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PSICOLOGÍA DE LA MENTIRA




“Mentime que me gusta”.

Quizás no todos hayamos dicho esta frase.
Pero estoy bastante seguro de que la mayoría la vivenciamos como deseo en más de una oportunidad.
De hecho, tendemos a creer en los halagos sin detenernos demasiado a pensar si son o no son ciertos, sino por el placer que nos causan.
Somos bichos bastante vanidosos, aún sabiendo que vanidad es sinónimo de falsedad, mentira.
Pero esto es, casi, como empezar por el final.
Así que voy a dejarlo para después.

Hay tanto para decir sobre la mentira (y tantas perspectivas diferentes para abordar el tema) que difícilmente se puedan mencionar todos en un corto artículo de divulgación.
Dada esta “realidad” (que la nota será, como mínimo, incompleta)  a alguno se le podrá cruzar la idea de que omitir la verdad es también mentir.
Y, por lo tanto, si uno sabe que va a mentir, ¿mejor sería callarse?

Ya Watzlawick sugería (desde una perspectiva evolucionista) que si, de eso dependiera, ni siquiera existiría el lenguaje. Que para decir “cuidado que viene el tigre” o “tengo hambre” sólo hacen falta pocas palabras. El resto, sólo es desarrollado para decir mentiras. O, lo que sería lo mismo, para seducir... por vanidad.
Yo no comparto del todo esa opinión pero me pareció simpático citarla. Aunque suponga que es mentira, sería una bella mentira.
Mentiras “bellas” y mentiras “feas” será entonces otra cuestión para tener en cuenta.
Aunque esto de “bello” y “feo” está muy relacionado con el “mentime que me gusta” ¿no?

También podría predecir que otros (a los que ya vengo enojando con mis textos)  van a escrutar éste intentando descubrir en qué me equivoco. Y, como el error es característico de todo humano, seguro lo encontrarán (o, por la misma causa, creerán haberlo encontrado).
“Estás equivocado”, declamará, quizás, tal perspicaz lector. Queriendo decir con ello “no estás en lo cierto”. Que es (casi) lo mismo que decir “estás mintiendo”.
Y acá ya hay un punto no poco importante.
Cuando se miente queriendo decir la verdad, ¿realmente se miente? ¿O qué?
Y más.
¿Se puede “querer mentir” sin darse cuenta?
Lo verdaderamente trágico es que sí. Pero no quiero adelantarme.

Otro matiz. 
Si, yo, por ejemplo, escribo algo para persuadir a otros de que soy inteligente (creyendo en mi interior que no lo soy). Aunque lo que diga sea “verdad”, ¿no estoy acaso mintiendo en algún nivel de mi intención?

Continuando con las “predicciones”, otro, al que quizás también haya enojado, tal vez opte por ignorarme. Negará en su mente (con o sin intención) que este texto existe. Eso podría ser otra manera de mentira (o auto-mentira) para evitar alguna incomodidad o estado anímico negativo. Una manera bastante peligrosa si se vuelve hábito. Porque implica, hasta cierto punto, volverse ciego a lo desagradable de la vida. 
Otro punto importante (la negación) al que intentaré volver después.

Otra reacción posible, sólo al leer el título, será acusarme de dicotómico, o binario, o maniqueo. Porque, si se nombra la mentira, se está aludiendo implícitamente a la verdad. No puede haber una sin la otra. Y ya se sabe que cualquier cosa planteada en estos términos a más de un progresista le produce no sé qué tipo de indisposición estomacal.
Casi ni es necesario mencionar que la gran mayoría “posmoderna” saltará directo a la dogmática aseveración de que la verdad no existe. Porque “todo depende del cristal con que se mire”. Cosa que estaría implicando necesariamente (me dijo un tal Aristóteles) que sólo existe la mentira. Que sería lo mismo que decir que la mentira es la única verdad (paradoja de Epiménides).

