Creo que hay algo intrínsecamente humano en tratar de multiplicar o difundir en los demás el propio punto de vista.
Imposible, claro, desconocer cierto tinte de vanidad en ese impulso, cierto posicionamiento a priori de “estar en lo cierto”, estar “en el bien”, del “lado de los buenos”.
Hasta el nihilista, el derrotista más empedernido que dice no creer en nada o, mejor dicho, que cree que nada tiene sentido, no puede dejar de hacer proselitismo de su postura. Aún verificando que la misma le produce infelicidad e incluso, a veces, cierta desesperación, pareciera, sin embargo que esa misma desesperación la siente en parte mitigada al convencer a otro de su propio punto de vista.
Incluso también aquél que adhiere a una posición de diversidad y aceptación de múltiples puntos de vista tampoco puede evitar tratar de persuadir a los demás de ese propio punto de vista.
Aún el convencido de que no hay cosa que pueda ser llamada “el bien” está comprometido en difundir esa mirada (justamente como si la misma fuera el bien sustancial del cual todas las personas debieran ser partícipes).
Imposible, claro, desconocer cierto tinte de vanidad en ese impulso, cierto posicionamiento a priori de “estar en lo cierto”, estar “en el bien”, del “lado de los buenos”.
Hasta el nihilista, el derrotista más empedernido que dice no creer en nada o, mejor dicho, que cree que nada tiene sentido, no puede dejar de hacer proselitismo de su postura. Aún verificando que la misma le produce infelicidad e incluso, a veces, cierta desesperación, pareciera, sin embargo que esa misma desesperación la siente en parte mitigada al convencer a otro de su propio punto de vista.
Incluso también aquél que adhiere a una posición de diversidad y aceptación de múltiples puntos de vista tampoco puede evitar tratar de persuadir a los demás de ese propio punto de vista.
Aún el convencido de que no hay cosa que pueda ser llamada “el bien” está comprometido en difundir esa mirada (justamente como si la misma fuera el bien sustancial del cual todas las personas debieran ser partícipes).
Pareciera que hay algo en (casi) toda persona (una especie de “dato esencial”) que la impulsa a agruparse con otros.
Y ese “instinto gregario” (tan vapuleado por los individualistas de nuestro tiempo como el mismo Nietzsche), a diferencia del de los animales (y justamente por esta característica netamente humana de “tener ideas”) necesita afirmarse en una ideología. Necesita compartir puntos de vista similares.
Hasta un individualista se siente más cómodo cuando se siente parte del paradójico grupo de los individualistas.
Hay como una validación implícita de la propia existencia en compartir con otros puntos de vista similares. El que no comparte ninguno suele terminar encerrado en un manicomio.
Más allá de los ataques foucaultianos al concepto de normalidad, hasta los mismos foucaultianos se consideran a sí mismos más “normales” al afirmar en conjunto que no hay tal cosa.
Creo que hay algo sano en querer ser como los demás y, recién desde esa matriz común explorar las vías posibles de expresión de la propia originalidad.
Porque sólo en ese caso la originalidad se ve justificada al estar en función de algo más grande que sí misma.
Es lo contrario del aislamiento.
A nadie que piense un instante se le escapa que una originalidad que no tenga en cuenta la mirada grupal (en el sentido de grupo de referencia) es una originalidad incomunicable y por lo tanto estéril.
Una originalidad sin propósito comunitario es lo más parecido que existe a una paja.
Un artista que, en un ataque narcisista de supuesta creatividad, desestima la comunicabilidad en pos de la (supuesta) originalidad cae rápidamente en una actitud meramente masturbatoria, autorreferencial.
Pero para que haya comunicabilidad, tiene que haber puntos en común, visiones compartidas. Si yo ahora mismo escribiera en un lenguaje inventado por mí, difícilmente podría argumentar que estoy siendo original. Al menos, en principio, no habría forma de probarlo.
Sobre todo porque no estaría comunicando nada.
Lo esencial del ser humano es la comunicación. Y lo esencial de la comunicación es tener un código en común. Y esto, obviamente, va mucho más allá de "hablar el mismo idioma". O, mejor dicho, hablar el mismo idioma es mucho más que decir las mismas palabras.
Tiene que ver con la carga afectiva que les damos a las mismas.
Y, esa "carga afectiva" está íntimamente relacionada con nuestra noción de lo bueno y lo malo. Lo que consideramos deseable y necesario (que aporta cierto grado de "felicidad") y lo que consideramos que hay que evitar (lo que aporta sufrimiento o displacer).
Creo que no es exagerado decir que, cuando nos agrupamos, lo hacemos "alrededor" de lo que consideramos un bien. Eso, me parece, es lo que define "la esencia" de cualquier grupo humano.
