Si
en alguna idea parecería que coinciden casi todas las corrientes de psicología y las religiones (e, incluso, algunas pseudo espiritualidades new age), es en la
necesidad de todo ser humano de una sana autoestima.
La
única excepción que encuentro a esto es la de algunos nihilistas extremos y
filosuicidas. Pero sólo porque les gusta contradecir con su discurso todo lo
que les suene, más o menos superficialmente, a “sentido común”. Buscan su
autoestima negándola. Un jueguito más viejo que el papiro, cuya versión moderna
es la ruleta rusa.
Pero
en fin, dejando estas excepciones de lado, la generalidad coincide. El problema
aparece cuando queremos rascar la superficie con la uña y vemos que en lo que no se
coincide es en qué significa “autoestima”... y ni siquiera qué
significa “sana”.
Autoestima
es un concepto complejo.
La idea de estima refiere a dos
registros bien diversos: estima como afecto y estima
como juicio. Es decir, estimar algo, no sólo es “amarlo”, también es “evaluarlo”.
Por
otro lado, tampoco se puede hablar de estima (como afecto) en un sentido
reductivamente cuantitativo (es decir “mucha” o “poca”) porque la estima no es
sólo amor, también puede ser odio, vergüenza, etc ... o incluso miedo.
Creo
que se podría trazar un continuo desde los que consideran que “subir la
autoestima” es reforzar un narcisismo frívolo y vacío que se cultiva diciéndose
a uno mismo en el espejo “yo me amo”, hasta los que confunden cualquier
autoestima con la pura vanidad, dedicándose a hacer una especie de culto de la
falsa modestia.
Además,
las miradas individualistas (psicologistas) del asunto parecen dar por sentado,
con una visión eminentemente dicotómica, que habría como una especie de “cantidad”
de “estima” (como si fuera una “cosa” o una “energía”), que para tenerla para
sí mismo es necesario sacársela a los otros.
Antes
de proseguir, quiero dejar constancia de que considero al tema tan complejo,
que no pretendo llegar a ninguna conclusión cerrada. Tanto por cuestiones de espacio como,
obviamente, de limitaciones personales, sería ridículo pretender agotar semejante
tema en pocas líneas. Sólo tirar algunas puntas para después, entre todos,
mirar la cosa desde distintas perspectivas.
Artificialmente,
además, voy a reducir el campo a la cuestión del “amor de sí”, que es el
significado más popular de la “autoestima”.
Y,
por eso, como primer disparador voy a proponer éste:
“Ama
a tu prójimo como a ti mismo”[2]
¿Y
qué tiene que ver esto con la autoestima?
Vamos
por partes.
Analicemos
la sentencia:
Primero
lo obvio:
No
dice “más” (que a tí mismo). Tampoco dice “menos”.
Ahora
lo menos obvio:
Tampoco
dice “igual”.
Dice
“como”.
¿Y
cuál es la diferencia?
Que
con “igual”, caeríamos en lo cuantitativo. Como dije antes, se estaría
imaginando una determinada “cantidad” que hay que repartir por partes iguales
entre el yo y los demás.
Pero
aquí no se habla de cantidades... sino de “cualidad”.
Así
que lo primero que tendría que hacer el tipo que pretende tomarse esto con
relativa seriedad, va a ser mirarse a sí mismo.
¿Y
para qué?
Para
saber cómo carajo es que él (se) ama. De qué manera.
Creo
que, llegado a este punto, no sería en vano preguntarse entonces qué
es el amor.
Para
despejar la cancha empecemos diciendo que amor no es enamoramiento. Todo
enamoramiento es narcisismo. Y narcisismo es, creo yo, falta de amor.
Me exlpicaré más adelante. No empiecen a las puteadas desde tan pronto.
Para
definir el amor no alcanza un libro. Menos un artículo y, menos aún, un
párrafo.
Entonces
me voy a conformar acá con tomar la perspectiva que usa Freud en su segunda
tópica. Así pateo para adelante el problema y puedo seguir hablando de
lo que pretendía hablar.