Lacan decía que la verdad no existe en “la realidad” sino que sólo existe en el lenguaje. Lo que se olvidó de mencionar (o notar) es  que el ser humano también “sólo existe en el lenguaje”, tal como el pez “sólo existe” en el agua. Así que decir que la verdad no existe porque pertenece a algo “tan trivial” como el lenguaje es desconocer de plano la naturaleza de la persona humana. No voy a extenderme en esto porque sería ponerse a hacer filosofía y me iría muy lejos del tema principal.

Ahora bien.
¿Qué estuve haciendo yo en mi pensamiento con todas estas predicciones?
Estuve suponiendo cosas que aún no pasaron.
Esta manera defensiva de suponer es algo que está en el núcleo mismo de nuestra inclinación a la mentira.
Suponer que algo va a pasar en el futuro (siendo que el futuro aún no existe) es, claramente, inventar.
Y de esto también podríamos deducir que, si no pudiéramos mentir, tampoco podríamos inventar nada. Ergo, no existiría nada que pudiera llamarse cultura.

Eso de suponer es lo que hace por lo general la ciencia ¿no?  Basada en la observación de hechos del pasado, intenta predecir hechos posibles del futuro. Toma el presente como eje y pretende “plegar” imaginariamente el tiempo y solapar el pasado con el futuro, en vistas al principio de regularidad (lo que ya pasó, volverá a pasar).
En otras palabra, imagina un futuro posible basado en lo que ya pasó.
Después está también el tema de la metáfora, que es como decir una mentira para decir una verdad. De acá, gran parte de la literatura y el arte.
Y también está, como aludí hace un rato, el tema del error.
Psicológicamente, no es lo mismo decir algo que no es porque uno está equivocado que porque tiene intención de engañar.
Entre el error y la mentira la diferencia está en la intención.
Y como esto pretende ser una nota de psicología, lo que en realidad nos importa es eso, la intención.

Hay toda una corriente en psicología cognitiva que se dio en llamar teoría de la mente.
Imposible desarrollar todos sus alcances y ricos matices en una corta nota. Los interesados en el tema podrán encontrar abundante material en la web.
Pero, como supongo que leyendo esto habrá más de un vago, al que le dará paja buscar, voy a decir al menos lo básico.
Esta teoría de la mente, pone su foco, justamente, en esta capacidad humana de suponer lo que piensan (o podrían pensar) los demás
Y no sólo queremos suponer sus pensamientos.  También sus deseos, intenciones y creencias.
Sería para el humano, dice esta teoría, una herramienta básica de supervivencia social.

Mi vida depende, en cierta medida (o, al menos, parece ser lo que todo el mundo se imagina) de lo que va a hacer el otro en el momento próximo.
Cuando interactuamos con otro, se desata en nosotros un proceso en bucle que puede tener variable cantidad de “rulos”, según la persona:
  1.  ¿Qué es lo que el otro cree?
  2.  ¿Qué es lo que el otro cree que yo creo?
  3.  ¿Qué es lo que el otro cree que yo creo que él cree?
  4.  ¿Qué es lo que el otro cree que yo creo que él cree que yo creo?

Y así  sucesivamente.

Basta observarse a uno mismo para darse cuenta de que esto nos pasa a todos. Es una ley general de la comunicación humana.
Y acá “el diablo mete la cola” (por decirlo metafóricamente) cuando advierto que, en este rulo de creencias cabe la posibilidad de hacerle creer al otro algo que no es verdad acerca de mis creencias o de la misma realidad.
Salta a la vista, lo relevantes que serán en este “juego” las propias ideas de verdad y mentira, de honestidad y deshonestidad.

Se dice que alrededor de los 4 ó 5 años (pero a veces antes) el chico empieza a desarrollar esta teoría de la mente.
Se da cuenta de que el otro tiene una mente (con todo lo que eso implica, tal como acabo de explicar).
Se da cuenta, en fin, de que el otro tiene su propia representación de la realidad.
Se da cuenta, en consecuencia, de que el otro puede ser engañado.

