durar.
El verdadero
amor es siempre de doble vía.
Porque es una circulación. Un crecimiento mutuo.
Cuando el otro es todo y uno mismo es nada, eso no puede ser un complemento. El
complemento existe cuando los dos somos alguien. Cuando la dignidad de
ninguno se ve menoscabada sino potenciada por el otro.
Hay algo que no
dije todavía y con esto termino. Puede pasar que al mirar la propia vida de
pareja a alguno le parezca que reciclarla es imposible. Puede que le parezca un
empresa enorme e inalcanzable. Al reconocer , por ejemplo, que uno hasta ahora
estuvo amándose sólo a sí mismo o amando sólo al otro, se puede desanimar pensando que esa forma es
la única que conoce y que no le es posible empezar a reconstruir su pareja
desde otro principio.
Pero la clave de esto es comprender que ninguna mesa se
sostiene sólo con dos patas.
Necesita al menos tres.
¿Qué significa esto?
Bueno.... piense.
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