Cuando
el maestro vienés comienza a definir sus conceptos de “pulsión de vida” y “pulsión de muerte”, recurre a las
definiciones de un griego (Empédocles o Agrigento) que, según él, lo había
inspirado ya desde muy joven con sus ideas de filía (amor) y neikós
(discordia).
“[El primero] aspira a aglomerar en una unidad las
partículas primordiales (...); el otro, al contrario, quiere des-hacer todas
esas mezclas y separar entre sí esas partículas primordiales”.[3]
Entonces
resumiendo:
Eros (o filía) es el “cosmos”, lo que construye, lo que
liga, lo que organiza, lo que aporta sentido.
Thánatos (o neikós) es el “caos”, lo que destruye, lo que
desliga, lo que desorganiza, lo que lleva a la nada.
Y
no me extiendo más. Cada cual sacará de esto sus propias conclusiones.
Volviendo
a nuestro tema, podríamos decir que “amarse a sí mismo” es mantenerse unido, no
despedazarse, organizarse armónicamente.
También,
como quería Spinoza, tender a perseverar en el ser. Querer seguir siendo.
Ahora
bien, eso sería el “qué” del amor.
Seguimos sin decir nada del “cómo”.
Y
es porque esto, justamente, es lo que es imposible de universalizar. Porque el “cómo”
es lo más idiosincrático que hay en el hombre. Lo que lo diferencia de
los demás. Aunque esto, por supuesto, en la medida en que haya desarrollado su
autenticidad. De lo contrario, caerá en una u otra categoría más general, aunque
tampoco única.
Como
sea, cada cual lo deberá descubrir en su propia modalidad. Y, cabe aclarar,
habrá algunas modalidades, según mi opinión, más sanas que otras.
El
masoquista
también “se ama a sí mismo”, pero de manera insana. Se intenta “mantener unido”
por la vía de despedazarse. Busca la “sensación de existir” en el límite del
dejar de existir. Es como un adicto a los deportes de alto riesgo.
Y,
en el extremo opuesto, está la distorsión del ególatra. A nadie le cabe
duda que éste se ama a sí mismo, pero de manera desadaptativa. Con la tendencia
a implosionar como una supernova hasta convertirse en un auténtico “agujero
negro”.
En
fin....
La
siguiente cosa que lleva de algún modo implícita la frase citada es que uno no
puede amarse correctamente a sí mismo si no ama a los demás.
Es
más, también se podría decir: “Para saber cómo te amas a ti mismo, fíjate
en cómo amas a los demás”.
Y
no sólo eso:
“Fíjate, además, cómo te parece que los
demás te aman”.
Y,
repito por las dudas. No se refiere a “cuánto” sino a “cómo”.
Dicho
de otra manera.
No
existe tal cosa como la “psicología individual”.
No
existe, por lo tanto, el “autoconocimiento del ser aislado”.
Para
conocerse a uno mismo, hay que conocer además el sistema vincular del que
se forma parte.
Somos
en relación.
Somos
LA relación.
Para
encontrar nuestro yo, hay que buscarlo en el “entre” del “nosotros”.[4]
O
somos para un otro, o somos nada.
Ése
es el verdadero dilema, incluso en Hamlet.
Siempre
es y será el otro el que que confiere el ser.
Por
eso, la frase “el hombre aislado” es un oxímoron.
Entonces,
y por lo tanto, no existe algo tan puro como la autoestima, tal como en general
se la conceptualiza.
Toda
estima de sí (aunque en distintas proporciones) es también alter-estima.
No
existe ser humano (salvo, quizás, alguno muy psicótico) que no necesite ser
validado por los otros.
El
amor a uno mismo es una trasposición malabarística del amor percibido de los
demás.
Y
esto está expresamente demostrado en el hecho de que quien no recibió amor de
sus cuidadores primarios (padres o sustitutos) tendrá serios problemas en esto
de la “autoestima”.