Y, si lo consideramos un bien, ¿por qué no querer comunicarlo al resto de las personas?
También, y para completar la cuestión, tiene que haber un otro (en el sentido de contrincante u oponente). Toda la historia de la cultura se construyó alrededor de esa dialéctica ideológica de afirmar lo propio en relación a lo ajeno.
Y ese “instinto gregario” (tan vapuleado por los individualistas de nuestro tiempo como el mismo Nietzsche), a diferencia del de los animales (y justamente por esta característica netamente humana de “tener ideas”) necesita afirmarse en una ideología. Necesita compartir puntos de vista similares.
Hasta un individualista se siente más cómodo cuando se siente parte del paradójico grupo de los individualistas.
Hay como una validación implícita de la propia existencia en compartir con otros puntos de vista similares. El que no comparte ninguno suele terminar encerrado en un manicomio.
Más allá de los ataques foucaultianos al concepto de normalidad, hasta los mismos foucaultianos se consideran a sí mismos más “normales” al afirmar en conjunto que no hay tal cosa.
Creo que hay algo sano en querer ser como los demás y, recién desde esa matriz común explorar las vías posibles de expresión de la propia originalidad.
Porque sólo en ese caso la originalidad se ve justificada al estar en función de algo más grande que sí misma.
Es lo contrario del aislamiento.
A nadie que piense un instante se le escapa que una originalidad que no tenga en cuenta la mirada grupal (en el sentido de grupo de referencia) es una originalidad incomunicable y por lo tanto estéril.
Una originalidad sin propósito comunitario es lo más parecido que existe a una paja.
Un artista que, en un ataque narcisista de supuesta creatividad, desestima la comunicabilidad en pos de la (supuesta) originalidad cae rápidamente en una actitud meramente masturbatoria, autorreferencial.
Pero para que haya comunicabilidad, tiene que haber puntos en común, visiones compartidas. Si yo ahora mismo escribiera en un lenguaje inventado por mí, difícilmente podría argumentar que estoy siendo original. Al menos, en principio, no habría forma de probarlo.
Sobre todo porque no estaría comunicando nada.
Lo esencial del ser humano es la comunicación. Y lo esencial de la comunicación es tener un código en común. Y esto, obviamente, va mucho más allá de "hablar el mismo idioma". O, mejor dicho, hablar el mismo idioma es mucho más que decir las mismas palabras.
Tiene que ver con la carga afectiva que les damos a las mismas.
Y, esa "carga afectiva" está íntimamente relacionada con nuestra noción de lo bueno y lo malo. Lo que consideramos deseable y necesario (que aporta cierto grado de "felicidad") y lo que consideramos que hay que evitar (lo que aporta sufrimiento o displacer).
Creo que no es exagerado decir que, cuando nos agrupamos, lo hacemos "alrededor" de lo que consideramos un bien. Eso, me parece, es lo que define "la esencia" de cualquier grupo humano.
Y, si lo consideramos un bien, ¿por qué no querer comunicarlo al resto de las personas?
También, y para completar la cuestión, tiene que haber un otro (en el sentido de contrincante u oponente). Toda la historia de la cultura se construyó alrededor de esa dialéctica ideológica de afirmar lo propio en relación a lo ajeno.
Por eso, benditos sean los amigos, pero benditos también los enemigos.
Porque no hay forma de construir punto de vista (en el sentido de consenso) sin la confrontación con el punto de vista opuesto.
Parte del proceso de autoafirmación tiene que ver con el consenso. Y no puede haber consenso si no hay también disenso. No puede haber “nosotros” si por ninguna parte hay “ellos”.
Porque no hay forma de construir punto de vista (en el sentido de consenso) sin la confrontación con el punto de vista opuesto.
Parte del proceso de autoafirmación tiene que ver con el consenso. Y no puede haber consenso si no hay también disenso. No puede haber “nosotros” si por ninguna parte hay “ellos”.
Entonces las preguntas.
¿Qué es lo que impulsa a las personas a ese deseo de que los demás vean las cosas desde su propio ángulo?
¿Lo hace porque considera que es un bien para el otro o por puro egocentrismo?
¿O por una mezcla de ambos?
¿Se podría decir que alguien desinteresado por difundir su propio punto de vista es una mejor persona, respetuosa de los demás?
¿O, por el contrario, sería el más egoísta de todos?
¿Qué es lo que impulsa a las personas a ese deseo de que los demás vean las cosas desde su propio ángulo?
¿Lo hace porque considera que es un bien para el otro o por puro egocentrismo?
¿O por una mezcla de ambos?
¿Se podría decir que alguien desinteresado por difundir su propio punto de vista es una mejor persona, respetuosa de los demás?
¿O, por el contrario, sería el más egoísta de todos?
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