"La angustia es nuestra mejor maestra".
Kierkegaard
Si algo se puede afirmar
con bastante generalidad del “neurótico normal” es que no
sabe lo que quiere.
No tiene la más puta idea
no sólo de lo que para sí mismo está bien o mal, sino tampoco y ni siquiera de
lo que le gusta o le desagrada.
Puede sonar arbitraria la
afirmación de que en nuestra época están en este estado la mayoría de las
personas.
Sin embargo, la
verificación empírica está al alcance de la mano de cualquiera.
Quien no la vea,
es justamente porque forma parte de esa multitud que no se da cuenta de nada.
Si esto no fuera así, la
propaganda y la publicidad perderían su eficacia e, incluso, su razón de ser.
Parecería que mucha gente necesita que le digan qué
pensar y qué desear.
Y la publicidad (esto
incluye a los noticieros y programas aparentemente “informativos y culturales”)
cumple esta función.
Y, además de esa función,
también se asegura de mantener al “público” en ese estado pasivo y anestesiado.
Que el marketing sea una actividad
tan fundamental en la sociedad moderna se basa en esta comprobación masiva.
En que, repito, a la gran
mayoría de las personas se las puede fácilmente persuadir, no sólo de lo que
deben opinar y hacer, sino también de lo que deben desear.
Claro que al boludo
también se lo persuadirá de que es libre porque puede elegir entre un sombrero
celeste o uno rosa. Pero jamás verá que puede no usar sombrero si la televisión
no se lo avisa.
No es raro, por lo tanto,
con este “punto de partida”, que las personas hagan, en algún punto crítico de
sus vidas, un brote de ansiedad o angustia.
Pero, por todo lo
antedicho, caer en una terapéutica de la homeostasis es lo
peor que les puede pasar.
¿Qué sería una “terapéutica
de la homeostasis”?
Una terapia que apunte a anestesiar
el síntoma.
A recuperar el (supuesto)
equilibrio previo.
Un terapeuta de este tipo
va a ver los “síntomas” como signos de algo indeseable que hay que eliminar (o
al menos anestesiar), en lugar de verlos como la oportunidad existencial
que en realidad son.
Lo repito claramente y sin
ambages para que no queden dudas.
La ansiedad y la angustia
no son una desgracia.
Son una bendición.
Son la oportunidad que la
vida nos da de salir del estado de sueño en el que nos precipitó una existencia
inauténtica.
Son la oportunidad para
salir del sueño idiota de una vida sin sentido.
Por supuesto que son “incómodas”.
Por supuesto que no estoy
diciendo que hay que buscarlas intecionalmente.
Pero “la comodidad” es lo
que posibilita el sueño.
Y por eso el tan anhelado “estado
de bienestar” tiene esa cualidad ambivalente.
Por eso, también, es
difícil de entender, si uno supone que el estado de bienestar es la solución de
todos los problemas, por qué la gente se angustia o se “ansioliza” teniendo en
apariencia sus necesidades básicas cubiertas.
La realidad es que las
supuestas “necesidades básicas” propuestas por nuestra cultura, no son más que
el placebo que enmascara la verdadera necesidad humana: la trascendencia.
¿Y qué carajo es la
trascendencia?
No lo voy a explicar acá.
Sólo diré que tiene que
ver con salir de sí mismo.
De la propia autocomplacencia.
La angustia y la ansiedad,
entonces, son signos de que algo muy vital dentro de nosotros mismos se percató
de (y se está rebelando contra) una vida vacía y estéril en la que nos fuimos
deslizando sin advertirlo.
Son como oscuros síntomas
de nuestra sed de trascendencia.
Es, pues, perfectamente
legítimo que sean desesperantes.
Lejos de ser síntomas de
que algo anda mal, son exactamente lo contrario.
Signos de que no estamos
definitivamente muertos o hipnotizados.
Signos de que algo en
nosotros (algo profundo y vivo) se rehúsa a seguir anestesiado.
Recuperar en este punto la
“tranquilidad” es matar la semilla de la autorrealización.
Lo correcto (o sea, lo
humano) es afrontar esa incomodidad o esa insatisfacción primaria, y buscar la
manera de “darle cauce” hacia la plenitud de una vida con sentido.
En este punto, hay como un
cierto “terror a la intensidad”.
Tanto la angustia como la
ansiedad (y podríamos agregar al capricho para completar la tríada) son “intensidades
desorientadas”.
Lo más patognomónico del “neurótico
normal” es, justamente, la falta de intensidad.
Por eso la peor terapia,
cuando tiene justamente un “brote de intensidad”, es volver a anestesiarlo.
La intensidad es vida.
Pero, como dije, también
puede matar si está mal canalizada.
Suponer que estos síntomas
son “causados por la represión” y prescribir, por lo tanto terapias del tipo “sexo,
droga y rock and roll” no es más que prescribir otro anestésico (una evasión).
Eso no soluciona en nada
el problema nuclear del sinsentido.
Es más, es probable que lo
agudice.
La clave, en mi opinión,
es devenir capaz de tramitar esa intensidad desagradable para transmutarla en intensidad
fértil, autorrealizante.
Por supuesto, a ningún
dormido le gusta que lo despierten (como a ningún adicto que lo priven de la
droga).
Lo natural es que te cague
a puteadas si le prendés la luz.
Sólo agradece ser
despertado aquél que está transitando una pesadilla.
¡Excelente artículo!
ResponderBorrar