Hay experimentos muy interesantes para constatar esto pero, ahora sí, van a tener que buscarlos en la web, si es que su curiosidad se sobrepone a su vagancia.
Busquen, por ejemplo “experimento de la falsa creencia”.
En fin, que el chico mienta en esta edad se considera, por lo tanto, signo de salud mental. El problema sería si no lo hiciera. De hecho, la falta de “teoría de la mente” a la edad esperada, se considera muchas veces signo patognomónico de autismo.

Pero volvamos al bucle de creencias.
Primero el pibe aprende que puede mentir.
Pero si continua el proceso, en algún punto podría darse cuenta de que el otro no le cree.
Si nunca llega a este segundo punto, otra vez habría que sospechar de inmadurez cognitiva. Tal es el caso de los mentirosos patológicos y de algunos mitómanos. Su principal problema es que devinieron incapaces de “leer” la incredulidad ajena. Se quedaron, por así decir, en su burbuja.

Presuntamente, una etapa de este desenvolvimiento de la propia teoría de la mente, debería implicar, también (o, al menos) la percepción de que si quiero mentir bien, lo primero que necesito es que el otro crea que no miento.
Es decir, me tengo que volver confiable. Y, para eso, no queda otra que decir la mayor cantidad posible de veces la verdad.
Nadie puede jugar bien al truco si no sabe esto[1].
Volverse “confiable” es, como se ve, también parte del desenvolvimiento de la inteligencia social.
Y, cabe aclarar, sólo un verdadero psicópata puede parecer confiable sin serlo. 
Al resto de los mortales sólo nos resta serlo en realidad.

Nótese que no hay ninguna “consideración moralista” en este argumento.
Nótese también, que se podrá hacer una correlación bastante simple entre el grado de autenticidad de una persona y su inteligencia social (considerando acá “inteligencia”, como la cantidad de vueltas dé habitualmente su bucle de creencias).
Inteligencia, en este punto, es comprender que “las mentiras tienen patas cortas”. 
Que la mentira impacta, tarde o temprano, en nuestra trama vincular
Y, diga lo que diga para justificarse, la verdad es que a nadie le gusta que no se lo tomen en serio.

Sólo un estúpido, en definitiva, no advierte la gran ventaja vincular que radica en ser confiable.
¿Cuántas veces mi jefe va a creer que son ciertas mis excusas para llegar tarde al trabajo?
¿Cuántas veces mi pareja va a creer que vuelvo tarde a casa porque me retrasé en la oficina?
Sólo un tarado puede creer tan tarados a los otros.
Y, sin embargo, hay importante población de este tipo de “ingenuos”, que luego se quedan chupando un palo en el umbral, sin comprender las razones por las cuales su vida se hizo pedazos.

Por otra parte, cuando uno es mentiroso, asume (por “proyección”) que los demás también lo son.
Pero, paradójicamente, esta suposición, basada en la propia mentira, lejos de capacitarnos para descubrir las mentiras ajenas, nos inhabilita para reconocer cualquier verdad.
Intuyo que hay acá algo del orden “estético” (gestático) que tiene que ver con lo que se podría llamar, metafóricamente, “refinamiento del gusto”.  Como alguien que come muy salado se hace insensible a la multiplicidad de sabores, alguien que “vive en la mentira” se hace insensible al “sabor de la verdad”.
Sufre un embotamiento perceptual.

Es interesante observar (y preguntarse por qué) cómo muchas culturas antiguas ponían a la mentira en la cúspide de la inmoralidad.
Licurgo, por ejemplo, el legislador de los espartanos, razonaba de esta manera:
“Robar y matar no son inmorales per se sino porque después uno va a tener que mentir para eludir la venganza”.
Covengamos que el razonamiento no es exactamente una joyita de la ética, pero denota bien claro lo mala que le parecía la mentira.