Pero
también el que recibió “amor incondicional” (sin límites, sin normas, sin tener
que dar nada a cambio) ése también pierde capacidad de estima sana. Cae en el
narcisismo hueco. Es el que demanda permanentemente ese amor incondicional
imposible, para sostener esa sensación inasible de existencia que se le escurre
como arena entre los dedos.
Pero
sabemos, además, que “la valoración del otro” no tiene nada de “objetivo”. No
es una respuesta matemática a valores propios irrefutables. Es completamente
arbitraria. Dependiente de la subjetividad de ese cualquier otro eventual.
Por
eso también la autoestima necesita de su “agente de marketing”: la
vanidad.
La
vanidad es el recurso universal para captar entradas (inputs) de “alimento” a
esa “auto-alter-estimación”.
Por
eso también, cuanto más dubitativa es nuestra autoestima, más crecerá nuestra
vanidad. Más autopropaganda vamos a necesitar.
Pero
¿qué es la vanidad?
La
vanidad, siendo como se dijo, la “oficina de prensa” tiene para sí misma, como
era de esperarse, muy mala prensa.
Se
asocia a la vanidad con lo vano, lo frívolo, lo superficial, lo inauténtico, en
fin... la apariencia, lo que no es.
En
contra de la carga negativa que tiene este concepto (y en contra también de las
definiciones de la RAE) me voy a animar a proponer la idea de “vanidad
sana”. Y esto es porque, la verdad, no encuentro otro término para
explicar lo que quiero. Si alguien tuviere otra propuesta terminológica será
bienvenida.
Lo
que habitualmente se designa como “persona vanidosa” no sería aquí lo que tengo
en mente, tanto si con esto quiere designarse a alguien vano y superficial como
a alguien soberbio y arrogante. Ésas sería las modalidades de la “vanidad
insana”.
La
vanidad sana se diferencia de la soberbia porque esta última, justamente supone
no necesitar de los demás, mientras que la vanidad es justamente lo contrario,
es una aceptación (quizás inconciente) de que se necesita la validación del
otro.
Sería, dicho sólo al pasar, lo que Piera Aulagnier[5] designa como aceptación
del “contrato narcisista”. Reconocer en el otro su alto potencial de mi
validación personal.
Cuando
alguien dice (por lo general muy superficial y mentirosamente) “no
me interesa lo que los demás opinen de mi”, está violando ese “contrato
narcisista”. Si esa “creencia” se vuelve eficaz, el individuo camina hacia la
soberbia (aislamiento).
Volviendo
a la frase disparadora (y para ir cerrando) “Ama a tu prójimo como a ti mismo”
implica que para que haya un yo debe haber un otro y para que haya un otro debe
haber un yo. Ambos son imprescindibles y de la misma importancia.
Cuando
la representación del yo crece más de la cuenta se ingresa en el territorio de
la soberbia (patologías narcisistas). Cuando la representación del otro crece
más de la cuenta se entra en la vanidad patológica (patologías de dependencia).
La
vanidad sana, entonces (incluso
teniendo en cuenta su acepción de vano o hueco) es el reconocimiento de la falta.
Es validar la necesidad de la mirada de un otro para la constitución de la
propia subjetividad, del propio “amor de sí”.
También
“amar al otro” significa el aceptar que el otro nos ame “a su manera”, no
según nuestra demanda.
Y
finalmente para terminar no puedo no mencionar otro costado (que no es lugar acá
para desarrollar).
“Amar
al prójimo como a uno mismo” no es la fórmula completa. De serlo, sería como un
banco de dos patas. Le falta la tercera.
Pero
en fin, quien quiera ver que vea.
[1] Hornstein – Las depresiones
[2] Levítico 19.18
[3] Freud – Análisis terminable e
interminable.
[4] Al respecto ver también Winnicott y su
teoría del espacio transicional.
[5] Aulagnier – La violencia de la
interpretación
Como siempre, admiro el modo con el que nos lleva a entender sus conceptos, ,su “paso a paso”, en mi mecanismo de pensamiento parecería el desarrollo de un teorema qué bueno sería tenerlo de psicólogo acá en Rosario
ResponderBorrarmuchas gracias... quizás vaya para allá algún día
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