Pero a una sociedad que hizo de la propaganda y la publicidad el centro mismo de su sistema de dominio (una, como se dice, cultura del envase) no le conviene que las personas sepan lo verdaderamente malo que es para ellas mismas vivir en la mentira.
De nuevo, el “mentime que me gusta” se vuelve ahora la causa principal de haberse vuelto una especie de oveja sin criterio.
El “neurótico promedio” se queja de que los políticos le mienten.
La verdad es que nadie le podría mentir a alguien que no hizo de la mentira su forma de vivir.
Otra vez, el “mentime que me gusta”, que a veces nos viene cómodo en las relaciones cercanas, hace un devastador efecto psíquico a la hora de tener que orientarnos en la vida política.
Por eso tenemos los gobiernos psicópatas que tenemos.
No sería tan fácil engañar a alguien si el mismo “viviera en al verdad”.
Y por “vivir en la verdad” no me refiero a nada metafísico. 
Me refiero simplemente a no vivir en la impostura de estar constantemente queriendo hacer creer al otro que soy algo distinto de lo que en verdad soy.

No es raro (en realidad, creo que es una regla) que el tipo que opta por este tipo de vida, pronto también se esté creyendo sus propias mentiras. Pierde noción de qué cosa es verdad aún en lo que él mismo dice. Las sutilezas de este proceso son muy difíciles de describir, pero están en la base de lo que el existencialismo dio en llamar existencia inauténtica.

Tiene que ver, entre otras cosas, con lo que Freud llamó racionalización (ignoro si tomó la idea de otro o si ésta fue una de sus grandes intuiciones).
Me parece intresante notar que el “costo de gasto psíquico” derrochado en la racionalización (o, también, autojustificación) impide que el mismo se destine al “bucle de creencias” (también llamado “lectura de mentes”) que hacen posible el desarrollo de la inteligencia social.

Todo muy lindo pero, entonces, ¿por qué mentimos?
Digo, después de la primera infancia, cuya respuesta más obvia es “porque nos dimos cuenta de que podemos”, ¿por qué, después, siendo a todas luces una conducta tan desadaptativa, seguimos insistiendo en decir mentiras?.

Creo que una causa muy frecuente es el miedo.
El miedo, dice otra teoría, activa los mecanismo de lucha/huída o la tercera opción de inmovilidad cuando esto produce conflictos (duda).
Pero también puede activar otra opción que en mi barrio se conoce como “trágame tierra”. El deseo de volverse invisible, de mimetizarse con el paisaje.
Vienen a mi mente a este respecto las elucubraciones de José Ingenieros en su “simulación en la lucha por la vida” pero si me cuelgo de esta rama no terminamos nunca.
Me conformo con tirar la idea y dejar al lector la inquietud de reflexionar sobre la relación miedo/mentira => mimetismo.

También, para ir atando cabos sueltos dejados al comienzo, se podría pensar en qué tiene que ver la mentira con el deseo de ser amado.
¿Y con la vanidad?
¿Qué hay de aquél “mentime que me gusta” que me hace preferir la irrealidad a la desdicha?
¿A qué tememos cuando mentimos?
¿Y a qué tememos cuando deseamos que nos mientan?
¿Hay una relación, también, entre la mentira y el placer?
¿No sugirió algo de esto Frued al contraponer el principio del placer al principio de realidad?
¿En qué radica el placer de mentir?
¿Por qué tenemos miedo a la verdad?
¿Qué creemos estar perdiendo en el trámite de “ser honestos”?
¿No será que la mentira misma nos persuadió de que la verdad es algo tan horroroso que mejor no saber nada al respecto?
Tanto neurosis como psicosis tienen algo de su etiología en esta cuestión de no querer ver la verdad.
Pero profundizar ahora en eso nos llevaría demasiado lejos.
Dejo, nomás, planteado el tema.

Ya sé.
La primera defensa hoy, de moda, del que persiste en su determinación de perpetrar su inautenticidad, será “toda verdad es relativa”.
Allá usted si quiere seguir con esa farsa.
Al menos no diga ahora que nadie le avisó.
Aunque también lo puede decir.
Mintiendo.



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[1] Para los extranjeros, el truco es un juego de cartas en el que gana el que mejor miente... o el más capaz de detectar que el otro miente.

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